Haití: El Duvalierismo persistente (3 final)

 

 

Especial para CLARIDAD

Este es el tercero de tres artículos sobre Haití dirigidos a conocer las raíces históricas de su actual crisis.

 

A Magali Millán Ferrer, Coordinadora del Comité de Solidaridad con el Pueblo de Haití.

Introducción

Finalizada la Segunda Guerra Mundial e iniciada la Guerra Fría, Estados Unidos fue delineando una política hacia América Latina dirigida a apoyar a viejos dictadores y a promover nuevos déspotas. En algunos casos se alentaba la continuidad de las presidencias autoritarias instaladas durante las primeras décadas del siglo veinte. En otros se fomentaba el surgimiento nuevas dictaduras, dirigidas por familias que usurparían el poder político con el doble objetivo de reprimir a los movimientos populares y facilitar el flujo del capital estadounidense hacia América Latina y el Caribe.

Las dictaduras configuraban una modalidad de administración pública que, como sugiere Jean Casimir, reproducían los rasgos del antiguo estado colonial, orientado hacia los intereses europeos, pero con manejadores internos. Michel Rolph Trouillot lo catalogaba como un Estado nacional colocado de espaldas de la nación a la que se presume gobernar.

He aquí algunos casos históricos. La dictadura de la familia de Anastasio Somoza García, iniciada durante los años treinta del siglo veinte, fue continuada por sus dos hijos —Luis Somoza Debayle y Anastasio Somoza Debayle — hasta 1978, cuando el Frente Sandinista tomó el control del Palacio Nacional en ruta hacia la victoria de la revolución sandinista. De ese período fueron también las dictaduras de Fulgencio Batista, entre 1952 y 1959, la de Gustavo Rojas Pinilla, entre 1953 y 1957, y la de Carlos Castillo Armas, entre 1954 y 1957. Todos ellos tuvieron en común el enriquecimiento de una familia, tanto la de sangre como la política, popularizada en la aseveración de las tres «p» que solía enunciar la familia Somoza, «Plata para los amigos, palo para los indiferentes, plomo para los enemigos.

A ese hábitat de dictadores se unió François Duvalier, como producto de procesos similares: el interés de una familia en controlar las riendas del gobierno, la celebración de elecciones maniatadas, y la organización de ejércitos que estaban menos interesados en proteger la nación que en flagelar a sus ciudadanos. Todas ellas tuvieron también en común su colocación de espaldas a los habitantes de la nación cuyos intereses decían representar.

Gérard Pierre Charles, con la agudeza para interpretar la sociedad haitiana que le caracterizó, solía repasar lo que era particular del mundo dictatorial haitiano, destacando el hecho que, mientras los dictadores de América Latina adornaron su autoritarismo con un despliegue de edificaciones que pretendían destacar su grandeza, la dictadura duvalierista ni siquiera eso hizo, dejando a su paso apenas un país en ruinas.

El estado duvalierista

El examen del Estado duvalierista en sus dos etapas — la de François Duvalier (1957-71), y la de su hijo Jean Claude Duvalier (1971-1986) — es importante para comprender la coyuntura actual que vive Haití. Durante este período de casi tres décadas, se gestó el modelo de un Estado articulado para el pillaje, que se sostuvo mediante la represión, el exilio forzoso de sus ciudadanos, el asesinato de sus opositores, y el apoyo de países que interesaban sus mercancías agrícolas.

Cultivó el absolutismo político, que impulsaba el control perpetuo de las riendas del Estado, lo cual sintetizó en el título de président à vie, mote autoimpuesto que destacaba la perpetuidad de su mandato. Además, reorganizó el ejército haitiano con oficiales leales a él, y cultivó un nacionalismo negro que pretendía mantener a raya al poderoso sector mulato de la sociedad haitiana. Sobre todo, fue un Estado temeroso de la crítica proveniente de los sectores de la sociedad que aspiraban a la organización de un Estado moderno y democrático como fundamento del desarrollo del país.

Para controlar a ese sector, creó una guardia de Ton-Ton Macoutes, que actuaba como policía privada del dictador, cultivando el terror en la población, asesinando a millares de ciudadanos, y promoviendo el exilio forzoso de innumerables profesionales, los cuales se instalaron en países de América y Europa, impedidos de contribuir a la vida de un país necesitado de sus conocimientos. Es decir, en Haití se erigió un Estado que, en lugar de cumplir con sus funciones básicas (la de organizar la sociedad, proveer servicios básicos a la población y velar por el orden y la justicia) se erigió una empresa para el pillaje en beneficio de la familia que controlaba sus riendas y de los sectores extranjeros interesados en los recursos del país.

Durante el breve período de Jean Claude la comunidad internacional remitió a Haití cerca de mil millones de dólares que, lejos de utilizarse para el propósito expresado del desarrollo del país, fueron a parar a los bolsillos de la familia Duvalier y de las élites haitianas. La organización Transparencia Internacional estimó que, a su salida de Haití en 1986, el hijo del dictador, Jean Claude Duvalier, había sustraído cerca de 800 millones de dólares del tesoro público.

El papel de Estados Unidos

En el interés de contar con un gobierno domesticado en el marco de la Guerra Fría, Estados Unidos promovió el derrumbe de la gobernabilidad democrática que predicaba al mundo. Priorizando sus intereses económicos y geopolíticos por encima del bienestar de Haití, apoyó la subordinación de la justicia a los caprichos del dictador, el abandono de la infraestructura del país, el empobrecimiento de las mayorías campesinas y la salida masiva de profesionales.

