Universidad y amistad

 

 

Especial para En Rojo

Una mañanita fría y brillante de sábado de otoño, por una esquina de la mitad de esta ciudad (Nueva York), nació mi hija. Un tiempo después entró en la escuela y hace poco se graduó y se va para la universidad. El tiempo es así. Busco qué decirle, cómo aconsejarle, qué recomendarle; el mundo ha cambiado tanto desde que yo fui prepa.

Busco también qué decirme a mí mismo para frenarme y no decirlo todo, para dejarla hacerse universitaria en sus términos, yo que nunca he dejado de estar en la universidad.

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Cuando niño, mi papá me contaba que a menudo soñaba estar caminando por los pasillos de la Universidad como cuando era joven. Me lo contaba con gusto, casi con afectación, como si lo idealizara. En su tiempo (los sesenta) ya había una ruta bien transitada, un ‘pipeline’, que llevaba directo de su escuela superior en el Pepino a los pasillos de la UPR en Río Piedras, facilitado por una infraestructura de hospedajes, carros públicos, clubes estudiantiles y negocios patrocinados por generaciones de pepinianos universitarios antes que él.

Esas evocaciones universitarias suyas me sembraron desde bien temprano una curiosidad casi reverencial por la Iupi, a donde entré con él de niño cuando tuvo que hacer alguna diligencia o lo azotaba mucho la nostalgia. A veces los domingos, cuando regresábamos al área metropolitana de nuestra peregrinación familiar semanal a San Sebastián, papi cogía la Muñoz Rivera y subía por la Avenida Universidad para que viéramos la torre de frente. Ya casi en la Ponce de León se veían las palmas enormes enfiladas bonitas por el portón de Camino Real, los árboles serios detrás del muro largo con su verja verde y sus pilotes amarillos de ladrillos claros, luego el museo (horizontal, elegante) y allá a lo lejos, la biblioteca.

Por su apego a la Iupi, se hubiera pensado que papi fue lo que más tarde fui yo, estudiante ‘eterno’ estirando el chicle universitario hasta lo último. Requedándome. Pero no. Papi hizo un bachillerato en contabilidad de un tirón y se fue a trabajar. Aún así, lo que esos años representaron para él fue motivo de añoranza el resto de su vida.

Pienso en lo orgulloso que estaría ahora si viera a su nieta adorada, ya grande y a punto de empezar su primer semestre universitario. Si aún pudiera, de seguro le contaría sobre sus sueños recurrentes andando por los pasillos de la Universidad, con la misma expresión soñadora con que me lo contaba a mí hace cuarenta años.

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Mi hija entrará a una universidad distinta a la mía, en un país y un momento también distintos. Algo que nos será común, espero yo, es ese sentido de estar entrando a un tiempo de aperturas, de ampliación de la mirada, de encuentros constantes con preguntas y respuestas nuevas. Pero como otros ‘digital natives’, llegará quizás ya curada de espanto, habiendo visto al menos de reojo muchas de las cosas que a mí tanto me asombraban cuando empecé.

Buscando qué decirle y qué filtrar me voy en el viaje…

Cuando yo entré a la universidad parecía estar librándose una guerra. O en todo caso una guerra de palabras. Se hablaba de la necesidad de ‘un nuevo lenguaje’, ya fuera porque estábamos rodeados de cosas nuevas que las palabras viejas no describían bien o porque las formas habituales de hablar y pensar siempre nos habían tergiversado las cosas sin que nos diéramos cuenta, haciéndonos ver el mundo como si fuera más simple de lo que era.

