Un bombo entre las flores

Para Elliot Castro.

¿Cuál ha sido la mejor jugada defensiva que has visto? ¿Por qué no escribes algo sobre este tema? Son preguntas inesperadas y nada fáciles de contestar. Las hace el amigo Miguel Poupart en un viaje de regreso a Río Grande. Habíamos estado de visita en la residencia de José Rosario, exlanzador del legendario Juncos Farmacia Central Central de 1946, quien vive en Gurabo. Sospecho que la verdadera intención de Miguel fue rellenar minutos porque ni siquiera hemos llegado al Barrio Tejas de Humacao y fácilmente nos queda más de media hora de carretera. Rebusco en la memoria, para lo que ayuda mirar por una ventana, y la falda sureste de El Yunque se convierte en el atrecho que nos lleva —es casi inevitable— al Sixto Escobar de los años cuarenta. Los viejos saben que ha sido el único estadio de béisbol con árboles de pino en terreno fair, pero que no molestaban la acción del juego; así de lejanas eran las distancias. Como no había rótulos, calculo unos 380 pies por las líneas. El jardín central parecía una finca con su inalcanzable longitud de 432 pies, número pintado a brocha en una verja de cemento coronada con incrustaciones de botellas rotas color verde y ámbar.

En este escenario, de típicas irregularidades de parque antiguo que provocaban atrapadas poco comunes, presencié dos de las tres jugadas defensivas que describí a mi amigo. Hoy, semanas después, los flecos de la memoria me han devuelto otros detalles que ahora incluyo.

El batazo de Millán Clara a Paco Sostre fue alto y largo. En el izquierdo, Fellé Delgado titubeó. Tal vez, perdió la bola en las paredes blancas del Normandie porque inicialmente se movió hacia el frente y luego quiso corregir retrocediendo, pero ya era tarde. La bola volaba sobre su cabeza y pronto comenzaría a rebotar locamente entre las raíces de los pinos. Mientras tanto, desde los lejanos espacios del bosque central, donde el drama entre lanzador y bateador se ve a cámara lenta, Luis Rodríguez Olmo había observado que el lanzamiento de Sostre sería alto y adentro. Su primera reacción —decisiva en el desenlace de la jugada— fue transferir el peso de su cuerpo hacia la derecha en anticipación a un batazo por el izquierdo. Iba de camino antes de la conexión del bate y la bola. Demostró que la frase salió con el sonido, tan repetida por los comentaristas para describir el arranque adelantado de un guardabosque, es en realidad, todo lo contrario, un movimiento tardío.

Atrechando en larga diagonal, Olmo no persiguió la bola en su trayectoria aérea, sino que corrió directo al lugar donde caería. Con un elegante tranco que ocultaba su verdadera rapidez, cada vez más, acortaba la distancia entre la bola y el guante, hasta que finalmente hizo la cogida casi detrás de Fellé, a pulgadas del terreno, El impulso de su carrera lo internó en los pinos y tuvo que saltar entre las raíces para no tropezar, apenas sujetando la bola que temblaba en las tirillas del guante. Cuando logró detenerse, estaba en la línea del foul del izquierdo. Olmo había recorrido la mitad del territorio que hay en los bosques. Un esfuerzo comparable sería que el jardinero corto atrapara un elevado detrás del receptor. Por varios segundos, la incredulidad y el asombro demoraron los aplausos. Luego, un súbito estruendo. Las palomas que habitaban en las vigas del techo del grand stand volaron espantadas a su segundo hogar, los pinos del bosque derecho. Al mismo tiempo, en dirección contraria, Olmo trotaba de regreso al banco de San Juan. Compañeros de equipo, algunos civiles que se tiraron al terreno y un policía que olvidó sus deberes, lo esperaban para felicitarlo con palabras gritadas, palmadas y puños de admiración. El Jíbaro Olmo nunca levantó la vista. Ha sido la única ocasión en que un guardabosque central cruza la línea de foul del izquierdo después de hacer una cogida.

