Ana Marina Rúa
Ahora, fuera del bosque, afuera. El afuera no es sino adentro.
Ambos están ahora ahí, en el espacio de muros lisos. Ahí en la cámara donde moran las líneas del límite albo, el que muda en jaspe cuando se le toca justo y preciso. Todo ahí es límite, de hecho: los objetos existen en un blanconegro duro y liminal que no es permitido en otros espacios. Cazador ha construido esta guarida con sumo afecto y cuidado; la ha guardado de acechos varios y falsos adeptos. A ella les ha permitido entrada a sólo unos pocos, y no olvida sus desaciertos. En ella custodia, receloso, los artefactos de su oficio.
Y es aquí donde la trae a Ella.
Cazador quisiera poder hablarle fijo, quisiera que su palabra arribara sin veta ni error. Algo en él maldice el duelo del verbo fallido, del eco que pierde voz tan pronto se lanza, y por eso prefiere callar, no emitir palabra y en vez esperar, en ese aire pesado y frágil a la entrada de la cámara, que se le entienda.
Cazador no sabe que Ella ha entendido cada palabra, cada una de ellas clara y maciza, cada una de tierra y de miel, portadora de su tristeza en madera y metal, desde la primera vez que conoció la ceguera. Ella quisiera poder contestarle fijo, quisiera que su respuesta arribara sin nube ni tardanza.
Entran ahora.
Esta vez es la primera y es la repetida, la que se supo. Cazador la sienta en el diván.
Mientras él busca el objeto que ha escogido ya con sumo esmero, Conejo mira a su alrededor. Con los ojos repasa cada superficie: inmersa en el juego que le ha dado tanto placer desde que empezó a existir, no se da cuenta del sonido de los pasos, ni de la puerta que abre y cierra cerca de ella, ni del correr líquido, repentino. Pero tan pronto mira a lo largo de estos muros lisos, siente lo visto en piel: la imagen retumba en carne y se clava certera en nervio y pupila.
Aunque no repara en los sonidos a su alrededor, Ella sabe, o intuye, o siente, así, del modo que se le enseñó a estar y ser del mundo, a su Cazador. Sabe lo que él necesita que haga y ansía hacerlo con un conato animal. Ahora sólo queda esperar.
Cazador regresa con su presente: un collar de color de hierro que esplende bajo la luz de la cámara. Con el cuidado preciso con el que acicala su arco le pone el collar. Sonríe, y Ella siente el derrame que llega al germen.
La lleva, dulce y con sumo cuidado, al plato que ya está servido. Ella repta, siente el olor del cuero, ve el tensar breve de la correa que la hala a su alimento. Cazador se ha vertido ahí hace apenas un momento.
Entonces la palabra, la orden clara, hace su arribo. Ella lo mira por un instante blanco.
Bebe. Sin saber cuándo volverá a tomar su presente, lame hasta la última gota.
Abre el lente, y la cámara estalla en luz quieta.