Soledad, prisa y desigualdad

 

Especial para CLARIDAD

Tal vez el lector ha tenido la experiencia de visitar la sala de espera de una oficina médica y  advertir que todos los pacientes están ofuscados con las pantallas de sus teléfonos “inteligentes” en contraste con la conversación que reinaba en esos espacios hace no muchos años. De hecho, el intercambio de toda índole entre los pacientes podía resultar iluminador y, en no pocas ocasiones, indiscreto. No faltaba el personaje capaz de desmenuzar, con detalles espeluznantes, todas las enfermedades imaginables. Pero, de todos modos, imperaba la interacción social sobre el ensimismamiento.

Lo mismo sucede en innumerables lugares. Quizás el lector también ha observado, ya sea en cafeterías o restaurantes, que los comensales de la misma mesa – muchas veces una pareja con sus hijos – no conversan entre ellos sino que, cada uno con el ubicuo celular en mano, se comunican con algún personaje distante, a saber quién, o se entretienen con algún juego enajenante, a saber cuál. Este patrón se repite en el hogar.

Todo el tiempo que se pasa ensimismado con la pantalla telefónica supone un costo de oportunidad: es tiempo que se le resta a la pareja, a la familia, a las amistades, a los compañeros de trabajo, a los vecinos… No se trata de no usar los nuevos instrumentos tecnológicos; se trata de usarlos bien. Viene a cuento el estribillo de una vieja canción de Alberto Cortez: “Ni poco ni demasiado, todo es cuestión de medida”.

Precisamente, por falta de medida es probable que el siglo 21 sea bautizado, si ya no lo está, como el siglo del calentamiento global. La tecnología fue orientada hacia el consumo de recursos fósiles y la contaminación ambiental con los resultados que ya se viven. En otro plano, no faltan los que, ante el deterioro de los vínculos humanos,  denominan al  siglo 21 como el del imperio de la soledad, a lo que cabría añadir la prisa y la desigualdad.

Según estudios europeos, a los que se incorpora información de Sur América, Asia, Australia y África, alrededor de tres cuartas partes de los habitantes del mundo no saben el nombre de sus vecinos. En Estados Unidos, el 25 por ciento de la generación “millennial” confiesa no tener amigos y la mitad de los habitantes de Manhattan viven solos. ¿Acaso es diferente en Puerto Rico?  La emigración, las formas de urbanización, la desigualdad social, la movilidad, las alteraciones demográficas y el rápido y avasallador cambio tecnológico parecen conspirar en contra del contacto humano. El comercio, tan característico de las sociedades humanas, ya no lo requiere. Basta ver el avance de Amazon y de toda una serie de nuevas empresas “en línea” para constatarlo.

Las transformaciones en los medios de transportación y de comunicación han acelerado el ritmo de la vida. La prisa se impone. Se ha comprobado que la velocidad de marcha de los peatones ha aumentado considerablemente cuando se contrasta el siglo 20 con el 21. “El tiempo es oro”, sobre todo en las ciudades grandes y ricas, en las que se estima que la gente camina más rápido que en los pequeños pueblos o en poblaciones menos afortunadas. Es posible que el amigo lector haya tenido el privilegio de toparse accidentalmente con un viejo conocido que, agobiado por la falta de tiempo, se despide rápidamente dejando saber de una u otra manera lo orgulloso que se siente por estar tan ocupado. No faltará la promesa de un nuevo encuentro para poder conversar sosegadamente. Puesto que todo está sujeto a que “el tiempo lo permita”, a que se pueda contar con el “espacio temporal” adecuado, lo más probable es que tal encuentro no pase de la promesa.

A principios de la década de 1980 un economista, Sherwin Rosen, publicó un artículo sobre el impacto de la televisión que se hizo famoso. En el mismo sostenía que el cambio tecnológico que permite aumentar la escala o el alcance en el mercado – del espacio local al nacional y al mundial —  provoca también desigualdad en la distribución del ingreso. Puesto que Rosen utilizó como ejemplo a la industria del entretenimiento su aporte se denominó la teoría de la superestrellas. Pero se trata de un fenómeno multisectorial, ahora multiplicado gracias a la red cibernética y a las nuevas y extraordinariamente rentables empresas digitales. De hecho, la proporción del Producto (Ingreso) que perciben los asalariados, en relación con la que recibe el capital, ha ido en picada durante las últimas cuatro décadas.

Al referirse a la soledad, la prisa y la desigualdad no se puede soslayar el manto que les da cobija: un capitalismo neoliberal que menosprecia al servicio público, que convierte a toda relación social en una transacción comercial, que endiosa al individualismo, que privilegia al lucro privado, que transmuta al ciudadano en consumidor y que desprestigia a lo común, a la solidaridad, a la concordia, a la bondad…

Los mismos que promueven los cambios tecnológicos son los que se oponen a los cambios institucionales – las maneras de ver, organizar y hacer las cosas – orientados a lograr una sociedad más sana, justa y equitativa. Aplauden las técnicas que aumentan la productividad, pero se escandalizan ante las propuestas para reducir la jornada laboral; acogen con entusiasmo los adelantos en el campo de la medicina, pero le ponen sordina  a los planes universales de servicios de salud; admiran los avances en la transportación y comunicación pero permanecen indiferentes ante el deterioro de las relaciones sociales. ¿Qué hacer? Alterar las prioridades y colocar al imperativo de las transformaciones institucionales donde corresponde.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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