Especial para En Rojo
“. . . una posición ético-política que no puede ser demostrada, sino vivida en sus implicaciones prácticas y políticas. Desde la posición ético-política del pluriverso, la vida es profundamente relacional, desde siempre, a todo nivel y en todas partes —todo es interrelación e interdependencia.”
—Aníbal Quijano (a partir de conceptos y luchas de comunidades negras, indígenas y campesinas en Colombia, así como del movimiento zapatista en México), “Territorios de diferencia: la ontología política de los ‘derechos al territorio’,” 109[1]
“A lo largo de mi trayectoria académica-profesional he visto de cerca los sacrificios personales, la generosidad y entrega de quienes tienen claro que sólo somos en tanto ecodependientes e interdependientes y por eso dedican sus días y esfuerzos a su defensa. […] Ojalá algún día se haga innecesario acudir al conocimiento jurídico que aquí se expone; que quede patentemente claro y consensuado que sin lo que sostiene la vida en el planeta no hay economía, ni vida posible.”
—Érika Fontánez Torres, El derecho a lo común: bienes comunes, propiedad y justicia climática, 33-34
Se vende. Se vende. Se vende. Se vende. Se vende. Se vende. Se vende. Se vende.
Propiedad, cosa apropiable, mercadeable, vendible y comprable, reclamable como posesión del mejor postor, tomable como un candado que se cierra, desechable como la llave para abrir el cerco o el bolígrafo de tinta agotada tras la firma de tantos cierres.
No debería resultarnos cotidiano, salvajemente “normal,” pero junto a la galopante emergencia climática, los letreros del SE VENDE se multiplican más que el rating de Maripily. Así ha sido diseñado por el “Un Mundo” del capitalismo imperial neoliberal contra los “muchos mundos” del mundo (los conceptos son zapatistas). Avanza el descuartizamiento del paisaje, de una orilla, un manglar, una arboleda, un solar, y con ellos, de todas sus criaturas vivientes, sintientes, nosotras incluidas. A cada hora, el renovado asedio. Otra verja. Otro muro. Otro portón. Otro vagón. Otro díguer. Otro NO PASE. Otra ristra de candados de combinación. Otro cajón de cristales ultrachic igualito al cajón de cristales ultrachic del lado y del otro lado, donde los afortunados exclaman, oh, what a beautiful sunset, sin haberlo visto nunca fuera de una pantalla hecha con minerales extraídos a sangre y fuego en África y en América Latina, y se toman sus selfies sin salir del aire acondicionado y sin que los piquen los majes, parados sobre una losa de lujo que se desplomará mañana porque todo es un robo al mar.[2] Y sin importar cuán beautiful sea el sunset, a las fotos les harán enhancements y les pondrán filtros antes de subirlas con el calce, Paradise in Puerto Rico, post al que miles le darán corazoncito corazoncito corazoncito. Y muchísimos de esos miles serán boricuas. Y boricua también será un importante por ciento de quienes se toman los selfies en el cajón de cristales sin que los piquen los majes. ¡Ah!, las casas de los famosos…
Es contundente, innegable, avasallante la evidencia de que se nos arrincona, se nos ahoga, se nos remueve el suelo bajo los pies, el olor a mar, el río y sus corrientes, la imagen de un horizonte que hace temblar, imposible de instagramear, la gruesa o fina textura de la arena, la tierra en la que hundirse, el almendro bajo el cual cobijarse, el sueño de un común, un nosotras, un aquí porque fuimos, un ahora porque seremos. Y nuestro “nacionalismo cultural” —por más persistente, ingenioso, francamente alucinante, que sea, que ha sido, que será— no nos basta. Nunca nos ha bastado ni nos bastará. Y la “nación imaginada,” tampoco. El trasiego emotivo, físico, espiritual con eso que llamamos Borikén, Borinquen, Puerto Rico, estemos en las islas o en cualquier otro lugar del mundo, quedémonos o vayámonos o vaivenámonos o lunémonos, requiere nuestro territorio maritorio.[3] Sin lugar en el mundo, nuestro lugar de volcán y agua, ¿cuál “puertorriqueñidad”?
A mí, de hecho, me importa muchísimo más mi-nuestra caribeñidad, mi-nuestra antillanía, así que no hablo de un afán de lugar en tanto éste nos “distingue” o nos “hace únicos.” No. Porque eso no es lo que hace un lugar, entramado inexorablemente con todos los lugares de todas las comunidades del planeta. Un lugar reúne, convoca, vincula, relaciona. Un lugar en el mundo no se defiende por “mío” según dicta el capital. Un lugar en el mundo se defiende porque la vida cósmica persiste sólo en cuanto se entrelaza, se eslabona, se junta, desplegándose en espacio y tiempo. Un lugar en el mundo se defiende porque al reconocerlo nuestro, reconocemos los de los demás y viceversa. Lo que vive en las montañas, vivirá en las desembocaduras. Si el árbol vive, vivirán los pájaros. Si el hongo se esparce, vivirá la tierra. Si Puerto Rico vive, viviremos sus animales de compañía. Y recíprocamente.
A Borikén la “llevamos en el corazón,” por supuesto, y solemos decirlo como un exiguo consuelo ante el saqueo. A nuestros corazones, sin embargo, los bombea la sangre de la memoria, de la historia, de un fondo y una superficie cenagosos, existentes, entrecruzados de raíces voladoras como manglares. Los bombea el terr-mar-itorio, con todo su “cargamento.” ¡Y claro que me lamento! Pero las carretas son para juntarlas. Para encadenarlas en móvil barricada y llevarlas a donde sea preciso. No pasarán.
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En un kayak que rememora la canoa, me he deslizado privada de palabras entre los canales pasmosos de la esquina donde vivo y sobrevivo, cuya belleza ha sido con exactitud nombrada: Cabo Rojo. En su Boquerón, desde donde, en la noche cerrada, enfermos y aterrados, huyeron Betances y Ruiz Belvis de la persecución española, he nadado junto a corales muertos y pelícanos cuidándome la espalda. He visto tijeretas surcar un cielo preñado de nubes como vasto salpullido de lluvia prometida. En un recodo de mangle, he visitado un viejo y pequeño altar pescador a la Virgen del Carmen. Pececitos plateados me han mordido los pies con tierna urgencia. Garzas parsimoniosas han mirado con un ojo mi extraño bipedismo de alas perdidas. El agua, el agua, el agua, que allí nunca he surcado con motores, ha recibido mi cuerpo exhausto, entregado, casi acabado, desplegando, para mi descanso y sin pedírselo, la cama descomunal de su leve ondulación llamada Mar Caribe. Allí es tan fácil sentir, vivir de veras, la neurálgica definición indemostrable de la palabra (y del prefijo) eco, la “posición ético-política del pluriverso.” En ese paisaje, tantas veces me he dicho en un susurro, aquí, aquí, aquí está mi-nuestro país, recuérdalo, y nunca olvides que continúa, libre, en cadenas de montañas submarinas uniéndose, siempre, siempre, al mundo…
No existen las esencias exclusivas. Lo esencial es lo relacional, lo común que se respeta. En Cabo Rojo no se pondrá ni un bloque de Esencia.[4] Aquí nuestras esencias son antillanas, betancinas. La de ustedes, “inversionistas” del patio y más allá, con sus dos mil millones de la muerte, es criminal. No pasarán.