Un Asimov, muchos Asimov

 

Cada lector tiene un Asimov, incluso los que aún no han leído nada de ciencia-ficción.
Para unos Asimov es el visionario, una suerte de Nostradamus tecnológico, profeta de armas, redes informáticas, artefactos y dilemas sociales, un profeta cuyos vaticinios aún distan de cumplirse del todo pero amenazan un poco a cada salto científico.
Para otros, Asimov es el amante de la ciencia, el divulgador y maestro, quien supo explicar de modo conciso y directo cuestiones demasiado obscuras para el lector medio y con ese estilo logró llegar a más sectores de público que otros escritores dueños de mayor bagaje teórico y una técnica narrativa más depurada.
Algunos lo consideran un precursor, otros, a lo sumo, un teórico especulativo. Yo quiero a hablar de mi Asimov.

El primer relato de este escritor que leí fue “Robie”. Tenía nueve años, devoraba libros impropios de mi edad, me gustaban los peces, usaba unas trenzas horribles con cintas blancas y sufría una necesidad urgente de afecto y compañía.
El robot de Gloria Weston me pareció el amigo ideal para la niña solitaria que yo era. Hasta ese momento casi todos los robots de películas y cuentos infantiles me parecían batidoras, lavadoras o carros; para mí ninguno era digno de ser considerado persona: todos eran herramientas. Esos robots no amaban, no se reían, no pensaban, no aprendían, si hacían cualquiera de estas cosas lo hacían de modo falso, poco creíble; además no fallaban y si fallaban era porque su programación estaba estropeada o sus manipuladores eran malvados.
Ahora creo que en realidad los comparaba conmigo: si no podían hacer lo mismo que yo entonces no eran gente.
La historia del robot de compañía me enfrentó a uno de los dilemas cognoscitivos más complicados para mí en la ciencia ficción y era la posibilidad de que un robot actuara humanamente y de que un verdadero ser humano le amara como si reconociera en él a otro ser humano.
Para mi antropocentrismo infantil era una perspectiva deliciosa, y por proponérmela de modo que yo pudiera comprenderla y aceptarla como posible, Asimov se convirtió en mi héroe. De ahí mi gusto por personajes como el Titán de Hierro, Wall-E, Roy Batik y B-max.

Fotograma de «El Gigante de hierro»

Ha pasado mucho tiempo. Aún cuando mi conocimiento del género ya abarque más espacio que ese acercamiento iniciático, buena parte de mi apreciación de la Ciencia Ficción y mi estima hacia los múltiples universos aportados por sus creadores comenzó con la idea de que era posible querer a un robot.
Este conmovedor enfoque en un área de la narrativa tan estigmatizada por su aparente e inhumana falta de realismo así como por su alejamiento del aquí y el ahora, aún convoca en muchos creadores y lectores el deseo de ver más que metales sin mente, espacios cósmicos infinitos y aventuras poco creíbles en galaxias a las que no iremos por ahora. Creo que Asimov es, aún hoy, uno de los exponentes más destacados de esta dimensión humana.us inicios fueron tan discretos como, digamos, “normales”. No había en su familia científicos de alta calificación ni escritores de mediana categoría. Tal vez el único vaticinio posible de su obra era el haber nacido en una región geográfica que se caracteriza por haber engendrado una gran cantidad de narradores de ciencia ficción apenas conocidos por el gran público, como Sever Gansovsky, los hermanos Strugatski, Serguéi Lukianenko, Olga Larionova y otros, y luego su traslado a un país que ha invadido la literatura y la cinematografía de la mejor y la peor CF que consumimos hoy en día en este lado del mundo.
Pero como en el año 1920 del pasado siglo pocos se animaban en Rusia para escribir ciencia ficción y esa meca del cine que es Estados Unidos aún no era, no ya digamos meca sino ni siquiera nicho para el género, ninguna estrella oracular iluminó la cuna de Asimov ni su camino hacia América. Para cualquiera que busque en los antecedentes familiares y sociales de un escritor e intente hacer una autopsia de todo eso para explicar cómo y porqué escribe lo que escribe, este autor podría ser casi un contrasentido.

