Será Otra Cosa-El viaje

 

Especial para En Rojo

 

 

Fue por culpa de un crepúsculo de vago otoño por lo que partí para ese viaje que nunca hice… Yo no partí de un puerto conocido. Ni sé hoy qué puerto era, porque todavía no he estado allí. Tampoco, igualmente, el propósito ritual de mi viaje era ir en demanda de puertos inexistentes -puertos que fuesen tan sólo el entrar-hacia-puertos; ensenadas olvidadas de ríos, estrechos entre ciudades irreprensiblemente irreales. Pensáis, sin duda, al leerme, que mis palabras son absurdas. Es que nunca habéis viajado como yo.

-Fernando Pessoa

Cada vez que camino por el barrio vecino del Condado, miro a los turistas pasar con esa cara de novedad y me pregunto íntima, honestamente: ¿qué le encuentran a esto aquí? Digo, más allá de la Laguna del Condado y las playas en torno a esta ciudad (que nosotros sabemos no son exactamente las mejores).

Tiene que ser un fenómeno universal. Si bien Condado debe ser de los lugares más venidos a menos del Caribe (pese a la sobrevaloración de sus propiedades) sé que, en las ciudades más estrambóticas del mundo, también hay gente de allí haciéndose la misma pregunta acerca de nosotras, viajeras del mundo, con esa cara de fascinación con que andamos por casi cualquier calle, siempre y cuando sea extranjera. Reparo en eso a menudo, especialmente cuando camino por las vías comerciales de los centros de ciudades latinoamericanas, hileras e hileras de ropa barata, zapatos, juguetes, aparatos electrónicos y otras cosas que no voy a comprar y que apenas me interesan. Y sin embargo, ahí sigo yo, caminando cuadras y cuadras,  buscando lo que se me perdió y con esta única aura como si estuviera viendo mundo.

Eso también es el viaje. Algo que siempre me fascina, es ese momento en que descubres, no la belleza, no la sorpresa, no la inmensidad (ésas son obvias) sino cuando descubres que un lugar no es lo que imaginaste, cuando le encuentras la degradación. Me ha ocurrido muchas veces. La vida falla bastante en hacerle honor a la ficción, y los lugares que alguna vez imaginaste gracias a un libro, a una película, o gracias a Instagram, los encuentras erosionados por la realidad, por el tiempo, por la memoria, por el capital.

Me di cuenta de esto hace años, en la plaza Jemaa el-Fna de Marrakech en Marruecos, cuando fui con mi amiga Jennifer, quien me contagió con el inocente entusiasmo de ver por fin a los enigmáticos encantadores de serpientes. Me creí que iba a Las mil y una noches, pero realmente me encontré, digamos, con el compendio. Al final huimos de los encantadores, no por las intimidantes serpientes sino porque no tienen la más mínima voluntad de ser esos personajes míticos de la literatura. Son más bien unos señores de un demeanor medio violento y bastante apresurado, que no se están con paños tibios y, de entrada, te amenazan, antes de que se te ocurra incluso sacar la cámara, todo esto sin dejar de exhibirse con su mascota y sus medias sonrisas de escasos dientes de oro, para beneficio de quienes les pagan las sumas que ellos exigen. Fue mi amiga y colega en esta columna, Beatriz Llenín, quien terminó de articularme este fenómeno muchos años después, cuando me dijo que esa degradación, ilustrada en la agresividad de los encantadores, es el canje inescapable entre la necesidad económica y la rebelión contra un ordenamiento que, de tanto exigir que la realidad sea como la fantasía, termina violentándola.

Escenas similares se me han repetido muchas veces, al punto en que incluso esa degradación ha resultado un valor añadido. Copacabana, por ejemplo. No existe en mi lista de lugares visitados una playa con más actividad humana que la famosa playa en Río de Janeiro, un lugar alucinante y raro. Hay algo allí que es estrambótico, vibrante y también muy decadente; algo que me recordó la plaza de los encantadores de serpientes en Marrakech. En la playa de Copacabana pasa de todo, puedes comprar o vender los objetos más inútiles, beber de todo, comer de todo, intercambiar con todo tipo de personajes (sobre todo si sabes portugués), caminar, correr, jugar volley-fútbol, y hasta participar en una bohemia de sambistas auténticos. Lo que, sin duda, no se puede hacer es todo aquello para lo que una suele ir a la playa en muchos lugares del mundo: descansar, estar en silencio, reflexionar, yo diría que ni siquiera se puede leer. Así de exorbitante es el transcurso humano allí.

