Especial para En Rojo
“El poder más peligroso es el del que manda, pero no gobierna”.
Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), escritor español
—¿Qué hace una gobernadora al mando de una excavadora?
—Lo que mejor sabe hacer: destruir, irónicamente.
Aunque la pregunta anterior podría sonar como una adivinanza teñida de sarcasmo, en realidad describe un hecho muy concreto. Hace unos días, en Guánica, Jenniffer González, con casco de construcción y una sonrisa orgullosa, se trepó en una excavadora. ¿Qué intentaba destruir? Un hermoso edificio de dos pisos, utilizado durante años como escuela pública. La intención fue proyectar acción y progreso, pero el resultado fue una imagen poderosa de cómo se convierte en espectáculo político la destrucción de espacios que alguna vez albergaron aprendizaje.
La escena fue tan surrealista como reveladora, y tal vez la mejor analogía de los gobiernos que nos han tocado por décadas. Con un sarcasmo pasmoso, nos mostró todo lo que esta administración parece dispuesta a destruir. En un país donde la educación ha sido prioridad para muy pocos, este acto, lejos de representar reconstrucción, se siente como un símbolo más de las agresiones contra maestros y estudiantes que hemos soportado cuatrienio tras cuatrienio.
Pero claro, la excavadora en Guánica fue apenas uno de muchos distractores en la trayectoria de su gestión. El verdadero espectáculo ya venía tomando forma mucho antes. Comenzó con la cuestionable forma en que se archivó la investigación contra sus suegros en La Parguera. Continuó con la tibia defensa a favor de inmigrantes indocumentados en la Isla. Siguió con la falta de planificación ante los inminentes recortes federales que enfrentan el Departamento de Educación, FEMA y otras agencias. Y remató con la propuesta de una estatua de Donald Trump en el área sur del Capitolio.
Los datos solo confirman que ha sido ella misma quien ha construido esa imagen en la memoria colectiva: la de una gobernadora al mando de la demolición, con una visión de país que ignora la conservación ambiental y social. Al comienzo de su campaña, la vimos al mando de otra pala mecánica, arremetiendo contra un mogote. En aquel entonces destrozó aquel pedazo de tierra del mismo modo en que hoy trata a Puerto Rico: como un obstáculo que debe aplanarse para que encaje en su proyecto de poder.
Uno de sus primeros tres proyectos de gobierno fue atender el marco jurídico sobre estructuras y residencias en La Parguera, un tema en el que presenta un alto conflicto de interés debido a la residencia de sus suegros en la zona. También propuso eliminar metas intermedias hacia la energía renovable, como reportó El Nuevo Día el 22 de enero de 2025. Más recientemente, el Gobierno tomó otra decisión cuestionable al retirar la demanda que reclamaba cerca de 1000 millones de dólares a empresas multinacionales de energía y a nueve petroquímicas por daños ambientales. Una noticia que, lejos de ser portada local, fue publicada primero por un periódico británico.
Mientras el país se deshace entre apagones, criminalidad y promesas incumplidas, la gobernadora parece más interesada en viajar que en gobernar. Su equipo de trabajo aún no está completo ni en funciones, pero su maleta —y la de su esposo— está siempre lista. Da la impresión de que acumular millas le importa más que atender la responsabilidad para la cual fue electa.
Como si el espectáculo no fuera suficiente, nos lanza, sin aviso, un pódcast tan incómodo como innecesario, en el que conversa sobre temas que nadie pidió, en un tono que raya en la autoparodia. Una puesta en escena que provoca vergüenza colectiva, como si la publicación se hiciera con toda la intención de luego victimizarse ante los comentarios de la gente.
En el marco de sus primeros cien días de gestión, ha mostrado enajenación y autoelogio. Rechaza errores con una soltura preocupante. En una entrevista con El Nuevo Día, afirmó no recordar ningún desacierto. Ya lo dijo Tiresias en Antígona, de Sófocles: “El error más grave es el orgullo del poder que no escucha”. Yo añado: “y el de quien no reconoce sus incapacidades”.
Pero ¿quién admite errores cuando sus verdaderas prioridades nunca fueron ocultas? Desde el primer día, sus acciones revelan exactamente lo que venía a hacer.
Por eso, la imagen de González destruyendo una escuela no es un gesto aislado: es la más honesta representación de su gestión. En lugar de gobernar, se opta por imponer. En vez de planificar, se improvisa con maquinaria pesada, pódcasts vulgares y respuestas sarcásticas. Mientras el país sigue buscando cómo levantarse, ella prefiere posar entre escombros, como si realmente estuviera construyendo algo.
Mientras Puerto Rico se hunde entre apagones, ella premia con puestos a personas sin preparación, inventa cargos para secretarios colgados en el Senado, viaja en luna de miel por Europa y nos tortura con un pódcast desvergonzado. Mientras la Legislatura espera por proyectos de impacto, hay algo que sí avanza con eficacia demoledora: la pala mecánica de Jenniffer González contra todo aquel que le lleve la contraria. Varios senadores han asegurado que, desde oficinas que deberían velar por la justicia, se les ha presionado para entregar grabaciones de los visitantes del Capitolio. Las acciones que se toman son burdas, sin siquiera disimular una apariencia mínima de ética pública.
En ese contexto tan sombrío, resulta inevitable recordar a Mark Twain cuando dijo: “La historia no se repite, pero rima”. Y en este caso, la rima de este gobierno suena peligrosamente a demolición disfrazada de progreso, con Jenniffer González como su más entusiasta poeta.
Sonríe ante las cámaras mientras destruye una escuela y debilita al país que juró mejorar. Mientras juega a construir, el país se reduce a escombros.
No es una metáfora: es el nuevo símbolo del poder. Ya no se gobierna: se manda, se aplasta, se humilla. Y encima, se espera aplausos. Un país que se aplasta, simbólica y literalmente, termina acostumbrándose al peso de su propia indiferencia, hasta que ya no distingue entre autoridad y abuso, entre fuerza y justicia.
¿Ese es el país que queremos?