Isaac Asimov

Nació el 2 de enero de 1920 en Petróvichi, Rusia. Sus padres, Anna Rachel y Judah Asimov, ambos de origen judío, se trasladaron a Nueva York el 11 de enero de 1923 y se dedicaron a un modesto negocio de tiendas de golosinas. La juventud de Isaac transcurrió entre los estudios y el trabajo en la confitería que su padre rentaba en el barrio de Brooklyn. Se esperaba de él que hiciera estudios en medicina y cumpliera así con la familia al llegar a ser un profesional respetable, un doctor de prestigio capaz de prosperar.

Sin embargo, la época era prolífica en ideas… así armado con su memoria e imaginación, combinadas ambas con el gusto por la lectura y la habilidad para convencer a una familia objetiva como la suya de la utilidad para el aprendizaje de un futuro médico que tenían aquellas baratas revistas de ciencia ficción que leía obsesivamente, dejó que la época lo contaminara y germinara en él las historias que narró hasta el mismo momento de su muerte.
Tuvo la suerte inmensa de andar cerca de la Astouding Science Fiction Magazine y de que a su director, el pragmático John Campbell, le pareciera prometedor aquel joven con su primer relato corto “El sacacorchos cósmico”, aun cuando fue rechazado el texto por detalles técnicos de escritura.

Su talento y una imparable y amabilísima testarudez no dejaron detenerse al joven Asimov. Donde otro hubiera abandonado, él tocó otras puertas con sus cuentos aún imperfectos y estas se abrieron. Perfeccionó la letra y depuró la técnica, aprendió al paso de colegas que fueron a su lado los iniciadores de la llamada “Edad de Oro de la Ciencia Ficción” (este es a mi juicio uno de los peores clichés de los que han acusado a la ciencia ficción: el de tener una edad de oro, a esa etapa Asimov la nombró sin sutileza “Época de Campbell”) y fue gradualmente tachando ítems en el listado de eventos e inventos que se podían anunciar como posibles para este y los próximos milenios. La ASF Magazine finalmente le abrió las puertas y otras revistas como Amazing Stories y Ashtoning Stories, menos prestigiosas que la primera pero más accesibles a escritores noveles y a mayores sectores de público, se encargaron de llevar sus relatos a las manos de aquellos primeros amantes de una ciencia ficción menos centrada en monstruos de ojos saltones y aventuras extravagantes.
El primer hito de su carrera como escritor, compartido con otro prestigioso autor de ciencia ficción, Robert Silverberg, es el cuento “Anochecer” (1941), con el cual queda asegurado su estatus de colaborador habitual de Campbell. Esta historia de corte filosófico narra lo sucedido en el anochecer de un mundo donde, debido a las especiales características de su órbita, los pobladores gozan de períodos de 2490 años de luz diurna y una sola noche entre esos días milenarios. Kalgash es el nombre del planeta con un alto nivel de desarrollo que se encuentra ante la posibilidad de quedar a oscuras debido al eclipse total de sus soles, los cuales entran en una conjunción perfectamente lineal tras las desconocida luna Kalgash Dos. Durante esta única noche tres milenios de civilización caen en un caos provocado por el pánico y estimulado por una secta oscurantista que predica el fin del mundo a la vista de las enigmáticas y amenazadoras Estrellas, luego todo ha de ser reconstruido prácticamente de cero. La organización Science Fiction Writers of America votó este cuento en 1969 como el mejor relato de ciencia ficción jamás escrito y esto ha motivado su inclusión en frecuentes antologías y colocado a Asimov en una posición preeminente entre los escritores del género.