Pero Copacabana es mucho más grande que su playa y, en sus calles, también encontré esa distancia enorme entre los imaginarios cinematográficos y literarios inspirados en ese lugar y las paredes raídas, las esquinas oscuras y solitarias, una estética de la grandeza y el esplendor pasada por la inclemencia del tiempo, del neoliberalismo y la desigualdad.

 

II

Puerto Rico es un país hermoso e interesante. Pero, vamos, particularmente en San Juan hay que saber dónde meterse y no cualquier turista tiene ese conocimiento ancestral. Ésos que vienen a hospedarse, comer y bañarse en la playa del Condado, todavía no veo por qué van tan felices por ahí, como si hubiesen descubierto el Orinoco.

Exagero un poco pero, vamos, hay algo ahí. San Juan (SJ completa, no el Viejo San Juan) es una ciudad interesante sólo si te conoces sus secretos, ciertos rincones, si sabes navegarla. Ayuda quererla, supongo. No es una ciudad bella ni “seductora”, ni “atractiva”, ni “alucinante”, ni “palpitante”, adjetivos todos de los que gustan abusar las grandes revistas turísticas del mundo. San Juan (o tal vez merecería la pena nombrar esos barrios urbanos de referencia: Puerta de Tierra, Condado, Santurce, Río Piedras) es otra cosa, con su devastación urbana, sus restos (inconexos) de una antiquísima (des)planificación para el “progreso”, su ciega cercanía al mar, su cemento largo; sus brevísimos lapsos de mar abierto, agreste, sus gallinas y animales sueltos, su gente en los semáforos pidiendo para el tratamiento de cáncer de alguna niña hermosa; y una actividad humana que parece imponerse en la estampa de ciudad que no iba a ser, siempre sin discreción alguna.

No perdono ni olvido dos citas que leí de dos escritores a los que alguna vez admiré con pasión. En su novela Como polvo en el viento, el cubano Leonardo Padura cuenta sobre la llegada de un cubano a Puerto Rico, presumo que temprano en los años posrevolucionarios: “Felipe observó desapasionadamente las calles de Santurce, los modestos cines y restaurantes de Río Piedras y los edificios carcomidos del Viejo San Juan, casi sin hacer comentarios. Cuando habían terminado el periplo, cervezas en mano y dispuestos a comer un mofongo con chicharrones de puerco en una fonda del Viejo San Juan, el amigo al fin le preguntó qué le parecía la ciudad, y con toda sinceridad el recién llegado sentenció: ‘Sí chico, está bastante bien. Se parece a Bolondrón’. – E hizo trizas el orgullo del anfitrión al escuchar cómo el otro colocaba la capital boricua al nivel de un pueblo perdido de la llanura de Matanzas”.

El otro fue el inglés Martin Amis. En una de sus novelas (no recuerdo cuál porque fue hace como dos décadas, una época en que leí muchas suyas) un personaje visitó San Juan por unos días, se hospedó en el Hotel Condado Plaza y sentenció algo así como que el lugar era espantoso, y el viaje, básicamente una pérdida de tiempo. Con unos veinte años de diferencia entre las dos lecturas, detesté a ambos narradores, por supuesto. Entiendo el agravio pero no lo acepto. Me conozco ese ritual. Si una es sincera con su fuero interno, se da cuenta de que los imaginarios sobre ciertos lugares, lo mismo superan épicamente nuestras expectativas, que nos dejan medio aturdidas en medio de nuestra incómoda desilusión.

Cuando me toca caminar por esos mundos con esa cara de revelación, siempre sé que hay montones de locales mirándome con extrañeza, porque detrás de mi estampa hay un sitio común donde la gente tampoco entiende muy bien qué he ido yo a buscar allí. Una buena viajera o viajero sabe que parte del viaje es encontrar la belleza, la fascinación y el misterio de cualquier lugar. Que viajar es incrustarse esa mirada, gentil pero inquisidora, e interrogar sigilosamente el alrededor de la otra. No es la obstinación satisfecha con que una anda su propio vecindario, no es pensar como una persona de ese lugar ni ejercer el derecho de la sinceridad sobre un lugar que no conoces y, por tanto, no te pertenece. Es un ritual común del viaje, eso que construyes para alcanzar tu propia fantasía.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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