Estación a la deriva III

Noel Luna

EN LA NOCHE AGOTO LAS CALLES como un loco. La ciudad es un gran reloj de arena. Van cayendo los granos. Poco a poco se borran bajo el peso de idénticos cristales. Yo pregunto en cada tramo. Interrogo al silencio en cada esquina. Ando, corro, me voy tropezando conmigo mismo, y así recorro esta ausencia completa. Siento cómo sus bordes afilados me hieren, y la sangre se derrama y pinta las aceras. Un mar sale de mí, un profundo océano escarlata que inunda los suelos y recorre cunetas y alcantarillas. Me desangro deprisa, como si no hubiera tiempo y esta eternidad no me habitara. Vierto el zumo ardiente en el asfalto y los poros del mundo no se alcanzan. El mundo es este rojo de mi sangre, la infinitud rojiza, y todo es una herida insaciable, una profunda cortadura en la tiniebla. Gota a gota me pierdo, grano a grano me escapo, y la propia ciudad desaparece bajo el peso de la arena ensangrentada. (1995)

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SON LAS OCHO Y MEDIA DE LA MAÑANA. Ahora mismo tomamos café en el aeropuerto de Londres. Larga espera por delante: el vuelo a París sale a las cuatro. Fumamos y conversamos sobre política. De pronto me retraigo. Pienso y recobro algo que sucedió una sola vez, y por eso es irreal y es eterno. Persigo las minucias de una tarde en Puerto Rico, en Guaynabo. Rastreo poco a poco cada seña, y espero, y recibo el silencio. Me son devueltas unas manos y un cuerpo sin historia. Yo voy labrando sus marcas. Yo voy esculpiendo con mano paciente sus formas. Voy cincelando las líneas, las curvas interminables, los escondidos orificios. Voy deshaciendo la ausencia de esos tramos borrosos. Voy forjando la duda del tacto, y en esa irrealidad desciendo, en esa lenta fluencia de la cima a la sima, y me pierdo a mí mismo en cada huella, en cada sombra de mi mano, en cada nudo y cada nervio y cada músculo, y se enredan mis manos tejiéndome los dedos, hilvanando cada ruta del deseo en esa superficie amable. Mis manos aceleran su vértigo y palpan cada sonrisa de su carne, cada ojo al acecho, sus sales, sus preciosos minerales, sus piedras suaves y rugosas, sus sedientas muchedumbres contra el agua, el fuego, el polvo. Recobro aquella tarde, de otra forma tal vez. (1995)

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HABRÍA QUE RECURRIR A UN ALEPH BORGIANO para hablar de París. Mucho y muy poco puede decirse, casi nada. Puedo dudar de todo menos de que París no es Londres, de donde llego. La limpieza y las líneas elementales son para Londres lo que la colorida suciedad y las enrevesadas curvas son para París. El Támesis es frío y serio; el Sena, cálido y risueño. Contemplar el Támesis agudiza el juicio, mientras que el Sena sofistica el gusto. Ni mejor ni peor uno o el otro: sólo distintos. Es bello París, y en cada puerta y ventana una flor olorosa invita al amor. Cada espacio quiere ser colmado, desde el fondo lejano de la ausencia, desde el centro remoto del silencio. Las sombras reclaman sus cuerpos, los ecos acechan sus voces, y en la tarde, detrás de cada espejo, se esconden los espectros, esperando que alguien los reclame como suyos. Es lindo París, y en cada esquina te tropiezas con el arte, o un enorme muro antiguo te golpea la mirada, y los nombres son música y poesía, y en cada soledad vive un silencio. Lo juro. (1995)

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ACERCARSE EN SILENCIO A LA VENTANA / y mirar la rareza de un cielo azul. / Recibir el sol en la cara / y en las manos / como se recibe el pan y el vino. / Añorar el infierno, / las hirientes llamas / ardiendo en su reposo, / las terribles quemaduras en la carne. / Sentir nostalgia del dolor / que todo lo consume / y lo llena, / y querer desbordarse en ese trance, / querer exceder los propios límites / echándole sal / a viejas heridas y recuerdos. / Sentir ganas de un rumor arcano, / de un sordo rumor antiguo / que nos golpee en la cara / y en las manos y en el pecho / y en las piernas / y luego posea todo nuestro cuerpo / y de pronto morir. / Que acercarse en silencio a la ventana / no haya sido en vano. (1995)