Algunos de sus relatos cortos son muestra de un sentido del humor peculiar donde la ciencia-ficción, más que el centro del relato, constituye el instrumento para hacer preguntas y cuestionar acerca del porqué investigamos y a dónde vamos con el desarrollo de la ciencia. Otros parecen fábulas con una intensa carga filosófica. Historias como “¿Le importa a una abeja?”, “Asnos estúpidos” y “Acerca de nada” tienen cierto aire de pesimismo y abordan con humor negro el tema de si los seres humanos enfrentamos con la responsabilidad y la objetividad necesarias nuestro desarrollo científico y qué piensan de nosotros las civilizaciones alienígenas que nos rodean anónimamente.

Ante la fama, Asimov se caracterizó por ser muy modesto y no siempre estuvo cómodo. Nunca creyó que sus escritos fueran tan importantes, para él simplemente poder llegar al gran público era un acto hasta tal punto natural y necesario que la idea de elevarse por encima de los demás gracias a eso no le parecía lógica. Defendía el criterio de que dedicarse a la divulgación científica y ofrecer un discurso responsable, escuchado por muchas personas a través de la ficción, el magisterio o el ensayo, eran más obligaciones de quienes contaran con una instrucción elevada, en pro del desarrollo y la conciencia, que medios de enriquecerse o ser famoso.
Su manera de ver su propia obra era más bien modesta y comprometida, con cierto toque de irreverencia como se ve en el prólogo de su antología “Cuentos paralelos”:
«En 1964 el doctor Howard Gotlieb de la Biblioteca de la Universidad de Boston tuvo la idea de recopilar mis escritos. Esta biblioteca estaba especializada en autores norteamericanos del siglo veinte, título con el que al parecer yo cuadraba. Y lo que es más, yo era (y sigo siendo) miembro de la Universidad de Boston, por lo que parecía muy conveniente incluirme.
Esto lo juzgué por aquel entonces como una idea grotesca. Consideraba que mis «escritos» eran trastos inútiles (y lo sigo creyendo en la actualidad, en lo más recóndito de mi corazón) Cuando los papeles se acumulaban hasta el punto de ser molestos, yo los quemaba en el fogón para barbacoas de mi casa de Newton, Massachusetts (no usaba ese fogón para otra cosa)
Cuando le expliqué esto, el doctor Gotlieb se horrorizó. Me comentó la importancia que tienen los documentos contemporáneos de figuras literarias importantes (y al parecer él se refería a mí cuando utilizó esa frase) También me habló del enorme número de estudiantes de literatura que obtendrían su ansiado título gracias al estudio meticuloso de mis primeros manuscritos, y cuán útil sería ello para los escritores en ciernes de siglos y milenios venideros.
No le creí una sola palabra, pero el doctor Gotlieb era (y es) uno de los hombres más atentos y agradables jamás engendrados por una deidad creativa, y no tuve valor para desilusionarle»
Asimov afirma haber entregado todo el material disponible de sus archivos, el que había salvado de las quemas periódicas, y a partir de entonces entregó todo lo que se iba acumulando, desde manuscritos, borradores y copias definitivas, artículos ya publicados, libros, revistas, correspondencia y cartas de admiradores y detractores. De este modo la Biblioteca de la Universidad de Boston dispone incluso de una colección de veinte años de The Magazine of Fantasy and Science Fiction, otra de diez años de American Way y todos los números de la Isaac Asimov’s Science Ficton Magazine en una bóveda especial llamada familiarmente «La Bóveda de Isaac»
Con su característico sentido del humor, Asimov continúa el prólogo de su antología con un chiste:
«temo las consecuencias finales. Esa bóveda tiene una capacidad limitada. Algún día explotará, y ya imagino los titulares en The Boston Globe: «Explota la Bóveda de Isaac. Los alrededores en ruinas. Veinte muertos, centenares de heridos»… la bóveda y la culpa serán mías»
Isaac Asimov era progresista en temas políticos, humanista y racionalista. No se oponía a las convicciones religiosas genuinas de los demás, pero enérgicamente se enfrentó a las supersticiones y a las creencias infundadas. Algunas de sus posiciones resultaron demasiado radicales para la época y le granjearon detractores. Por ejemplo, su defensa de las aplicaciones civiles de la energía atómica dañó sus relaciones con la izquierda debido a la satanización de todo lo concerniente al desarrollo nuclear en aquel momento, sobre todo tras el accidente de la Isla de las Tres Millas. Y sus ideas sobre la necesidad urgente de los controles de natalidad resultaron particularmente atacadas por las comunidades religiosas. Su último libro de divulgación científica, “La Ira de la Tierra”, escrito junto con otro autor de ciencia ficción, Frederik Pohl, trata de aspectos medioambientales como el calentamiento global, la superpoblación y la destrucción de la capa de ozono. Sin duda la evaluación de “intelectualmente combativo” que recibió como miembro de la Mensa (asociación internacional de superdotados fundada en Inglaterra) era muy acertada.