Si bien Estados Unidos manifestó oficialmente su desprecio hacia Duvalier (sobre todo por la muerte de un ciudadano estadounidense a manos de un policía del gobierno duvalierista en 1957), acabó articulando un plan de reconciliación con la violenta dictadura de la familia Duvalier a la vez que ofrecía lecciones de democracia al mundo. El plan comprendía un fondo de asistencia económica para Haití y un acuerdo de cooperación militar entre ambos países que incluía programas de adiestramiento militar y visitas periódicas de la armada estadounidense a puertos haitianos. Todo ello le vino como anillo al dedo, luego de que arrancara la Revolución Cubana en 1959.

Las luchas por el Estado Duvalierista

El fin de la dictadura puso de relieve las diferentes fuerzas políticas interesadas en controlar el Estado haitiano. Muchas de ellas tuvieron como objetivo su desmantelamiento; otras proclamaron su interés en proveer continuidad al duvalierismo.

El conjunto de fuerzas políticas democráticas que florecieron en esa coyuntura se vio fortalecido por la acelerada expansión urbana que fue impulsada por la crisis en las regiones rurales del país. Como resultado de ese proceso surgieron innumerables entidades urbanas que parecían anunciar una ruta para el desarrollo de Haití, entre ellas: cooperativas de campesinos, organizaciones obreras, asociaciones profesionales, entidades educativas, y los sectores más conscientes del ámbito religioso. El Haití de los años noventa del siglo veinte exhibía un conjunto de organizaciones de diversas orientaciones políticas con diversas visiones para iniciar el desarrollo del país, modernizar su infraestructura, y disminuir la amplia brecha entre las clases sociales.

El enorme obstáculo que encontraron en ese camino fue la oposición del ejército haitiano, temeroso de perder el control del Estado depredador haitiano, de una burguesía acostumbrada a beneficiarse de una masa de trabajadores empobrecidos, y de un imperio estadounidense, más seducido con el objetivo de proveer continuidad a sus intereses económicos y geopolíticos, que en el desarrollo de la primera república negra del planeta. A ello se sumaba el hecho de que, luego del derrumbe de la dictadura Duvalier, varios sectores de la clase política interesados en controlar las riendas del Estado reprodujeron las peores tácticas del duvalierismo, tales como la organización de cuadrillas armadas para destruir a sus opositores, creando asimismo condiciones de inseguridad en las calles de las principales ciudades del país con el objetivo de imposibilitar las movilizaciones dirigidas a iniciar el camino hacia la democracia y el igualitarismo en una sociedad de abismales desigualdades.

¿Quiénes interesan ayudar a Haití?

A pesar de toda la represión, numerosas organizaciones políticas se congregaron en el hotel Montana, en Pétion-Ville, en agosto de 2021, para considerar modos de poner fin a la crisis que vive el país. En la Declaración de Principios del acuerdo al que arribaron, denominado Acuerdo de Montana, afirmaban su visión de que «no es posible renunciar a los derechos a la vida, la libertad, la igualdad de acceso a las oportunidades, la copropiedad de la riqueza nacional, los frutos de la unidad en nuestras luchas armadas y nuestras victorias políticas históricas.» Reclamaban también que «la protección de estos derechos y la transparencia en la gobernabilidad democrática debía ser establecida sobre la base de la participación ciudadana inclusiva en la construcción y funcionamiento de las instituciones estatales».

El acuerdo, que fue firmado porcientos de organizaciones y gremios, proponía también la designación temporera de personas para ocupar los puestos de jefe de Estado y primer ministro como parte de un gobierno de transición de dos años, el cual lidiaría con la aguda crisis del país y empoderaría a las instituciones estatales, como paso previo a la programación de elecciones.

Ese plan fue repudiado por la clase política haitiana y la llamada «comunidad internacional», la cual prefiere las intervenciones militares para solucionar los problemas que enfrenta Haití, como lo fueron la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH, 2004), y la Misión de Apoyo a la Justicia en Haití (MINUJUSTH, 2018). Por sus amargos frutos, es evidente que, lejos de beneficiar a Haití, han sido un enorme peñón, obstaculizando el camino hacia el desarrollo del país.

A pesar de la magnitud de la violencia interna en Haití, la oposición a la vía militar se ha incrementado, tanto en el país como en el exterior. El pasado año, cuando el primer ministro Ariel Henry solicitó la intervención de fuerzas armadas estadounidenses para lidiar con la violencia en las calles de Puerto Príncipe, varias organizaciones estadounidenses manifestaron su oposición a esa propuesta, incluyendo la organización religiosa Global Ministries, la cual invitó al presidente de los Estados Unidos a «escuchar a la sociedad civil haitiana, y a respetar los derechos fundamentales del pueblo de Haití con el fin de adelantar soluciones haitianas a los problemas de ese país».

Además, las intervenciones militares en Haití, protagonizadas precisamente por ejércitos de países que han despreciado a ese pueblo a lo largo de dos siglos, solo han servido para proteger los intereses de la oligarquía haitiana y el de las organizaciones que aspiran a controlar el Estado de Haití, influenciadas por el duvalierismo, las cuales se nutren de cuadrillas armadas para ganar terreno en su aspiración por el control del Estado.

Son claras las dos grandes posturas frente al desafío que enfrenta nuestra hermana nación. Entre el terror y la democratización, nos toca manifestarnos en contra de las intervenciones militares, y a favor de la construcción de un Estado haitiano con su mirada puesta en el bienestar de la nación que inició el fin de la esclavización humana en nuestra América.

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