Fast food, fast life, fast death: cómo la comida rápida se convirtió en estilo de vida

Especial para En Rojo

[Esta es la tercera columna de la serie “Entre ollas y fronteras”, preparada para En Rojo por el autor.]

El precio oculto de vivir en apuro: ansiedad, obesidad y pérdida del almuerzo como ritual

En Puerto Rico, comer dejó de ser un acto de pausa. Hoy se come en el carro, de pie, frente a una pantalla, entre reuniones. El almuerzo, que una vez fue plato central del día —con arroz, viandas, carne guisada y postre de fruta—, ha sido sustituido por combos envueltos en papel encerado, calentados en segundos y digeridos sin atención.

La globalización no solo alteró lo que comemos, sino cómo y por qué lo comemos. Y ese cambio de ritmo alimentario tiene consecuencias profundas.

De “vamos a comer” a “resuelve donde sea”

Antes, el almuerzo era sagrado. Se cocinaba a fuego lento, se comía en familia o en la fonda de la esquina y se descansaba después. Hoy, para miles de personas, comer implica abrir una tapa de foam mientras responden correos. Y, si hay tiempo, se bebe una soda grande. Todo por menos de diez minutos.

Este nuevo ritmo es consecuencia directa de un modelo global que prioriza la productividad sobre el bienestar. El tiempo se volvió un recurso escaso, y la comida, una necesidad que estorba.

El menú del capitalismo tardío

La industria alimentaria entendió que la velocidad vende. Por eso los “food courts” se parecen tanto en todos los países: frituras, azúcares, grasas saturadas, mucho sabor y poca fibra. Es la dieta de la urgencia.

Pero hay un precio. Estudios en múltiples países demuestran que la alimentación apresurada está asociada a mayor riesgo de obesidad, síndrome metabólico, ansiedad alimentaria y desconexión corporal. Comer rápido no solo hace daño al cuerpo, sino también a la relación que tenemos con él.

¿Y el almuerzo criollo?

El almuerzo puertorriqueño tradicional —plato grande, caliente, con arroz, habichuelas, carne y ensalada— ha sido marginado como anticuado o “pesado”. Se le ha culpado de todo, mientras los nuggets y las papas fritas se normalizan como estándar infantil.

Pero el problema no es el almuerzo criollo. Es la falta de tiempo para prepararlo, comerlo y digerirlo. No es la vianda, es la prisa.

La comida tradicional se adapta. Se puede preparar en porciones moderadas, con aceite de oliva, menos sal, más vegetales. Lo que no puede sobrevivir es un modelo de salud pública donde lo “normal” es almorzar solo, apurado y procesado.

Comer con pausa es medicina

En las culturas de longevidad —las llamadas Blue Zones—, el almuerzo sigue siendo un acto de encuentro. No se come corriendo. Se mastica, se conversa, se agradece. Y eso, más allá del contenido nutricional, regula el sistema nervioso, mejora la digestión y refuerza la salud emocional.

Puerto Rico puede recuperar esa pausa. Puede revalorizar el almuerzo como ritual. Puede enseñar desde la escuela que comer no es una pérdida de tiempo, sino una inversión en vida.

“Porque si el almuerzo fue colonizado por la urgencia y el empaque, también puede ser liberado por la olla y la conversación. Como diría nuestra bomba más criolla, con tambor y cuchara…”

(Bomba puertorriqueña: ¡Ay bomba, vuelve la olla!)

Coro: ¡La bomba, ay qué rica es—es—es!
¡Me sube el ritmo por los pies—por los pies!
Mulato, saca tu trigueña
pa’ que baile bomba, bomba puertorriqueña.
¡Bomba!

¡Ay bomba, yo te pregunto,
qué pasó con el almuerzo!
Lo cambiamos por un combo
frío, frito y sin esfuerzo.

El arroz ya no se ablanda,
y el guiso perdió su encanto,
la ensalada viene en bolsa,
y el sazón se fue hace tanto.

¡Que no muera la cuchara,
ni el fogón de mi abuelita!
¡Que en la olla está la historia,
y el sazón que no se quita!

La abuela gritó en la sombra:
“¡Eso no es comida mía!”
Y el nieto, entre dos reuniones,
la olvidó con la bebida.

¡Bomba y olla soberana,
en la mesa está mi tierra!
¡Que no mande más la prisa,
que gobierne la caldera!

La pausa ya no se encuentra,
se comió con prisa ajena,
pero el guiso sigue vivo
en quien lucha y lo defienda.

La fonda cerró sus puertas,
se calló la cuchara vieja,
y entre hornos de prisa y ventas
se fue la comida nuestra.

Pero el fuego no se apaga
si el pueblo enciende el caldero,
que regrese la cuchara
y el almuerzo verdadero.

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