Algunas formas básicas como esa aspiración renovadora del lenguaje se manifestaba eran:

1) la sustitución de las proclamas totalizantes sobre La Historia, La Cultura, El Hombre (en singular y con mayúscula) por un llamado a estudiar múltiples historias, culturas, hombres y mujeres como existían de hecho, en su diversidad y complejidad;

2) el rechazo a las dicotomías y categorías binarias que dividían el mundo en entidades nítidamente autocontenidas y alegadamente opuestas, – mente/cuerpo, razón/emoción, hombre/mujer, individuo/sociedad, objetivo/subjetivo, personal/político;

3) el uso proactivo de lenguaje inclusivo por género (los puertorriqueños y las puertorriqueñas, los niños y las niñas, los compañeros y las compañeras – todavía no se usaba la e del español inclusivo actual);

4) una actitud exploratoria hacia la dicción, la tipografía, las construcciones gramaticales (por ej. el uso del retruécano: ‘ciencia del arte y arte de la ciencia’) bajo la premisa de que ver más allá a veces se logra trastocando lo más inmediato, como las palabras que siempre decimos en el mismo orden sin pensar.

Mucho de lo que estaba pasando estaba asociado a ese evento académico y cultural internacional frecuentemente menospreciado pero no exento de buenas lecciones llamado el debate posmoderno. Era difícil seguirle el rastro al debate porque muchas de las posiciones presuntamente posmodernas no eran para nada nuevas y habían sido planteadas por autores ‘modernos’ hacía tiempo. El ‘debate’ era más como un fenómeno atmosférico en movimiento, repleto de restos arrastrados por ráfagas de críticas que venían de distintos lugares y distintos tiempos, pero que a los recién llegados nos alcanzaban todas más o menos a la vez.

Para mí lo principal y más revelador era el tema general de la historicidad (y la no inevitabilidad) de casi todo, incluyendo las categorías mismas que usábamos para percibir, conocer, pensar y sentir. Que las instituciones, las relaciones personales, la forma de la ciudad, los países, los productos de consumo, las costumbres, las creencias, las ciencias, incluso los moldes mismos sobre los que estaban montados mis propios pensamientos fueran en parte el producto de ‘meta-narrativas’ y fuerzas sociohistóricas precisas y pudieran ser de otra manera, a mí me parecía la cosa más excitante del mundo.

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Aunque muchas de las ideas no eran nuevas, para mí sí lo eran. Y buena parte de mi experiencia universitaria consistió en buscar esos instantes de descubrimiento que ocurrían con frecuencia durante mis clases o intentos de lectura o en algún debate no previsto en medio de un encuentro casual con mis amigos o futuros amigos en los pasillos de la universidad.

Esos debates de pasillo a menudo consistían en acusaciones recíprocas plagadas de etiquetas cuyos significados nosotros mismos no entendíamos del todo. ‘Deja de ser tan eurocentrista! esencialista! racionalista! positivista!’ ‘Tú siempre con esas posturas tan totalizantes! homogeneizantes! monolíticas! deterministas!’ ‘Estás siendo víctima de tu propio relativismo! reduccionismo! falocentrismo! posmodernismo!’ Para defenderte bien no bastaba con ofenderte; tenías que informarte. Yo quería correr a descubrir qué significaba cada ‘-ismo’ y cómo conectaba con los demás. Le preguntaba a mis profesores cuando me atrevía o a los estudiantes más avanzados, o buscaba en los ficheros de la biblioteca. La internet todavía estaba en pañales. Pero los libros casi siempre estaban ahí.

Me encantaban esos pequeños vértigos privados o públicos, a veces autoinducidos, esas pequeñas caídas al vacío que ocurrían cotidianamente cuando algún nuevo nivel de mi subsuelo mental se derrumbaba. Pero eran vacíos temporeros, circunscritos, con maya de seguridad. Hacíamos piruetas imposibles y decíamos aparatosos disparates, pero allá abajo al fondo estaba el amor general por la vida, la curiosidad en todo su esplendor y quizá lo más crucial, el sentido de protección que daba ser parte de la universidad. Para aprender y desaprender tan vertiginosamente como al parecer lo requería el momento era crucial poder equivocarse sin caer roto en el piso para siempre.