Uno de los aportes más destacados de Asimov fue la serie de leyes robóticas, una suerte de código moral robótico según el cual la vida del ser humano era lo primero. Estas leyes guían el comportamiento de los robots en una serie de novelas y relatos publicados en diferentes revistas de los cuales “Yo, robot” y “El hombre bicentenario” son los más conocidos por las versiones cinematográficas vagamente inspiradas en las obras.

Por supuesto, luego de la formulación de las tres leyes queda la definición de qué se entiende por daño físico, cómo contemplar la cuestión del daño psicológico, qué es Humanidad y cómo proteger, digamos, al ser humano de sí mismo. Pero esas son interpretaciones que el autor dejó abiertas para los creadores futuros. Sus Tres Leyes de la Robótica, acompañadas de la Ley Cero formulada por el androide Dannel Olivaw (de quien estuve enamorada por años) en su cuarta novela de robots “Robots e Imperio”, son hoy por hoy uno de esos elementos del universo asimoviano conocidos hasta por neófitos en el género y que, de algún modo, han conformado buena parte de la visión que se tiene de la interacción entre Humano e Inteligencia Artificial en la obra de otros autores. Según Asimov estas leyes se crearon como medida de protección para el ser humano en previsión de un futuro hipotético donde las máquinas acabaran rebelándose contra sus creadores. Las leyes se implantarían en los robots de manera que cualquier intento de desobediencia no sólo produciría un daño irreversible en el cerebro del robot sino que éste podía incluso autodestruirse.
La primera ley regulaba que “Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño” La segunda normaba que “El robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley” y la tercera formulaba que “Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley”. La Ley 0, formulada por el androide Daneel Olivaw tras una discusión mantenida con el humano Elijah Baley en su lecho de muerte, constituye una especie de corolario de las tres leyes y norma que “Un robot no puede hacer daño a la Humanidad o, por inacción, permitir que la Humanidad sufra daño” estableciéndose entonces una compleja generalización, forzosamente ambigua cuando se intenta definir qué es Humanidad, qué es daño, qué es inacción y cómo evitar realmente que un ser humano se dañe a sí mismo sin dañarlo a su vez en el proceso de evitarlo.
Estas leyes son, según definición del propio autor «formulaciones matemáticas impresas en los senderos positrónicos del cerebro» de los robots, es decir, líneas de código del programa de funcionamiento del robot guardadas en la ROM del mismo. Sin embargo, cuando las reformulamos sustituyendo “robot” por “ser humano” en las leyes Cero, Primera y Tercera tenemos una muy buena sugerencia de código moral humano:
– Un ser humano no puede hacer daño a otro ser humano o, por inacción, permitir que sufra daño.
– Un ser humano debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera Ley.
– Un ser humano no puede hacer daño a la Humanidad o, por inacción, permitir que la Humanidad sufra daño.
La primera aparición de las tres leyes robóticas fue en 1942, en el relato “Runaround”. Se dice que fueron fruto de una conversación entre Campbell y Asimov, donde se concretaron y definieron hasta su formulación definitiva. Se dice también que John Campbell, con su sentido característico de la justicia, defendió en un número de su revista la autoría por Isaac Asimov de la idea original. Estas leyes han alcanzado tal relevancia hasta para la teoría y la ética que rigen la investigación en robótica, que en el 2011 el Consejo de Investigación de Ingeniería y Ciencias Físicas y el Consejo de Investigación de Artes y Humanidades de Gran Bretaña publicaron, basados en estas leyes, cinco principios éticos que deberían seguir tanto los creadores de robots como sus usuarios.
Las implicaciones de las Tres Leyes de la Robótica han sido diseccionadas y discutidas en muchos ámbitos tanto dentro como fuera de la obra de Asimov. Ante todo se analiza cómo enfrenta El Robot, como sujeto que toma decisiones, a los mismos dilemas morales que el ser humano con el poder de lastimar al prójimo: ¿puede un robot acabar con una vida humana? Y si puede hacerlo aunque eso suponga su propia destrucción: ¿hay una vida más importante que otra? ¿Cuál es el criterio que se debe utilizar para determinar qué vida debe prevalecer? ¿Qué se entiende por daño? ¿Hasta qué punto debe arriesgarse la propia integridad para defender la de un ser humano? ¿Qué ser humano elegir para evitar que se le dañe si existe más de uno que precise ser protegido? Y a medida que se complejizaba la estructura del robot, hasta aparecer el androide positrónico descrito por el autor, las preguntas se hacían más complicadas apareciendo una jerarquía de prioridades a considerar en cuanto a quien proteger, cómo hacerlo y por qué. Y todas estas preguntas debían ser contestadas bajo un análisis puramente lógico, carente de emoción ya que, en teoría, los robots no sienten.