La segunda mejor jugada que recuerdo aconteció pocos años después, en el nuevo Escobar de finales de los cuarenta, ahora con torres de alumbrado para béisbol nocturno, cercana verja interior para facilitar la atracción que es un cuadrangular y pizarra eléctrica con la alineación de los equipos. Aquella noche de lluvias y ventoleras conocí por qué a Rubén Gómez le decían El divino loco. En una interminable primera entrada, San Juan le anotó siete carreras, y ya Santurce tenía a dos lanzadores calentando. El tercer out fue un duro roletazo que Fernando Ramos, en primera base, logró detener; pero la bola rodó hacia terreno foul. Allí la recogió, y entonces, hizo un tiro arrastrado a Rubén, quien manejó tres cosas de modo simultáneo: coger la bola con el guante al revés, pisar la base medio paso antes que el corredor y acomodarse la camisa con movimientos guapetones dirigidos a todos los que estábamos en el parque. Su mensaje era fácil de entender: Yo vine aquí a ganar y no me sacan ni con dinamita. Esto está empezando. En la séptima entrada empató el juego con un doble con tres en base contra Guayubín Olivo. La primera del décimo se jugó bajo la lluvia, y Santurce anotó una carrera para tomar la delantera. Casi cuatro horas después de comenzado el partido, con cerca de 170 lanzamientos, luego de permitir siete carreras en la primera entrada, Rubén Gómez salió a lanzar la segunda del décimo. Propinó dos outs consecutivos, y ahora solamente José Enrique Montalvo, el bateador de turno, lo separaba de una victoria ocho a siete.

En el más parejo de los conteos —dos bolas y un strike—, Montalvo conectó un foul detrás del home, al parecer en dirección al techo de las preferencias. El receptor Taborn le salió a la bola, pero antes de llegar a la pared, desistió creyendo que estaba fuera de su alcance. Rubén, olfateando la victoria, nunca dejó de perseguirla porque nadie conocía mejor el impredecible comportamiento atmosférico del área. Cuando terminaban los juegos, acostumbraba a irse a pescar al puente de El Escambrón, famoso por su población de loros y sábalos. Entrada la noche, se le veía en lucha contra las mareas, acompañado por Pepe Lucas, quien aportaba la maña dominicana. Allí conoció las brisas caprichosas que atravesaban el perro de San Gerónimo antes de entrar desorientadas al Escobar para restar o añadir distancia a los batazos de aire. Rubén le pasó por el lado a Taborn acercándose a la estructura del grand stand, cerca del dugout cangrejero, peligrosamente próximo a una fosa de concreto que conectaba por un túnel con el camerino de ese equipo. La bola bajaba rozando la tela metálica en dirección a la fosa. Rubén llegó hasta ella luego de frenar para no chocar con el grand stand; hizo la jugada a la altura de la cintura, con una pierna en el borde de la fosa y la otra en el vacío; entonces, saltó al suelo y desapareció por el túnel sin esperar los aplausos. Así terminó el juego y esta entrada, la décima y la última, la única en que retiró a los tres bateadores en línea. Para los que estábamos en los bleachers a más de 400 pies de distancia, nuestra visión final fue una camisa con el número 22 en la espalda, que desaparecía al entrar a las penumbras de una cueva.

Cerca del barrio Aguas Claras, en Ceiba, le dije a Miguel que había dejado para el final la historia de la mejor jugada defensiva que he visto en mi vida. La hizo Raúl Figueroa en el patio de la Escuela Labra, allá para 1946. Aquí se interrumpió el silencio de mi amigo. Apartando los ojos de la carretera preguntó: —¿Y quién es Raúl Figueroa? —Tú no lo conoces —le dije.  Nunca se puso un uniforme de jugar pelota, no jugó Futuras Estrellas, no participó en ningún torneo; es más, creo que no le interesaba el béisbol, pero puedo asegurarte que desde los inicios de nuestra pelota en 1896, nadie ha visto una jugada igual…y por favor, mira hacia el frente que me pongo nervioso y se me olvidan los detalles.

