CLARIDAD
Es sábado. Afuera, el sol calienta la brea de la avenida Degetau en un día atípico para la racha de lluvias que han pasado. Adentro, el aire acondicionado de la sala de emergencias contrasta con el calor callejero. Cuando entras, debes registrarte en una computadora marca Dell que el hospital cuelga de una pared para nuevos ingresos. No hay mucha conmoción. Algunos hablan de tiendas nuevas en el pueblo, otros del tiempo que han esperado; pero todos exhalan el mismo aire soporífero que domina en el salón de paredes grises. Son las 2:10 de la tarde.
La sexta persona en entrar a la sala se confunde un poco con la computadora de autoingreso y le pide ayuda al guardia de turno, un joven que atiende y aclara las dudas de quienes esperan. Hay un par de señoras que tertulian sobre las peripecias de sus síntomas y la morosidad con que les atienden. La más parlanchina de las dos se incorpora y le pide al joven guardia que le busque a una enfermera. Este le avisa que varios esperan en la lista del doctor. Ellas también.
Ahora, a menos de 20 minutos de haber llegado, hay ocho personas. Las últimas dos en llegar fueron una madre con su hijo. Al igual que la sexta persona —una señora canosa con un sándwich— se les pasa brevemente tras una puerta para el análisis inicial de presión arterial, ritmo cardíaco y otros pormenores. En menos de 15 minutos, otra puerta los escupe a la misma espera de los demás. Por estas puertas también entran y salen visitas esporádicas para los hospitalizados.
Resulta que un don esperaba afuera por las dos señoras contertulias. Que prefería el calor al sopor, dijo. También habló de un laboratorio que reflejó, para una de las mujeres, un déficit de vitaminas que desembocó en un leve sangrado cuyas causas aún desconocían.
De momento, una enfermera abre la puerta inicial, que da a la oficina del doctor, y todos miran. Llamaa un nombre que, al parecer, no está en la sala. Algunos sueltan un bufido y comentarios alusivos a horas de espera. La espera crece a nueve personas. A las 3:00, lo único que impide que el silencio reine en la sala es el SmackDown entre Cody Rhodes y Kevin Owens, de la World Wrestling Entertainment (WWE).
Una señora explica cómo un dolor de espalda acabó en una visita al doctor que, desde entonces, la mantiene en un vaivén de citas infructuosas. Simultáneamente, aparecen el señor con las dos señoras por una de las puertas. Según corroboró adentro, un solo doctor atiende al grueso de este gentío, que ya supera las diez personas. Tras los cristales con tintes que separan el calor del frío, una que otra camilla carga, rodeada de especialistas uniformados, a pacientes con suero. Los montan en ambulancias y, ya acomodados, parten sobre el asfalto caliente a otro lado.
A las 3:09, las señoras suspendieron la cháchara y respondieron al intercom, que finalmente anunció su despacho. El señor se mantiene entre los predios y la sala. Aparte del leve bullicio de afuera, casi no hay movimiento en el área.
“Casi cuatro horas. Yo nos hacía aquí todo el día”, acotó una de las damas. Cuando las dos se perdieron tras las puertas, los sonidos en la sala se limitaron a uno que otro murmullo ininteligible, hasta que otra señora finalmente lo dijo. El hospital, aseguró al otro lado de su llamada, ha mejorado notablemente en sus servicios desde que pasó a manos de la administración Pavía. No tanto como para que bajara el tiempo de espera, agregó, pero que el centro ya contaba con una oferta más “completa” de especialistas.
Este hospital, que fue vendido por la deuda de medio millón de dólares que sus dueños anteriores acumularon, ya luce con los aires de cambio de sus nuevos gerentes. En sus patios exteriores, un bosque simulado modela ciervos con pingüinos, pinos con estrellas, pesebres con nacimientos, troncos con luces festivas y todo en una sincronización muy acogedora.
La espera se ha vuelto la norma. Muy pocas quejas pasean por la sala, y nadie quiso compartir los porqués ni los cómos de su experiencia este sábado. Un vistazo en las redes, sin embargo, arroja luz del trato aquí:
“Mi gente, un pensamiento que no sé cómo se lo tomen. Estuve en el nuevo Pavía de Caguas. Lo están decorando muy bonito como bosque de Navidad encantado, para sacar fotos en sus áreas verdes. Un nacimiento bello y cuatro árboles en la entrada que llegan al techo y hay más que verlo. Pero el servicio a los pacientes, pésimo. Qué cosa, ¿no? [Los adornos] son más grandes que uno”, denunció, el pasado 8 de noviembre, una mujer que fue a atenderse.
Como suele pasar en el ciberespacio, la publicación provocó una retahíla de comentarios alusivos a la falta de especialistas, despidos injustos, televisores dañados y una falta de personal que se nota desde la sala de emergencia. En otro post, una expaciente cagüeña recomendó la sala de emergencias del PMC por el “pésimo servicio” del hospital. “Estuve horas largas y me fui. Ni cuenta se dieron”, relató el pasado 7 de junio.
Pero el 7 de junio y el 8 de noviembre, ambos, cayeron viernes. A lo mejor los viernes son más lentos que los sábados, pero hoy no impone percances. La brisa apenas mece el follaje, el tráfico va y viene con ligereza, y la gente llega lentamente a la sala. El estacionamiento multipisos guarda, hilera tras hilera, espacios para carros; pero la espera es la misma de siempre.