Los fragmentos de todo según el artista Marcos Alegría

 

Entrevista desde el taller y reseña de la exposición Cuatro décadas de pintura

Especial para En Rojo

Al fondo hay un vitral. El color se recompone con cada paso. Al acercarnos, la imagen fragmenta; espacios de color unidos por una línea, la “caña”, recorriendo cada filo. Se asemeja a la antigua concepción del “Logos”; eso que los Estoicos concebían como el entramado del universo, una razón de tejido en causas y efectos que estructura todo, como la caña a los vidrios. La línea del trazo de Marcos Alegría.

Alegría es pausado, habla de manera suave mientras cruzamos la casa: el espacio, los rincones de su hogar se cubren de cuadros de Moreira, Mojica, Marín.  Entramos al taller desde el patio. Hay una tarja rescatada al lado de la puerta: Escuela Marcos J. Alegría, “Ese era mi padre,” Nos dice. Alegría nace en 1954, en Dorado, a una familia absorta en el quehacer artístico. “En la casa de allá (refiriéndose a su hogar de crianza) la parte de abajo era la del estudio de mi papa, pero para entrar y subir a la casa arriba tenía que entrar por la puerta del estudio.” Recuerda el artista “Yo de niño pasaba y veía las modelos en la mesa normalmente. Las compartían él y Félix Bonilla Norat, que vivía aquí en Levittown.”

Ingresa a la Escuela de Artes Plásticas, centrándose en pintura y vitral. Recuerda el día que entró al salón de quien sería su máximo maestro, Augusto Marín.  “Se presentaban todos, y me tocó. Me levanté, -Marcos Alegría, de Dorado-. Me preguntó -¿Tu quedas familia de Marcos Alegría, el pintor?- -Yo soy hijo de él-. De ahí para abajo tuvimos una grandísima amistad.” Lo llevó por las calles bohemias del Viejo San Juan, las noches interminables, “Siempre que estábamos allí, preparábamos tuna con galletas, y el Stolichnaya.” En una de estas, como si se dirigiera por estas, “Mas abajo, por el Colegio de Párvulo, vino el español Paco Revelles, el acuarelista. Pero Paco lo que pintaba era la arquitectura del viejo San Juan, y usaba mucho proyector, tú sabes, para no fallar en perspectiva. Entonces un día, le dijo Tuto -Siéntate allí – Paco tenía una barba larga; le dijo -Siéntate- cogió un papel que Paco tenía preparado, ya húmedo. Era como ver a Osvaldo Guayasamín pintando a Paco de Lucia. Aquella barba fue saliendo sola. Me decía, -¿Se parece, verdad? Y se reía.”

El primer piso del taller resguarda los materiales de vitrales, planchas de cristal de diferentes colores, unas frente a otras. En los extremos, vitrales que le han traído para reparar. A la izquierda hay una escalera espiral, angosta en metal. Hay que agacharse para no golpearse la cabeza. Arriba, en el suelo, como mirando a su alrededor, se sienta el boceto de “La Dama descalza” (2005). Trabaja un lienzo sobre un atril, las espátulas y pinceles a su lado, y un inmenso lienzo rojo cuelga en la pared, rodeado de mensajes de amor. Pinta solo en las mañanas, y la luz es muy especial en las mañanas.

Fotos suministradas por el autor

La pintura de Alegría parece iluminada desde sí. Hay una relación espacial diferente a la de postrarse frente a un vitral. En ellos, la luz necesaria no viene desde nuestra perspectiva, sino tras la obra. La ilumina como intermediaria. Pero, en sus lienzos, la imprimatura negra (técnica legada de Marín) remite a la oscuridad primal, de la noche, de los sueños, donde irrumpe la luz.

Esto es lo que permea su corriente exposición Cuatro décadas de pintura en la Galería Miguel A. Domenech del Paseo de la Princesa, Viejo San Juan. Se nos enfrenta frente a la luz y la oscuridad entre las dos salas principales. Al entrar a la izquierda, “Naufragio” plasma la incertidumbre, la condición precaria personal, el inmigrante de lo cotidiano y las fuerzas que llevan a la deriva, rememorando, en su composición, al bronce “Cocodrilo” de Leonora Carrington. “El Amo Dictador” nos muestra esa fragmentación, ese Logos en la figura del Adán de Miguelángel, recostado, ordenando la ejecución del caos. En los detalles, la composición se ejecuta de manera vitralesca, pero con una luz que viene de adentro. Un pie, una mano, una extremidad se divide en decenas de campos, y en instantes, un juego de anaranjados, rojos y amarillos que encienden la obra, iluminándola, como en “Entre España y la playa” y “El Vela Güira”, al punto de parecer enardecida, inmolada en fuego.

Dos gatos corren por la sala. Un “Maine Coon” gris, de largos cabellos, se posa sobre la mesa bajo un lienzo monumental de la última cena. Hay una luz en todo, como si la existencia misma se fragmentara en recuerdos, de sus viajes a Cuba, una silla de caballo que se recuesta en la pared, las memorias de viajar a Italia con Rafael López del Campo a recuperar una obra, pinceladas, palabras, cristales, como si Marcos Alegría hubiera encontrado cómo atrapar la luz con sus manos.

 

 

 

Artículo anteriorProtección para las comunidades inmigrantes
Artículo siguienteDel Museo a la Escuela (de la contemplación a la acción): apuntes para una sesión invisible