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Muchas de aquellas lecciones supuestamente ‘posmodernas’ yo las aprendí a coro, colectivamente, en el movimiento estudiantil. Por lo general no era un coro muy armonioso, sino una explosión disonante que creábamos y modificábamos a fuerza de desacuerdos, gritos, risas y, en ocasiones, llantos. En el proceso íbamos aprendiendo y practicando ciertos gestos argumentativos útiles, formas transferibles de ampliar la mirada o virar conceptualmente la tortilla; ‘XXX no es una cosa, sino un proceso!’ ‘YYY no es natural, sino socialmente construido!’ ‘ZZZ no es una esencia inmutable sino una relación de fuerzas!‘ABC no es un objeto monolítico, sino una multiplicidad!’ Poder describir cuáles eran esos procesos, relaciones, contextos o fuerzas era otro cuento. Pero ya el hecho de ir montando parte por parte esa orientación más procesual, contextual, relacional, plural (a veces decíamos dialéctica, post-metafísica, anti-esencialista) para mí se sentía como un avance. El conocimiento después de todo, sí parecía ser posible. ¿Pero para quién? ¿Para qué?

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Tengo una foto de mis hijos todavía chiquitos sentados en un banco de la placita de Humanidades mostrando unos pilones que les había traído de regalo mi gran maestro, el Dr. Antonio T. Díaz-Royo, profesor legendario del Departamento de Psicología, quien se ve sonriente en la foto detrás de ellos con una gorra, unas gafas y una guayabera color crema. Se ve el verde intenso de la vegetación viva de la placita y, al fondo, se ve el Teatro. Era agosto de 2012. Yo llevaba varios años sin entrar al campus. Díaz-Royo ya se había retirado pero la sonrisa en la foto es la misma con que miraba benigna y diabólicamente a su -en ocasiones- confundida audiencia cuando yo cogí mi primer curso de Psicología a inicios de los noventa. Nos hablaba de cosas que estaban más allá de lo que la mayoría de nosotros jamás había pensado. Yo no tenía veinte años.

En aquel curso introductorio, el valor y la validez misma de la Psicología no se tomaban por dados y se cuestionaban constantemente. El sentido de palabras comúnmente usadas como ‘individuo’, ‘conciencia’, ‘esencia’, ‘razón’, ‘verdad’, ‘progreso’, ‘objetividad’, ‘inteligencia’, ‘instinto’ o ‘sentido común’ era puesto en entredicho cada vez que alguno de nosotros las pronunciaba. La psicología (y más en general, la ciencia) que estábamos allí para aprender estaba hecha de preguntas y debates más que de datos y respuestas definitivas.

Fue el curso subgraduado donde más tuve que leer. En una de aquellas lecturas encontré la más importante lección de mis años universitarios. Venía de El ascenso del hombre, un libro de Jacob Bronowski basado, supe después, en una serie de televisión de principios de los setenta. En el capítulo titulado Conocimiento o certeza, Bronowski (científico y matemático polaco de origen judío que promovía la unidad de las ciencias y las artes y que murió poco después de publicado el libro) conectaba el ‘Principio de incertidumbre’ de la física cuántica con la importancia de la duda y la humildad cognoscitiva en las ciencias y en la vida. Ante la acusación hecha por muchos de que el conocimiento científico nos deshumanizaba y nos convertía en números, Bronowski mostraba que lo que había reducido los humanos a números era la certidumbre, la certeza absoluta, la orientación dogmática y soberbia que no dejaba lugar a la duda y que había caracterizado al fascismo, haciendo posible el sistema de exterminio y atrocidades de los campos de concentración.  La ciencia era, debía ser, lo contrario de la certeza absoluta, un ejercicio de búsqueda y consolidación de saber hecho a sabiendas de que lo que sabemos está siempre sujeto al peso de nuevas evidencias, una aceptación de buen grado del hecho de que el conocimiento es provisional, incompleto, sujeto a cambio y aún así necesario, urgente, posible.

El texto terminaba con una cita melodramática de Oliverio Cromwell que nunca se me olvidó: “Yo te suplico por las entrañas de Cristo que pienses en la posibilidad de estar equivocado.”

