Gabriela Ramos Ruiz y Flavia Valladares Más
Allí, en esa zona intersticial donde confluyen el arte y la praxis vital, la obra de Marisol Plard Narváez embiste con toda su fuerza para desvanecer los privilegios. La artista, quien en su estancia anterior en Kilómetro 0.2 presentó Mucama Project (2016), continúa su trabajo antropofágico -a su vez antropológico- de profunda vocación humana y humanista. ¿Cómo es esto posible cuando en esta ocasión sus fotografías son habitadas por objetos y la figura antropomorfa se halla ausente?
No es novedad el empleo de imágenes de espacios deshabitados para hablar de la especie humana, para indagar dónde se produce la escisión entre una perspectiva comunitaria que permita su pervivencia, y la podredumbre moral y política que reproduce las relaciones de poder y dominación de unos sobre otros. Las preocupaciones sobre el devenir y la hiper-alienación de los sujetos posmodernos dentro de la maquinaria sistémica capitalista-colonial pueden traducirse en la presentación de entramados urbanos desiertos articulados como metáfora del vacío existencial y de la deshumanización que ya incomodaba a los modernos. De otra parte, hay un tipo de poética más íntima, más privada, que se acerca a la vida de los individuos en sus espacios de realización cotidianos y que es utilizada, a su vez, como metonimia de diversas problemáticas de alcance global.
En esta segunda línea se inscribe la obra de Marisol, que escarba con afán arqueológico las gramáticas sociales de un presente contradictorio y desigual para Puerto Rico y los puertorriqueños. Su relación personal con las cámaras desde edades tempranas la ha convertido en una incesante investigadora de su entorno, que con fruición y constancia documenta minuciosamente los espacios de una cotidianidad adversa, y contradictoriamente motivadora, para su quehacer artístico. Ya sea una cámara fotográfica o un teléfono celular, la artista se sirve de estos artefactos tecnológicos para inquirir su medio circundante. Las carencias económicas nunca han sido un impedimento para crear, por lo que en los últimos tiempos ha echado mano de su móvil como una herramienta con la cual documenta todo aquello que la inquieta.
Algunas de las fotografías que vemos hoy nos muestran el centro de una ciudad colonial afectada por un creciente proceso de gentrificación. En muchos de los más importantes conglomerados urbanos a nivel global se han producido paulatinos desplazamientos de los habitantes nacionales para favorecer el desarrollo del turismo, que con vehemencia se ha instalado como una de las actividades económicas fundamentales de nuestros pequeños espacios insulares. Podríamos decir que el turismo es una nueva, contemporánea, continuación de los procesos extractivistas impulsados por la colonización desde sus orígenes. En este caso, la obra de la artista se interesa ya no por la experiencia extendida de los resorts –definitorios de la maquinaria turística de la región- sino por eso otro fenómeno de los airbnb, locales que han ido re-colonizando el espacio urbano del Viejo San Juan, y cuya práctica se ha potenciado, en manos de capital extranjero, a partir de la aplicación de la Ley 22 de 2012.
El alcance de esta experiencia, su generalización podríamos decir, se traduce en ciertas imágenes de los pórticos de inmuebles abarrotados por las cerraduras electrónicas típicas de estos alojamientos. Una primera lectura podría conformarse con comprender la obra de Marisol como una crítica abierta a ese intrusivo e invasivo fenómeno que es el turismo, el cual modela las políticas públicas y el desarrollo individual. Sin embargo, una lectura más extensa nos acerca a una visión enriquecida, por diversa y multidimensional, que se sostiene en su propia historia de vida y en el riguroso ejercicio de carácter autobiográfico que significa la exposición de una parte importante de su quehacer como trabajadora de limpieza de los emplazamientos airbnb.
Sin lugar a dudas y como lo reconoce la propia creadora, la obra El hotel de Sophie Calle es un importante referente. Si bien pueden rastrearse puntos de contacto en ese impulso por fotografiar los remanentes dejados por los huéspedes, resultan notables las diferencias puesto que el contexto político-social en el cual se inscribe Plard, así como sus intencionalidades discursivas, distan de los de la fotógrafa francesa. Si para esta última se trataba de una suerte de elucubración creativa motivada por la intriga que le producía la huella de los desconocidos, para la boricua es un hecho de resistencia vital que restituye simbólicamente esa extracción que supone la actividad turística con el acto compulsivo de captar/presentar los desechos de quienes “disfrutan” lo que es de los boricuas.
A su vez, el enigmático voyeurismo de El Hotel –catalogado por la crítica como una perpetuación del rastro dejado por “otros”, es decir una poética de lo efímero de los extraños- se transforma en una reflexión visual sobre los turistas que viajan por las Antillas, específicamente ese nicho de mercado proveniente de los Estados Unidos que prefiere a su Estado Libre Asociado como destino. Antes de limpiar los vestigios de esta presencia humana –el real objetivo de su trabajo como personal de limpieza- Plard se regodea en cada uno de estos restos, siendo las camas deshechas, la basura de los cestos o la disposición interna de los refrigeradores, los signos de una escenografía interior de uno de los tantos espacios que configura el turismo.
