Será Otra Cosa: Allí amamos salvajemente

 

Beatriz Llenín Figueroa

Especial para En Rojo

Las vi cuando caminaba el otro día por un pedacitito de acera junto a una carretera rural con muchas curvas. La vía es presa de engaño respecto a su identidad. Sobre su superficie, las gomas se desplazan a una velocidad que parecería presumir la PR-52. Es un desafío que una paseante en Puerto Rico contemple el entorno, se deje encandilar por alguna visión, levante la cara y se acontezca de sol. Es desafiante, también. (Y eso es sin contar la cosita esa que llamamos patriarcado y lo que supone para nuestros cuerpos en la calle.)

Así, contra todo pronóstico, las vi. Crucé la calle a toda prisa porque, en esa misma curva, del otro lado, hay un inmenso árbol de mangó, de cuya exuberante generosidad resultaban decenas de frutos rodando por el suelo. Hice una canasta con mi camiseta y recolecté lo que pude, antes de volver a su encuentro. Mientras, ellas habían subido a toda carrera la lomita en la que las tienen encerradas y asomaban sus cabezas gigantescas entre los pelos de alambre de púa. Estoy convencida que anticiparon lo que me proponía al cruzar la calle.

Estrujaron, gatas, sus frentes contra mis manos. Las acaricié. Tomaron cada fruto ofrecido y de un solo bocado, se lo tragaron. Ver muy de cerca las dimensiones de sus dientes me provocó un levísimo temor. Pero ellas lamieron mis manos, mis brazos. Rogaron por más. Les expliqué que se habían acabado los frutos y no busqué otros porque me inquieté pensando que, a causa de mi ignorancia, podía ocasionarles indigestión por exceso. Con la vocecita esa chillona y chiquitera que usamos casi involuntariamente cuando la ternura nos sobrecoge, les dije también que eran bellas y que las quería.

Los carros, durante ese ratito, redujeron la velocidad. Y ellas, las vacas, tesoros nacionales, me vaciaron de toda angustia.

La apertura del taller fue una pregunta suya: ¿cantarían conmigo? Durante más de dos horas, en las calles de una ciudad secundaria que alguna vez fue arquetípica del Caribe portuario colonial, cantamos con ella “en honor a los abuelos.” Aprendimos el rito de reconocimiento y gratitud a las plantas (“Te veo, te reconozco y te respeto. ¡Gracias!”), que incluye la importante ofrenda de tabaco fresco. Viajamos por conocimientos ancestrales no reconocidos como tales, quizá porque anteponen la ofrenda a la extracción.

Ella nos enseñó que hay vida y pedagogía vegetal hasta en la más improbable de las escenas apocalípticas. Nos aleccionó sobre cómo hacer guarapos y ungüentos y cataplasmas. Nos deslumbró con las capacidades curativas de plantas diversas: el árbol de María, la trinitaria, el yagrumo, el aguacate, la variedad de leguminosas, la higuereta, el meaíto, el árbol de nim, el ilán ilán. Disertó sobre la estupidez del adjetivo “ornamental” y explicó que, “hay que pedir su ayuda sin prisa porque la planta necesita tiempo para dar lo mejor de sí.”

Todas eran plantas, arbustos, árboles, aparecidos a nuestro paso. En grietas y ruinas. Detrás de carros funerarios abandonados. En terrenos que yo creía “baldíos,” tomados por “yerba mala” y pastizal.

Corteza, hojas, semillas. Cera, aceite, pulpa.

Ya en la última estación del taller, frente a la antigua (y cerrada) escuela Hostos, nos encontramos con él. Ella, María Benedetti, etnobotánica, tesoro nacional, le pidió que nos alcanzara algunas flores del ilán ilán. Él se dispuso a ello, pero casi de inmediato, nos suplicó, ¡paren, que mi hija me llama!

Quedó inmóvil, su cuerpo debatido entre petición y llamado. Un brazo en alto agarraba la rama con la que se proponía atender la solicitud de María, mientras el otro impulsaba, en eco, la cabeza ladeada, que protagonizaba una escucha atenta, diría que transfigurada, al llamado.