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Es quizá un cliché decir que mucho de lo que uno aprende en la universidad lo aprende fuera del salón de clases, en esa región intermedia y aun plenamente universitaria llamada ‘los pasillos de la universidad’. Quizá para papi, aquellos pasillos con los que tanto soñaba evocaban un tiempo de apertura, de tránsito, de búsqueda y de posibilidad que la vida posteriormente le fue cerrando… A mí, recordar esos pasillos hoy me hace apreciar la fortuna de haber ido a una universidad tan absolutamente presencial y pre-pandémica como aquella a la que fuimos tantos sin darnos cuenta de lo que teníamos, donde vernos y abrazarnos era parte normal del fluir de los días. El recinto de Río Piedras sigue repleto de esos espacios de ‘infraestructura social’ (E. Klinenberg) donde cualquiera puede sentarse a participar del milagro diario de la co-presencia, ser parte de una mezcla cambiante de amigos, extraños y esos desconocidos que te acostumbras a ver y que el psicólogo Stanley Milgram llamó felizmente ‘familiar strangers’. Muchos de mis grandes amigos empezaron siendo familiar strangers en el lobby de Sociales, La Lázaro, la placita de Humanidades, el Centro de Estudiantes…

Ahora, con los años, confirmo lo que sospechaba; que en esos pasillos anchos o estrechos estaban tomando forma amistades que me acompañarían mucho más allá de aquellos días, incluyendo una enorme red de amigos potenciales que se volverían amigos eternos con los años. Quizá lo más grande que me ha dado la universidad son justo estos amigos con los que empecé a hablar alguna vez en un pasillo y las conversaciones que seguimos teniendo, lo mucho que aprendo hablando con mi amigo el arqueólogo, mi amigo el geógrafo, mi amigo el filósofo, mis amigas y amigos psicólogos, periodistas, escritores, maestros, artistas, activistas, abogados, investigadores, gestores, creadores de negocios, toda esta gente luchadora y comprometida en el sentido antiguo y fuerte de esas palabras y que siempre me hacen sentir tan orgulloso. A la mayor parte los conoce mi hija, que ha crecido visitándoles u oyendo sobre ellos. La Universidad impactando a mis hijos a través de las amistades que me dio.

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Hace unos meses estuve por mi universidad y verla un poco apagada me desencajó. Los merenderos de Sociales estaban vivos, pero la placita de Humanidades estaba un poco deshabitada y seca. Cuando pasé por el primer piso de la Lázaro vi que los ficheros, donde tantas horas pasé buscando y descubriendo, no estaban allí y los extrañé. Sentí un vacío. Pero más tarde el mismo día un amigo querido me llevó a donde los habían puesto. Estaban en el segundo piso, íntegros y con el mismo olor a búsquedas pre-digitales. El gusto que me dio pararme frente a la materialidad irreductible de esa infraestructura informacional que tantos viajes me auspició no lo puedo describir. Quiero pensar que algo de lo que no se ve en el campus cuando uno lo visita hoy no ha desaparecido, solo ha sido puesto en otra parte.

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Tras la pandemia, las bajas en el número de estudiantes universitarios matriculados se han hecho sentir en centros académicos alrededor del mundo. La Universidad en general pareciera estar todavía en recuperación post-pandémica, reaprendiendo ella misma a ser universidad presencial.

