Especial para En Rojo
Hace unos días, antes de irme a respirar a otro lugar, reorganicé mi pequeña biblioteca. Era uno de esos asuntos que tenía pendientes después de un largo tiempo acumulando libros sin conseguir hacerles un buen espacio, ordenado y a la vista, junto a los demás ya consagrados en el librero. Tuve que recogerlos por toda la casa. Los apilados sobre el escritorio en la esquina de la sala, los otros que, a veces, se erigían como montañas en el piso al lado de la cama o en la mesita de noche, y algunos más, que ya en los últimos tiempos hasta llegaron a irse conmigo de roadtrip, metidos en cajas de leche, tienen ahora su lugar, unos al lado de los otros. Aunque, probablemente, dentro de poco, vuelvan a verse amontonados en las mismas torres tambaleantes de siempre, que, al menor intento de consulta, amenazan con venirse abajo. Mas, después de todo, al final, dará igual dónde o cómo se apilen; si hay suerte, algunos caerán de la torre o del pedestal igual a como junto con ellos lo harán algunas de nuestras creencias. No todas habrán de resistir el paso del tiempo, no todas se mantendrán vigentes durante toda la vida, ¿no? Lo mismo sucede con los libros, algunos tienen fecha de caducidad.
Mientras organizaba el estante, sumando libros o sustituyendo ‘viejos’ por ‘nuevos’, pensaba en lo que este acto puede significar para un lector. En mi caso, y en esta ocasión, por una parte, ha simbolizado el cierre de una etapa, y, por otra, la representación material de un cambio de cabeza. Es decir, se reorganiza el librero según se reconfigura la cabeza; y, con la cabeza, me refiero a las ideas y concepciones acerca de lo que leemos y de cómo lo leemos, a aquello en lo que creemos o dejamos de creer. No en balde, el escritor argentino Jorge Luis Borges dijo que ordenar bibliotecas era «ejercer de un modo silencioso el arte de la crítica». La selección, el elegir cuál libro se queda, cuál sale o cuál entra por primera vez al librero, y, al lado de cuál otro lo ubicamos, dice algo de nuestro parecer sobre esos libros y sobre nosotros mismos. El mapa de nuestra crítica, de nuestra valoración sobre ellos, lo trazamos materialmente en el estante. De esta manera, diseñamos ese espacio según comparamos, relacionamos o vinculamos autores o formas literarias. Y esta forma de ejercer la crítica, también ofrece una seña de nuestra identidad. Suele dar cuenta de la que podríamos considerar nuestra familia espiritual, de nuestros gustos, carácter y afectos. Cuando el material hasta entonces conservado en la biblioteca se depura y el camino antes trazado en ella se bifurca con la entrada de nuevas piezas literarias, se nos revelarán afinidades y vínculos inusitados. Sucede algo igual o parecido a cuando vemos una radiografía de nuestro cuerpo que nos muestra una parte, un órgano, un hueso que, quizá, no sabíamos ni que teníamos, o que, al menos, no teníamos la más mínima idea de cómo se veía. Son imágenes que nos aclaran cosas, que nos muestran aquello que permanecía oculto a nuestros ojos o a nuestra conciencia.
Estando en esos menesteres, también consideraba cuál de aquellos libros llevarme como compañero de viaje ahora que, libre de tesis doctoral, puedo entregarme a la lectura por puro placer y sin sentirme en falta. Sería difícil elegir, pero al menos estaba segura de querer llevarme dos pequeños o uno grande. Así que, cuando terminé con el librero lo escruté un rato para hacer una selección preliminar. Pero, no del todo convencida, decidí echar un último vistazo en otro librero, uno flaco y de una sola puerta, que tengo en «el cuartito». Y allí, diría yo que muy mal acomodado y olvidado entre algunos cuentistas del «Boom latinoamericano», me topé con Háblame de amores (2013), el último libro de crónicas del escritor chileno Pedro Lemebel, que hace un tiempo me había regalado el que mejor conoce mis intereses.
La primera vez que oí hablar del autor fue en la UPR en una clase sobre la crónica latinoamericana con el profesor Juan Gelpí, quien reconocía el valor del trabajo del chileno como uno representativo de la denominada nueva crónica. Desde entonces sé de la inteligencia y la agudeza crítica de Lemebel, evidente en los performances que escenificó como parte de las Yeguas del Apocalipsis, colectivo que fundó a finales de los 80 junto a Julio Casas y con el que abrieron el discurso sobre las minorías sexuales en Chile. Con él abogaron no solo por la organización política de los homosexuales en plena dictadura de Augusto Pinochet, sino que también reclamaron por las víctimas de las violaciones a los derechos humanos bajo el régimen. Sin embargo, de su literatura solo había leído el Manifiesto «Hablo por mi diferencia» (1986), una respuesta al rechazo que recibió por parte del Partido Comunista por ser homosexual. Y aunque este me pareció un duro y bello poema de denuncia y reclamo, no me encargué sino hasta ahora de seguirle mucho más los pasos al que según Roberto Bolaño era el «mejor poeta de Chile». El hallazgo reciente de su libro de crónicas por el cual opté para que me acompañara a cruzar el Atlántico ha venido a llenar el vacío que me dejó haber terminado la tesis. Como antes lo hiciera con ese propósito por un autor español, ahora recorro las librerías de Madrid en busca de la obra de Lemebel. Su inteligencia y aguda mirada crítica, su sensibilidad y su rabia, sus postulados éticos y sociales reivindicativos, sus estratégicos tacones de aguja, su anarquía y la visualidad y belleza de su prosa poderosa que fluye descarnada y sin fingimientos, me han conmovido profundamente. Su escritura sensible, casi siempre de gran contención, que muestra las heridas del filo de la calle, de la hipocresía y de las dictaduras me convoca porque se siente de verdad y de ahora.
Aunque de repente parezca que llego tarde a Lemebel, me sospecho que no es cierto, que es este aún su tiempo, que su fecha de caducidad no está ni cerca. Cuando vuelva a casa, parte de su obra entrará en el librero que, al igual que mi cabeza, se volverá a reconfigurar mostrándome una nueva imagen del mapa, más completa ahora con Lemebel.