Especial para En Rojo
Su salón se encontraba en el tercer y último piso de aquella institución, al igual que todos los salones hogares de quienes cursábamos el undécimo grado. El primer día de clases, al entrar a su aula, íbamos en fila india, con los labios bien apretados para que no se nos fuera a escapar una palabra. Nos sentábamos derechos y evitábamos contacto visual directo. Ya nos habían advertido de la rigidez de misis Ojeda, que se imponía como estatua, corregía a bolígrafo, destilaba sangre sobre errores gramaticales y se despreocupaba si no pasabas la clase de español de nivel universitario que impartía.
La silueta grande y fuerte como rascacielos de misis Ojeda sobresalía tras un podio. Su primer discurso fue directo: “Soy profesora, no soy missy. Usted me trata con respeto y yo lo trataré como un adulto”. Para terminar, dio una última advertencia: “Insúltenme a mí, pero no a mi inteligencia”. Esa frase aún la llevo conmigo, más de once años luego de haberla escuchado por primera vez.
Profesora Ojeda era pausada, se quedaba a menudo en silencio y nunca sabías si tras la pausa enfurecería o se reiría sola. Tenía una atención al detalle envidiable. Fue la primera que notó que, tras mi silencio y cara de pocos amigos, lo que había era un desinterés general ante los cursos y la vida estudiantil, que después identificó como efecto de ser una niña con alma de vieja.
Un día me pidió que me quedara al terminar la clase. Sentí cosquilleo en la barriga, acompañado de un nudo en la garganta. Luego de una conversación sobre mis intereses, que pensé que sería un sermón, me mencionó a Pedro Albizu Campos, figura hasta ese momento desconocida por mí y clave en mi despertar personal e intelectual. Me recomendó leer la tesis doctoral de Miñi Seijo Bruno y, luego de esa recomendación y muchas otras, me di cuenta de que ella era una lectora ávida, quizá una de las personas más leídas que he conocido.
Tras muchas recomendaciones de lecturas que no se incluían en el programa de clases (que muchos dirán que eran demasiado densas, complicadas, además de tener origen cuestionable para un curso de escuela católica), se convirtió en mi primera crítica literaria. Aunque, por su nivel de exigencia, rara vez ella estaba complacida con el trabajo que hacíamos, me dejó entrever que mis escritos, si bien necesitaban trabajo, tenían potencial. Fue quien me recomendó para tomar Español AP en duodécimo grado y quien me apoyó en esa ilusión incipiente de ser escritora.
Años luego me enteré que profesora Ojeda dejó el magisterio al contraer una rara enfermedad y se fue a buscar tratamientos alternos para su padecimiento degenerativo, y que una de las razones para ello fue la falta de recursos económicos para tratarse. Murió hace apenas dos años, aún muy joven para su partida. Aunque profesora Ojeda era maestra, tenía maestría y estoy segura de que, si hubiese querido, habría tenido un trabajo mejor remunerado. Sin embargo, lo tenía claro, ella quería enseñar y, más que enseñar, quería que nos cuestionáramos. Fue así como formó muchas mentes.
No puedo evitar sentir nostalgia recordándole, y no solo a ella, sino a todos esos maestros y profesores claves que pasaron por mí. Aquellos que plantaron en mi subconsciente el deseo de sembrar cambio. Tras muchos años de reflexión estoy convencida de que la mejor manera de aportar y crear el cambio que tanto necesitamos como país se dará por medio de la academia. La educación es la siembra que se planta y la cosecha es el futuro.
La situación desmoralizante por la que atraviesan los educadores en Puerto Rico, además de ser lamentable, desalienta a todos esos educadores por vocación que se verán ante la disyuntiva de seguir su pasión o apostar por un trabajo mejor remunerado. Son muchas e imprescindibles las caras de profesora Ojeda. He intentado inmortalizar el legado de profesora Ojeda en unas necesarias y probablemente pocas palabras, que representan a todos los que han escogido el magisterio como misión de vida.