Me atrevería a decir que con “El hombre bicentenario”, la formulación de Dannel Olivaw y el cuento “Sueños de robot”, Asimov completa el ciclo iniciado por “Robie” elevando al robot a una posición casi humana en cuanto a empatía, independencia e intelecto, donde lo único que falta para que el androide positrónico sea aceptado como sujeto de derechos y humano en la práctica, es ser reconocido como ser humano por otros seres humanos y por sí mismo.
Además de una gran cantidad de novelas, series de cuentos y relatos breves, no solo de ciencia ficción sino incluso policíacos, humorísticos y de misterio, Asimov dedicó buena parte de su vida a escribir sobre divulgación de la ciencia y de la historia, y esta obra abarca desde el ensayo y la investigación en diferentes campos y disciplinas científicas hasta los volúmenes de ejercicios recreativos e introducción a las ciencias dirigidos a la educación de niños y jóvenes. Algunos de sus estudios se incluyen en libros de texto.
Esta parte del trabajo de Asimov estuvo motivada no solo por los sucesos de aquel momento, algunos aún vigentes (el modo en que la URSS se adelanta a Estados Unidos en la carrera espacial, los riesgos atómicos, el tema del calentamiento global y la superpoblación, la pérdida de intereses de aprendizaje y la banalización del uso de la tecnología), sino por su firme concepción de que una persona instruida y educada estaba en el deber de promover instrucción, cultura y educación a su alrededor y mediante los medios a su alcance, como un aporte a la supervivencia y el desarrollo humanos.
Pero es innegable que el gran público no siempre lee divulgación científica o histórica, a menudo prefiere que se la cuenten, preferiblemente con drama, nombres propios, efectos especiales y direcciones postales… o coordenadas galácticas.
De la mano de Asimov llegamos al Ciclo de Trantor, más conocido como la Saga de la Fundación. La premisa fundamental de esta saga es la idea de que todo lo relacionado con la historia y la evolución humana puede ser anticipado con precisión erudita, específicamente a través de una disciplina científica creada por el autor llamada psicohistoria. La saga constó inicialmente de una trilogía formada por la novelas “Fundación”, “Fundación e Imperio” y “Segunda Fundación”. Estos primeros tres libros de la saga fueron galardonados en el año 1966 con el Premio Hugo a la mejor serie de novelas hasta ese momento escritas. Posteriormente, Asimov completó esta trilogía inicial con otros títulos, como “Los límites de la Fundación” (1982), “Fundación y Tierra” (1983), “Preludio a la Fundación” (1988) y el póstumo “Hacia la Fundación” (1993)
En cuanto a teoría y amplitud la saga es apenas igualada por otras series del estilo space opera como la saga de los Vorkosigan, de Lois MacMaster Bujold, los libros de Mundoanillo de Larry Niven y la saga de Dune, de Frank Herbert, pero sus fundamentos desde lo sociopsicológico son sin duda los más ambiciosos y atrevidos hasta ahora tratados en una obra de este género. Es una de las primeras sagas novelísticas no propiamente de fantasía épica donde se observa de modo muy coherente y con una línea temporal prolongada la construcción de mundos (worldbuilding) característica de la fantasía menos acomodaticia, la más elaborada. De este modo Asimov ofrece nombres, descripciones físicas e historias de vida de sus personajes, representaciones detalladas de religiones, sistemas políticos, disciplinas científicas, geografía de mundos y atlas galáctico de un Imperio.