Para empezar, debes saber que los juegos en la liga de la escuela Labra terminaban a las siete y media de la mañana, hora en que sonaba un timbre anunciando el inicio de clases. Se utilizaban bolas de tenis o de goma maciza, y como bate, alguna tabla. Jugábamos en una cancha de baloncesto con superficie de cemento que, por tener forma rectangular, resultaba difícil adaptar para béisbol. Cualquier batazo sobre la cercana verja del bosque derecho se penalizaba con tres outs porque las distancias eran muy cortas y, además, la bola tardaba en ser recuperada, especialmente si rebotaba contra el costado de una guagua, o peor, en el techo de un trolley de los que entonces circulaban por la Ponce de León. Detrás del izquierdo, donde hoy se encuentra la avenida Roberto H. Todd, había varias viviendas de madera con patio, balcón y perros. Los cuadrangulares en esta dirección estaban permitidos debido al grado de dificultad presentado por los altos árboles de roble que obligaban a hacer un swing de abajo hacia arriba. El área del jardín central terminaba cerca del portón de salida, y se distinguía por una media luz que bajaba desde las alturas de ramas entrelazadas que terminaba casi en sombra en las raíces. Este tupido techo, que servía para guarecerse de la lluvia, demás está decir, hacía imposible localizar un batazo de aire y, no vayas a creer que ésta era una liga de parvulitos. Te voy a mencionar algunos nombres de peloteros que jugaban en la Labra: Rafael Ocasio, Tino Cains, José Miguel Pedroso Morales, Quico de Jesús, Carlos Guerra, Tetelo, el de la dieciocho, y otros que madrugaban, se tragaban el desayuno bajo una lluvia de regaños y cogían guagua o caminaban para estar allí antes de las siete menos cuarto de la mañana y, sin calistenias o estiramientos, expresarse físicamente en este deporte individual y de conjunto que se llama béisbol.

A las siete y veintinueve de la mañana, un día de mayo de aquel año de 1946, con el juego empatado y tres niños en base, el bateador, Tino Cains conectó un alto elevado por el central. Cuando la bola estaba en el apogeo de su trayectoria, sonó el timbre de la escuela para avisar que comenzaba el día de clases, de manera que esta sería la última jugada del partido porque la liga de la Labra, quiero que sepas, ha sido la única en la que el béisbol se jugaba con reloj. Tomando en cuenta la reputación del bateador, el guardabosque central Raúl Figueroa se había estacionado unos pasos atrás. Aun así, era evidente que enfrentaba inconvenientes para localizar la bola. Quienes han practicado este deporta saben que una de sus mayores dificultades consiste en seguir una bola que viaja de sol a sombra, como ésta, que primero flotó brillante cerca de las nubes y ahora bajaba opaca en dirección a los árboles. Al hacer contacto con las ramas, la bola cambiaba de rumbo como un péndulo alocado que desataba las flores del roble al tropezar con ellas. Descendían pálidas y púrpuras. Algunas, por última vez, antes de marchitarse en la mañana de Santurce.

Nunca antes, un guardabosque había enfrentado mayor cantidad de obstáculos en una gestión defensiva: seguir con la vista una pelota que variaba en su iluminación, la errática ruta entre las ramas que provocó la distracción de un carnaval de flores, el sonido del timbre, la presión de los tres en base con el conocimiento de que el juego estaba en la balanza. Ante semejante conspiración de adversidades, Raúl Figueroa permaneció inmóvil. Por infalible instinto de niño, había decidido no perseguir la bola, sino esperar por ella como si fuera un animal doméstico, que cansado de dar vueltas terminaba por acercarse. Así fue. Ha sido la única ocasión en la historia que la bola busca al fildeador y se le acomoda rendida entre los dedos.

Es casi una tradición, que luego de una atrapada sobresaliente, el orgulloso pelotero exhiba la bola igual que si fuera un trofeo. Raúl Figueroa no siguió la costumbre. Trotó tranquilo desde el bosque central hasta la escalera de entrada a la escuela. Allí recogió sus libros y se marchó al salón de clases.

Llegamos a Río Grande y, mientras me bajaba del carro, pregunté al amigo Miguel:

—¿Cuál de las tres cogidas te hubiera gustado presenciar?

—La del niño que atrapó el bombo entre las flores— fue su respuesta.

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