Será Otra Cosa: La casa de los iguales

Facade of an old house with vintage suitcases near the door - rendering

Especial para En Rojo 

     Aunque con escepticismo, llegó temprano el día convenido. Antes de presentarse a los demás, pasó por la oficina de coordinación para someter el documento de legitimidad que validaría su entrada. Mientras esperaba por la primera evaluación, pensaba en que a pesar de que nunca se le había dado bien eso de pertenecer, por alguna extraña razón la invitación a aquella casa le hacía sentirse bien, como si le acogieran desinteresadamente por primera vez. Esperaba no arrepentirse. Solo tendría que hacer su parte del trabajo, que era estar allí los días acordados. Allí todo se hacía a partes iguales.

         El resultado de la primera evaluación fue favorable, aunque sujeto a una mínima condición: debía reorganizar un poco mejor la información provista, de manera tal que no quedaran dudas de que si ya no lo era, al menos en algún momento y con su ayuda, podía llegar a ser como los demás. Una vez resuelto esto, quedaría confirmada su verdadera legitimidad, cosa que eventualmente logró, pues pudo cumplir con la condición impuesta. Ahora debía someter varias veces más el documento revisado hasta conseguir la llave maestra de la casa. Estas otras evaluaciones, mayormente irían orientadas hacia la identificación de tecnicismos, que por mínimos que pudieran ser, harían la diferencia al momento de valorar el grado de igualdad que compartían.

          La perfección se apreciaba allí grandemente, era lo que perseguían, y para alcanzarla, el requisito principal era saber acogerse a las reglas de la casa. Lo malo es que no le habían dicho con claridad cuáles eran. De la segunda evaluación resultó la solicitud de un cambio de nombre, o más bien una corrección. El nombre debía también ajustarse a las reglas, entre las cuales no parecía estar aquella de escribir el nombre exactamente como aparece en tu certificado de nacimiento, sino que se trataba de otras, las que imponía la casa para cumplir con el requisito de que todos fuesen iguales.

  Ya sin muchos más trámites, al final del día fue legitimada definitivamente su estadía, y oficialmente le dieron la bienvenida. Todo iba bien. A decir verdad, su vida seguía siendo la misma dentro que fuera. Le gustaba disfrutar de la igualdad por la que velaba la casa y al mismo tiempo poder vivir en libertad. Apreciaba poder expresarse desde su ser íntegro, sin la necesidad de sacrificar los rasgos más característicos y constitutivos de su identidad personal, como sí solía suceder a razón de la tiranía democrática de los iguales de afuera.

 Seguía así teniendo sus propias ideas y defendiendo el derecho a la individualidad. También mantenía su repelillo hacia los discursos buen-rollistas, y cada vez que podía se expresaba en contra de la felicidad obligada y de las esperanzas que parecían forjadas fuera del presente en que se vivía. Pero allí en la casa todo fluía bien. Se vivía acostumbradamente guardando las formas. Todo era muy aséptico.

 Cumplían a cabalidad con no mostrarse diferentes entre sí. Las emociones eran neutras no fuera que un tono elevado, una risa o una lágrima demás resultase en una incomodidad para los demás; y el trato, era siempre cordial, aunque distante, como si en el fondo no creyeran realmente ser tan iguales. Sin embargo, esto que en un principio lo vio como algo ideal, poco a poco fue pareciéndole cada vez más raro, sobre todo cuando comenzó a recibir mensajes confusos de la casa. Como el día que guardó la ropa en la gaveta en que hasta entonces lo había hecho y cuando se dio la vuelta para salir del cuarto, la ropa, como por arte de magia, salió expulsada hacia el suelo. Lo mismo sucedió al tratar con las otras dos gavetas. Tuvo que volver a guardarla en la maleta en que la trajo. Luego, al otro día, le cambiaron de cuarto cinco veces hasta que quedó durmiendo en el último cuarto de la casa, cerca de la puerta de salida y lejos de los demás. A partir de ese día, cuando se sentaban a la mesa no pasaban cinco minutos cuando ya le habían movido de sitio en más de tres ocasiones como si jugaran a la sillita, dejando siempre, por extraña razón, una silla vacía de por medio. Una silla en la que nadie nunca durante aquel tiempo había conseguido sentarse, pero líbrennos de creer que evitaban la proximidad entre sí, sino que ese espacio, como enfáticamente dejaron claro, les resultaba muy incómodo. Así, poco a poco, lo que a su llegada le había parecido afabilidad, comenzó a tornarse hostil e inhóspito. La llave maestra, un día le dejaba abrir una puerta y al otro día no. Igualmente, un día le regalaban una sonrisa y al otro ni le devolvían el saludo. Entonces, intentó ir armario por armario buscando algún manual de instrucciones o las reglas de la casa para saber en qué había fallado. Ya empezaba a sospechar que no era tan igual como para pertenecer a aquel lugar. Hacía poco había percibido unas miradas de reproche cuando se peinó con la raya al medio en lugar de optar por alguno de los dos extremos, que era lo usual, y también cuando agarró el vaso azul en lugar del amarillo; no fueron capaces de considerar que no era traición aquello sino daltonismo. Así entendió que esos actos le indefinían aún mucho más y alimentaban mucho más las sospechas y los prejuicios de la casa. Los demás, por lo visto no harían nada para ayudarle como se suponía. Quizá su asepsia, en lugar de virtud era una limitación. Es que ni siquiera le ayudaron a recuperar el papel de las reglas cuando por fin las encontró y se le escaparon al viento. Desde ayer ve asomarse debajo del mueble grande de la sala, el papel gastado. Se agacha y mete la mano, lo toca con la punta de los dedos, pero no logra sacarlo; barre debajo del mueble, siente como lo arrastra hacia afuera con la escoba, pero nada, no sale y nadie le ayuda. Dejó de insistir y decidió buscar alguna otra copia, pues debería haber la cantidad exacta ya que lo justo sería al menos una por cabeza, porque dicen que lo que es igual no es ventaja. Buscó en la cocina, en los gabinetes y hasta dentro de la nevera, no fuera que quisieran preservar allí una copia fría de las pétreas reglas de la casa. Pero tampoco. En el último intento de búsqueda, que respondió a la curiosidad por ver lo que a lo lejos parecía ser un pedacito de papel pegado al dintel de la puerta, se sube al zapatero de la entrada y pierde el balance, cayendo sobre la puerta que se abre y se cierra con fuerza tras él quedando así, de una vez y por todas, afuera. Por alguna otra extraña razón, su maleta ya estaba en el patio.

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