El Ciclo de Trántor y las otras novelas que continuaron la historia de la Fundación constituyeron un impresionante ejercicio creativo que marcó la pauta para que otros autores del género se atrevieran a enfrentar el worldbuilding no solo como una posibilidad de colocar sus historias en un entorno creíble desde todos los aspectos sociales, humanos y científicos, sino como un reto y un termómetro de calidad, una especie de “miren: se hace así” que ha guiado la creación de otras space operas de la narrativa y la cinematografía. Algunas de estas creaciones han explotado descaradamente el rico filón de eventos y descripciones de mundos nacidos de la imaginación y la pluma de Asimov. Como ejemplo cercano tenemos la cinta Avatar, con su mundo interconectado por completo, seres vivos y no vivos, todo un ecosistema vinculado a una conciencia planetaria llamada Eiwa, al igual que el planeta Gaia de “Los límites de la Fundación”. Hay un elemento muy interesante en el volumen “Segunda Fundación” señalado por el escritor y editor español Miquel Barceló, y es que, años antes de que John Nash formulara la Teoría de Juegos, en esta obra hay dos páginas íntegras que son pura exposición de los problemas centrales de la teoría de juegos. Y así muchas cuestiones que la mente inquieta de Asimov plasmó en este y otros relatos.
La base de los conflictos desplegados en Fundación se puede reconocer en eventos de la historia del ser humano, inherentes a su subjetividad y modo de comportamiento como sujeto, comunidad y cultura, solo que a nivel galáctico y no solamente planetario. Hay valoraciones críticas a las restricciones arbitrarias, a la aplicación inhumana y tecnócrata de las leyes que rigen el comercio y el desarrollo y a la libertad extrema de ambos por encima de las necesidades de la gente hasta pervertir su utilidad original; se cuestionan fuertemente la corrupción, el mesianismo, el oscurantismo y la rigidez de pensamiento. Se ofrecen dramas personales en un universo ficticio donde las civilizaciones progresan y decaen al ritmo de la dialéctica. Se presenta al ser humano como prisionero de su propia naturaleza, pero de entre toda la masa surgen las historias de personas concretas y caracteres nobles que en la trilogía de la Fundación constituyen la salvaguarda de la Historia y el Conocimiento a través de la creación de la Gran Enciclopedia Galáctica. La saga de la Fundación versa sobre el valor de lo humano y su devenir a lo largo de la historia, sobre la necesidad de atesorar por los medios que sean la esencia de lo que somos aún en medio de la guerra y la caída de imperios, como única vía de conservar nuestra propia humanidad.

