There is a popular but wholly mistaken assumption that being exiled is to be totally cut off, isolated, hopelessly separated from your place of origin. Would that surgically clean separation were true, because then at least you could have the consolation of knowing that what you have left behind is, in a sense, unthinkable and completely irrecoverable.
–Edward Said
Porque una literatura de derrotados no es forzosamente una renuncia al proyecto transformador, sino un paréntesis interrogativo que permite avizorar los conflictos en su mayor latitud.
–Ángel Rama
Hagamos la salvedad desde el saque. A mi trayectoria personal, al igual que a la de la gran mayoría de puertorriqueñxs, les queda enorme la carga semántica que arrastra el término exilio. Como se ha debatido hasta el cansancio, los destierros políticos que han caracterizado a los regímenes totalitarios de los pasados siglos nada tienen que ver con la experiencia migratoria boricua en sus rasgos generales contemporáneos. Por otra parte, aunque con cierta relación, me parece importantísimo restringirme el mote de exiliado cuando el término está tan imbricado con la identidad del intelectual moderno. Edward Said ha escrito extensamente de su condición exílica concreta, pero quizá aún más sobre la capacidad metafórica de dicha experiencia, particularmente en cómo le otorga a un(a) intelectual una marginalidad tan inhóspita como edificante[i].
Lo que quiero decir con todo esto es, que, de la misma manera en que siempre se pone el grito en el cielo cuando alguien se atreve a declararse en un exilio estando fuera de Puerto Rico, principalmente por nuestra facilidad de tránsito o nuestra cercanía con el territorio, no vaya a pensarse que quiero también hacerme de esa identidad, que, por extensión lógica, me queda bailando. Me quedo contento con ese entremedio al que hemos decidido relegarnos mutuamente: me someto a la condición de ser medio intelectual.
Hace casi diez años salimos de Puerto Rico. Veníamos a terminar la preparación académica, a formarnos, a hacer lo que nos tocaba. Desde entonces, la austeridad ha arrasado con nuestras posibilidades de regresar y ejercer como docentes en el sistema universitario del país. El plan de austeridad ha arreciado bajo la mano dictatorial de la Junta. La imposición de un nuevo régimen neoliberal sobre las instituciones puertorriqueñas ha convertido al primer centro docente del país en la sombra de su imagen en el pasado. La precarización programada ha impedido nuestro desarrollo pleno en nuestra tierra.
Sin embargo, por aquello de mantener el decoro, continuemos con las salvedades. Hilemos fino en torno a nuestra gentil expulsión, aunque, como ha señalado el pensador uruguayo Ángel Rama, las migraciones “sólo por esquematismos del razonamiento pedagógico pueden distinguirse nítidamente de los exilios políticos”[ii]. Mantengamos esa distinción, “algo jerárquica y aristocratizante” (97) entre una persona migrante y una exiliada y, de paso, recordemos que nuestra feliz condición migratoria, tan tenue, también nos compromete a ser personas medio-exílicas, es decir, a vivir a medio camino entre la indómita libertad de la persona intelectual y la placidez ingenua de quien enaltece el statu quo.
Al fin y al cabo, lo que me interesa es proponer una actualización a nuestras concepciones de la migración, o el desplazamiento forzado por motivos económicos. La polémica de los términos exilio / persona exiliada me han obligado a pensar de más el tema. El antiguo castigo de desterrar y desposeer a alguien, prohibirle entrada e intercambio con la comunidad (ese colectivo que intercambia regalos) ha resurgido en diversas manifestaciones jurídicas o militares en la historia humana. En cambio, nuestra historia reciente desdibuja los mecanismos de exclusión y expulsión y los reviste con el discurso de la precariedad: no es que nadie te haya desterrado, es que nunca hubo tierra para tanta gente. Por eso últimamente sospecho que mi mal llamado exilio poco tiene que ver con mi ubicación.
Mientras pasan los días, se me inundan las redes sociales con noticias de esa tierra prohibida: allí hay hasta empleados de confianza adscritos al Departamento de Educación que ganan más que el sueldo combinado de mi hogar en Massachusetts. Los titulares que anuncian la descalificación legal de candidatas y candidatos que amenazan el orden clientelista de ese sistema político y económico cierran aún más el acceso al edén. Confirma lo que hace un tiempo intuyo: las políticas de expulsión y exclusión no se rigen por los límites geográficos de nuestro archipiélago. No podemos pensarnos en el mismo exilio de Ovidio, relegado a las orillas del Mar Negro, en la última frontera de su civilización, allá donde ya no escuchaba el latín. La condición exílica de nuestros tiempos no necesita de la distancia física como castigo; su maquinación siniestra se abalanza sobre los medios y recursos que necesitamos para vivir y prosperar.
Dentro de pocas semanas, repetiremos el mismo proceso de siempre. Compraremos pasajes, empacaremos maletas, dejaremos de ser esto por algún tiempo. La frontera aérea volverá a desplomarse con esa facilidad burlona. Apareceremos, como espectros, en los mismos lugares, con las mismas historias de cansancio y esperanza. Volveremos a los brazos de la gente querida. Allí comprobaremos que, en efecto, todas y todos existimos a medias: tendremos la misma sensación de seguir mar adentro.