Superada por mucho nuestra necesidad de flores, desde abajo, en la calle, contemplé la escena, que se suscitaba sobre un muro de al menos ocho pies de altura y bajo el filoso fulgor de nuestro sol a mediodía. De pronto y sin aviso, improvisado como casi todas nuestras creaciones, había irrumpido el teatro en la vida, la vida en el teatro.

Fuimos quedando todes en silencio mientras él, en alerta a la hija ausente, comandaba sin palabras aquel escenario dilapidado. Tuve la sensación de que pasaron muchos, largos minutos.

Emergió eventualmente la minúscula hija del enorme edificio abandonado. Corrió hacia él, quien soltó el ilán ilán para tomarla en sus brazos. Del cuello de la hija colgaba un cascabel y sus renovados maullidos confirmaron, según él nos informó, que necesitaba a su papá.

Veintiséis años llevo yo aquí, procedió, y de aquí no me saca nadie. Esta escuela yo la cuido. Ayer talé –¡a mano, a machete!– tó esto aquí. Señalaba el patio frontal de la escuela, inmenso, en el que se yerguen al menos cuatro árboles de ilán ilán y uno, colosal, de nim. Tras una dramatizada lectura de calle que hicimos mi nueva amiga Fifí y yo de un boletín informativo preparado por María, ya habíamos aprendido que el árbol de nim es el árbol farmacia, dándose todo, dándolo todo.

Ya consolada la hija, él, tesoro nacional, le alcanzó varias flores a María. Repetimos el rito de reconocimiento y gratitud. Cerramos el taller cantando, en un círculo de intenciones.

Debemos este acontecimiento, inmenso en su pequeñez, a la gestión de Bemba PR en Mayagüez. En colaboración con Vueltabajo Teatro, Taller Libertá, ISER Caribe y otres artistas y gestores, Bemba organizó FECA, una feria de arte callejero que incluyó en su programación el taller de etnobotánica, y que forma parte de una constelación de esfuerzos suyos por democratizar, desde y para abajo, el arte, el agua, la electricidad, la conexión a internet, la vegetación…

Al margen del dictamen de la jurisprudencia oficialista, desafiando el régimen sanguinario del capital, en el umbral siempre líquido entre arte y vida, poesía y política, Bemba PR asume el imprescindible desafío: hacernos, día con día, los países soberanos que hemos sido, somos y seremos.

Lleva una vida escarbando nuestros otros países, “la patria líquida,” “las historias íntimas,” entre las piedras, las ruinas, las arenas. Su gesta de archivista anónima, trabazón incesante de conexiones insospechadas, es inigualable en Puerto Rico. Ella junta millares de cantitos, lamenta los muchísimos más que nunca aparecen, y escribe libros incategorizables, tanto como nuestra realidad política. Y como el insólito hecho de que persistamos, sobrevivamos, aquí, acá.

No sé si algún día pueda abarcar del todo lo que para mis cauces interiores supuso peregrinar al tope de la cima en la que viven la escritora-archivista y su compañero igualmente aguerrido, así como una legión de perras y perros con el amor en la cola. La brisa fría. La neblina en el paisaje de monte sobre monte, reversos de los sumergidos. La conversación oscilante entre alegría y llanto, certeza e inquietud, convicción y duda. Las islas que hilvanamos con palabras y cadencias y entonaciones y gestos mucho más allá y mucho más acá del yo.

Marta Aponte Alsina, tesoro nacional, se pregunta –¿trenza o bucle?– sobre la forma del libro imposible que la ronda. Asume el desafío. Y escribe, aunque no tiene respuestas. Escribe, desafiante.

La miro, con deliberada intensidad, queriéndole decir por encima de la mascarilla tanto más que no puedo.

Por lo pronto, a ellas, a él, a ustedes, les escribo:

En nuestra literatura, en nuestras artes, en nuestras flores, en nuestras aguas, en nuestras vacas, en nuestras gatas, en nuestras perras, hemos sido, somos y seremos, sí, otra cosa. Allí amamos salvajemente, sin posesión ni explotación, este lugar trágico de extravagante belleza.

 

 

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