En la obra de Asimov había, por supuesto, dilemas tecnológicos que de ninguna manera podía dominar ni resolver sino, apenas, intuirlos. No era el momento para la internet que conocemos hoy, para las bases funcionales de un robot ni para la construcción de naves hiperlumínicas. El positrón, las estadísticas que sustentan la psicohistoria, el viaje a mayor velocidad que la luz, los cálculos para entender desde la física y la gravitación la danza astronómica de seis soles y otras de sus creaciones no poseen sustento científico sólido, constituyen pactos ficcionales con el lector para fundamentar las historias. Por fuerza mucha de su teoría y especulaciones del cómo se haría y con qué debían partir de suposiciones no del todo probadas que a lo mejor un estudiante de informática o ingeniería podría derribar con un simple ejercicio de lógica. Sin embargo, Asimov, junto con otros autores, asentó las bases para mucha de la visión que se tiene en la actualidad en el mundo occidental de la ciencia y la tecnología, podría definirse como la idea de que algo imaginado en la ciencia ficción sería posible si se hallan los presupuestos teóricos, científicos, técnicos y materiales que lo sustenten. En 1974, en el libro “Before the Golden Age l”, el escritor habla de tres períodos diferenciados en la evolución de la ciencia ficción, el primero centrado en las aventuras, un segundo más preocupado por la ciencia y la tecnología y un tercero que gira en torno a la sociología, de modo que analizó incluso el modo en que iba evolucionando la ciencia ficción como género narrativo y su alcance en la educación de un pensamiento dirigido a la ciencia en el público y abierto a las alternativas posibles en el personal científico.
No abundo en la cinematografía ni las series inspiradas en la obra de Asimov porque, como de costumbre, las libertades creativas que se toman directores y guionistas a menudo han anulado buena parte de los valores de las historias recreadas. Me quedo con la personificación de Robin Williams como el robot Andrew en “El hombre bicentenario”, lo mejor logrado, y espero que si alguna vez alguien se atreve con Fundación no la pifie, porque sería una pifia espectacular… e imperdonable.
El 6 de abril de 1992 murió Isaac Asimov de complicaciones renales y cardiacas. Cuando me enteré dos días después yo estaba, casualmente, releyendo “Anochecer”. No lo tomé como señal ni nada parecido, simplemente por esos días había desenterrado del arca familiar una caja enorme de libros y me apuraba por devorarlos todos antes de empezar a estudiar para las pruebas finales de sexto grado. En mi familia se lee ciencia ficción con frecuencia, los libros de Asimov abundaban en la selección y no era de extrañar que hubiera escogido ese… la señal fue un par de semanas más tarde al llegar al final de la caja y encontrar, aplastada por los demás libros y con las páginas medio dobladas y amarillentas, una edición española de “Robbie”, del año 85, marcada con una de mis cintas blancas en la página donde Gloria le cuenta al robot la historia de la Cenicienta.
Los primeros textos de Isaac Asimov fueron ridiculizados por compañeros y profesores; al final jamás pisó la facultad de medicina y tuvo que conformarse con la bioquímica; le aterraba volar y padecía de claustrofilia (le gustaban los espacios pequeños y cerrados) Pero publicó cerca de quinientos libros entre obras de narrativa y ensayo científico durante cincuenta y tres años de una larga y próspera vida.
Es uno de los escritores de ciencia ficción más leídos incluso entre personas no aficionadas al género y eso significa que un porciento nada desdeñable de los que preferirían otra cosa eligieron algún relato suyo. Y además un asteroide (5020 Asimov), un cráter en Marte y una revista de CF (Asimov’s Sciencie Fiction Magazine) tienen su nombre. Creo que todo eso es ya un récord espectacular, haberme ganado como lectora e inspirarme como escritora es solo un infinitesimal plus que se suma, pero aquí está: este es mi Asimov, y posiblemente la lista de personas a las que dedicaría mi primera novela (cuando me anime a terminar de escribirla) comience por su nombre.

 

 

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