Ese “caleidoscopio ilusorio” en palabras de Marc Augé que se traduce en un imaginario del paraíso para los territorios insulares, es puesto en crisis a partir de la exposición de la caótica intimidad del airbnb. Cada objeto, resto o suciedad figuran como elementos de inusitada significación del material fotográfico en cuestión, cuya estética se aleja de las composiciones rebuscadas y se decanta por encuadres precisos tal y como si se tratase de una actividad quirúrgica. No hay necesidad de edulcorar nada cuando se busca convertir lo cotidiano en arte.
El posicionamiento crítico de Plard Narváez discurre en dos sentidos fundamentales. De una parte, este primer acercamiento sobre el impacto del turismo en el espacio urbano, el patrimonio inmobiliario y la distribución de las riquezas signada por la fuga de capital a manos extranjeras aupada por la mencionada regulación que exime de impuestos las inversiones foráneas. Por otro lado, Marisol arremete contra quienes desde el privilegio académico y económico olvidan que el turismo es, también, una fuente de ingresos para los sectores históricamente más desfavorecidos, a quienes la inseguridad, la falta de acceso a formación especializada, la precariedad económica y los imperativos de un sistema altamente productivo han dejado como única alternativa el empleo en trabajos esencialmente de la rama de los servicios.
Si con 12 Vecinas (2016) la artista desmantelaba una serie de prejuicios sobre La Perla y sus habitantes, al enfrentar al espectador al testimonio de sus amigas del barrio, en esta ocasión Marisol se posiciona como sujeto que aglutina la decisión de “ser”, a cualquier costo. Ahí donde el régimen de la policía ordena jerárquicamente las instituciones sociales y los escaños del poder, los sujetos tienen la capacidad de hacerse escuchar a partir del ejercicio de la política que reordena los lugares de enunciación tradicionales y permite que sean escuchados los silencios bajo un régimen de igualdad. Justamente en ese pliegue ofrecido por dicha práctica de lo político se invierte el ordenamiento de las relaciones y la posibilidad de habla de los individuos, y es donde una habitante de La Perla -que como Oshun se mueve entre dos aguas- presenta la perspectiva de los subalternos.
Los resortes que movilizan la obra de Plard son los de la contingencia y la resolución, a no dudarlo, de una vida signada por los vaivenes de políticas reaccionarias y colonizadoras. A su vez, su marcada actitud contestataria le ha permitido cierta autonomía para ejercer la crítica más sagaz hacia su entorno y la propia condición de su existencia. Olvidar la multiplicidad de intensidades y el alcance de las opresiones sistémicas nos hace creer que con voluntad personal se resuelven todos los problemas; y no, pues las agendas colectivas que organizan y distribuyen el poder solo reproducen las lógicas y dinámicas que le favorecen y perpetúan. Marisol convierte su hastío, su precariedad y su elección de ser libre a toda costa en la posibilidad de existencia de su praxis vital como arte.
En tal sentido, salen a la luz otras interrogantes más específicas sobre el campo artístico. ¿Cómo acceden un artista y su obra a los espacios institucionales que tradicionalmente legitiman el arte? ¿Puede un artista puertorriqueño, cualquiera que sea su procedencia y su relación con las instituciones, vivir de su trabajo como creador? ¿Cuál es la base política que determina quién y en qué condiciones se contrata a un artista o se compra su obra? ¿Es solo aquello exhibido por los museos lo que puede ser considerado arte? ¿Qué gesto puede ser entendido como tal y qué condiciones lo hacen posible?
Todo el potencial desarrollado durante más de veinte años como artista visual se condensa en la complejidad de una red de imágenes que documentan, describen y hablan por sí misma(s) sobre el paso de los turistas por el Viejo San Juan. Con Turistification, se llega a trastocar ese ideario del turismo que es el “descubrimiento del otro”, puesto que esta vez es ese nativo –en la figura del artista- quien revela algunas de las intimidades del paso del viajero. Aun y cuando los individuos en sí no son captados, sus desechos hablan por ellos. ¿Llega la creadora a exponer al visitante desde los entresijos de un espacio tan privado? Su gesto, que obviamente trasciende el interés documental, reivindica las múltiples aristas de la lucha y resistencia de su pueblo convertido en neocolonia, a la vez que reafirma la posibilidad de su propia existencia. De esta forma Marisol Plard Narváez se afirma como mujer, artista y puertorriqueña. Tenga a bien el espectador dejarse seducir por las múltiples interrogantes que nos propone su arte.
La Habana, abril de 2023