Especial para En Rojo
Son tantas las cosas que he hecho y que, sin embargo, hubiese preferido no hacer… Tantas las que hubiese dejado en el tintero. Decididamente, como quien dice: ‘No lo haré’, y no lo hace; ‘No lo escribiré’, y no lo escribe. En eso pienso ahora que he empezado esta columna por tercera vez, sintiendo que preferiría no hacerlo. Es que cualquier intento de escritura que no atienda, que no trate, que no denuncie el desbarajuste mundial del que estamos siendo testigos y víctimas lo siento frívolo y me freno. Pero, como soy tozuda y más o menos cumplidora, me digo que algo casi digno tendrá que salir de este último esfuerzo. «Porque ¾como bien dice la canción de Guarany¾ el silencio cobarde apaña la maldad que oprime». No obstante, he tenido que sobreponerme a un forcejeo parecido al tirijala hamletiano, ese del «ser o no ser», pero sumado al de hacer o no hacer. Y puede que esto parezca un juego de palabras, pero no lo es. Ambas disyuntivas guardan relación, ya que el hacer, que es una manifestación del ser, se refiere a la acción que da forma a nuestras vidas y que, en ciertas circunstancias, nos define.
Entonces, ¿Qué hacer? ¿Quién ser?
En mis dos primeros intentos de escritura, me he debatido sobre el tipo de columna que escribir en estos días en los que se puede ver con mayor claridad cómo el barco hace agua por todas partes. Me he cuestionado, por ejemplo, si en este texto debería mostrarme abiertamente comprometida y rasgarme las vestiduras señalando y criticando el terrible estado actual de las cosas, aun cuando otras y otros se las rasgan mejor que yo. También me he preguntado si, en todo caso, desde mi lugar, ¾que es el de la literatura¾, quizá debería acudir a otra voz, como la de mi amiga ‘la más pequeña’, para suavizar un poco, con uno de sus desahogos delirantes dirigidos al psiquiatra Alonso, el tono predicador que podría traicionarme al tratar el asunto.
Las dos veces desistí, sobre todo al darme cuenta de que me faltaban palabras; se me quedaron cortas frente al vaticinio de lo que se avecina. Me parecieron insuficientes para hablar de lo terrible: del genocidio en Gaza, que no cesa; de las patrañas neoliberales que arrasan con todo, sin tregua, en todas partes; de los tres años de guerra en Ucrania; de la idiotez rampante de la mayoría, obnubilada por el último gadget tecnológico, que deteriora, un poco más, otra de sus facultades humanas; de la obediencia borrega y acéfala que existe hacia todas las tendencias del mercado, como si nos fuera la vida en ello.
Y, en efecto, se nos está yendo y se nos irá, pero solo si seguimos acatando los mandatos del amo. También, si permitimos que los nacionalismos racistas y asesinos sigan ganando terreno.
Se sabe que los tiempos de transición son convulsos. En ellos, un mundo va muriendo al tiempo que otro va naciendo, y no hay muerte ni nacimiento sin trauma ni herida. El proceso de transformación cultural y moral que acompaña a la caída de los «viejos valores» es doloroso. Y el mundo que nacerá de ahí no promete ser mejor que el que va quedando atrás, sino todo lo contrario; tanto en América como en Europa, lo que se vislumbra es aterrador.
Por eso, antes de que el derecho a hablar vuelva, como en otras ocasiones, a quedar del todo en manos del enemigo -es decir, del vencedor-, opto por hacer y escribir la columna, a pesar de mis limitaciones. Porque enmudecer no es una opción. La creación es el reflejo más auténtico de nuestra fuerza vital: un proceso ininterrumpido de cambio y transformación que tiene lugar cuando somos. Y mientras sigamos escribiendo, mientras sigamos creando, persistiremos, incluso frente a la voluntad destructiva del enemigo que oprime, reprime y amordaza. Ese ha de ser el compromiso.
El acto radical de negación de Bartleby, el escribiente (personaje de la novela de Herman Melville que inspira el título de este texto), trasciende la simple negativa a realizar los trabajos que su jefe le impone. Representa una afirmación del ser, una forma de resistencia frente a la crisis que amenaza nuestra humanidad. En su silencio, Bartleby nos enseña una resistencia que no es necesariamente activa, pero que, en su radicalidad, es igualmente profunda. Sin embargo, su negativa absoluta nos advierte que la pasividad, aunque pueda ser una forma de resistencia, también puede convertirse en una forma de rendición. La verdadera resistencia no reside solo en la negación, sino el acto de crear, en seguir afirmando nuestra humanidad en un mundo que parece querer borrarnos. La creación, como resistencia activa, se convierte en el último refugio de nuestra voluntad. En ella, afirmamos nuestra existencia, desafiamos la destrucción y, mientras sigamos creando, persistiremos.
Quizás, en este momento histórico, la resistencia más poderosa sea la de continuar siendo, el simple hecho de existir con plena conciencia de lo que nos rodea. En última instancia, el mayor desafío no radica solo en lo que hacemos, sino en lo que seguimos siendo: seres humanos en un mundo que quiere despojarnos de nuestra humanidad. Si persistimos en nuestra capacidad de resistir a través de la creación, ya hemos ganado una batalla invisible pero crucial: la de afirmar nuestra humanidad.