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POCO A POCO PARÍS EMERGE en mi imaginación como ciudad posible, como algo casi casi real. La magnificencia de las primeras impresiones, sin que disminuya su grandeza, va volviéndose experiencia más accesible, menos lejana. Estuve frente al Louvre, caminé los Campos Elíseos, el Jardín de las Tullerías, y el Arco del Triunfo nuevamente. Caminé un largo trecho al margen del Sena, y ahora estoy en el Palace de Chaillots, detrás de la Torre Eiffel. Almorcé liviano en uno de los cientos de cafés parisinos y volví a caminar hasta cansarme. A una ciudad se le conoce de verdad sólo caminándola, tomándole el pulso desde el suelo. En París ello es posible y uno nunca se aburre ya que en cada esquina hay un músico, un pintor o un loco interesante. Lo único que molesta en esta ciudad es la vulgaridad ruidosa de los turistas, que a menudo desencanta lo que pudo haber sido memorable. Pero hasta yo, con mis dólares escasos, peco de turista. Además, ¿de qué otra forma podría preservarse una ciudad como ésta sino es con la lluvia de monedas provenientes del bolsillo del turista? (1995)

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HOY ME LLEGÓ TU CARTA. Me senté a la mesa con un café y la leí con calma, la saboreé lentamente, como si de un buen vino se tratara. Ahora estoy en los Campos de Marte y acabo de almorzar sobre la hierba: pan, pollo, ensalada, vino, tabaco. Se vive aquí de otra manera, en los parques, oyendo la risa de la gente a tu lado. Aquí lo siento todo de otra forma, en la calma de la tarde, en la placentera tranquilidad del viento junto al Sena. Este es un buen momento para pensarte, para figurarte completa, de tus pies a tus cabello, de tus labios a tu boca. Callo y te pienso despacio, como si tuviera siglos para pensarte, como si en el fondo de los tiempos la aguja del reloj se hubiera detenido, y sólo quedara la vasta eternidad del silencio y la calma. Tu carta me ha devuelto el sueño de las tardes aquellas que ambos recordamos. Poco a poco recobro la luz de tus ojos, que saben reír y llorar. Poco a poco vuelven a ser míos tus dedos y tus besos delirantes. Lentamente, en la fragilidad del recuerdo, te miro y te palpo, como si no nos separaran tierras ni mares. Vuelvo a palparte nuevamente. Te capturo en lo fugitivo. Te aspiro en el niño que acaba de acercarse a mí en este parque, y en su madre que a lo lejos me sonríe. Te respiro en la suprema soledad de este momento, rodeado de muchísimas personas sosegadas para quienes soy alguien y nadie. De pronto me parece un mero detalle que tú estés en Chicago y yo en París: en cada paso que doy, en cada sorbo de vino, en cada descanso en la sombra junto al Sena, te siento junto a mí. Estás en el rojo de mi sangre, en aquella antigua historia de puñales, en la sorpresa de las calles escabrosas, en los monumentos gloriosos o ridículos, en los puentes, en las viejas catedrales, en cada pintura y cada escultura que he visto desde que llegué aquí, en cada café y en cada parque como este en el que estoy, donde te escribo. Te siento en la música, en las viejas canciones que sigo tarareando, en la libreta en la que te anoto. Estás en el temblor de mis manos, en la sed de mi boca, en cada palmo de esta ciudad en la que no logro perderte. No te dejo atrás un solo segundo y cuando menos lo espero, ahí te me apareces, y escucho tu voz, y veo tu oído alerta, y tu pelo danzando con el viento. No te has ido. No has rozado esa región del olvido a la que tanto tememos. No se han borrado tus pasos ni tus miradas ni tus silencios. (1995)

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