En el caso de la UPR, aparte de la pandemia, están los golpetazos que la Junta le ha dado todos estos años. La universidad siempre ha tenido enemigos. Y a veces pareciera tener como cierta propensión a procurarse enemistades, o en todo caso a provocar formas de imaginarla que no le son amigas. Pero no todo el que la mira desdeñosamente tiene el poder directo de desmantelarla. Ante esos, los desmanteladores, no se puede ser indiferente. A mí por lo menos me da vértigo imaginar un país como el nuestro sin una universidad como la nuestra: refugio y bastión de futuro a través del cual tantos caminos posibles se conectan, espacio donde proteger la debilidad relativa y productiva de la duda frente a la rigidez absoluta de la certeza, la dignidad de la imaginación y la memoria frente al cinismo neoliberal de la entrega al mejor postor. Cuando en aquellos años proclamábamos la necesidad de un nuevo lenguaje, no podíamos saber la exactitud con que muchas de las palabras viejas, ‘panfletarias’ (opresión, explotación, desposesión, saqueo, imperialismo, patriarcado), seguirían describiendo el mundo como lo vemos hoy.

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Hace unos meses los profesores de la universidad a donde irá mi hija se alzaron por primera vez en 250 años y lograron, contra las mezquinas recomendaciones de los consultores caros que la administración pagó, defender la universidad asegurando mejoras sustanciales en salarios para los profesores sin plaza y ayudantes académicos, además de mejoras en condiciones de trabajo para todos. Me inspira y me da esperanza pensar que esos serán los maestros de mi hija. Y me da para imaginar una UPR repuesta del saqueo y la sequía, capaz de nutrirse y nutrir al país, haciendo ciudad con todo lo que la rodea.

En el proceso, toca procurarla, estar pendiente, ir a verla, visitarla como se visita a un amigo, por lo vivido y porque nos hace bien a todos. Y porque se es más vulnerable cuando nadie mira.

Entonces, abajo los esencialismos! Pero sin olvidar que a veces hace falta lo que Gayatri Spivak llamaba un ‘esencialismo estratégico’: sabemos muy bien que somos todos diferentes, pero en el mapa de las fuerzas de ciertas luchas que nos importan ocupamos una región tan definida y actuamos tan parecidamente que vale la pena perdonarnos la imprecisión de decir que somos uno, que somos los mismos, aunque en un sentido absoluto nadie lo es.

Abajo los reduccionismos! Pero siempre en busca de los mecanismos precisos, las causas precisas, entendiendo que para avanzar también hay que especializarse, enfocarse en una cosa a la vez, contando con que otros traigan noticias de otros frentes, para hacer causa común cuando haga falta.

Abajo los sistemas de opresión que se cuelan subrepticiamente en lo que hacemos y decimos. Pero déjame escucharte bien, darte el beneficio de la duda, antes de acusarte irreversiblemente por algo que acabas de decir o me dijeron que dijiste, antes de estigmatizarte, ponerte el sello, encerrarte tras la puerta inmóvil de la certidumbre, echarte por el tubo del silencio para siempre, como si fueras un bloque unitario de impureza, eterno e incambiable, si al final podrías acompañarme a defender lo que nos es común.

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Lo cual me trae a lo de los consejos para mi hija, que está a punto de comenzar su semestre y que pudiera no necesitarlos. Si en algo su experiencia de prepa se parece a la mía, le tomará un tiempito aclimatarse. Pero luego encontrará un sentido de libertad interior y de apertura por el cual habrá valido la pena esperar. Para evitar que mis inclinaciones melancólicas empañen mucho el panorama, me limito a hacerle una lista de consejos prácticos:

Sé parte. Participa.

Toma notas y repásalas.

Presta atención a las palabras.

Lee con sospecha y generosidad.

No creas que el presente lo es todo.

Mantente al lado de acá de la resignación.

No cruces los pasillos demasiado rápido.

-No cierres la puerta a la posibilidad del error.

Lleva un diario.

Asómbrate.

No dejes de reír.

-No dejes de reír.

Son inevitables los días tristones, los malentendidos, la soledad ocasional, las injusticias grandes o chiquitas. En esos días, mejor ponerse metas modestas, llevarse uno mismo de la mano, recorrer los pasillos más familiares, quizá incluso ir a ver a tus viejos y contarles… Estaremos aquí, disponibles y atareados, aprendiendo algo nuevo y difícil para lo cual quizás no estamos listos: verte llegar y verte ir… ahora que has crecido tanto.

 

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