Será Otra Cosa: Anubis

 

Especial para En Rojo

Hemos vivido en cuatro ciudades distintas en una docena de años. Yo carezco, muy a mi pesar, de espíritu aventurero, de modo que acostumbrarme y aprender a apreciar cada hábitat fue (y es) un asunto bastante lento, parsimonioso, un proceso que siempre empieza por el patio.

Al decir “patio” me refiero al paisaje inmediato, no necesariamente a un pedazo de mi propiedad: de hecho ningún “patio” en Estados Unidos fue nuestro antes de éste desde donde escribo ahora, e incluso en éste, mi noción de “patio” se expande más allá de lo que, según la ley, me pertenece. La parte de atrás de la casa colinda con un bosque, una reserva natural poblada de enormes pinos. Y los pinos, además de llenar con su recia belleza este paisaje que hoy exploro, tímida, palmo a palmo casi, me van ayudando a habituarme, comienzan a susurrar estás en casa, tranquila, estás en casa. Creo que su talento para inspirar calma tiene que ver más con su color que con su tamaño, porque contrario a, digamos, las magnolias del Bronx, los cerezos de Washington D.C., los ginkgos de California o los arces de Manhattan (donde el “patio” era una manzana citadina conformada por cuatro esquinas), estos pinos del norte de Arizona no solo son inmensos, sino que nunca se deshojan: están siempre verdes, sin importar la estación. Escribo sobre ellos y me viene a la mente ese juego de niños en donde “tocar palo” era una declaración de haber llegado, de seguridad, de invulnerabilidad.

Los árboles en cada una de esos hogares nuestros en lo que llamamos a veces “la diáspora” han sido una parte importante del paisaje que poco a poco llegué a explorar y, si bien mínimamente, a conocer. Pero la parte más importante de mis incursiones cotidianas no es tanto la flora como la fauna. Algunos animalitos, como las ardillas, son al parecer omnipresentes, y se nos acercaron, sin miedo, en ambas costas. Su forma cambia un poco, según la ubicación: las ardillas del norte de Arizona, por ejemplo, son mucho más orejudas que las de Nueva York y Virginia. Pero son igual de grises, y parecerían estar todo el tiempo en todas partes.  Me recuerdan a nuestros changos boricuas: son tan comunes que, de tanto verlas saltando por ahí, una tiende a olvidarlas un poco, al cabo de un tiempo, a pesar de lo mucho que se mueven. Eso de ‘saltando” no me satisface, no es un verbo muy preciso: las ardillas se mueven de una forma tan peculiar que les ha ganado, en inglés, su propio verbo, “squirreling”, una forma verbal de “ardilla” (squirrel) que no existe en nuestro idioma y que sirve para describir un movimiento rápido y nervioso pero también la tendencia a esconder pequeños objetos (nueces, piñas de pino, el ocasional figurín o botón escapado de algún bolsillo humano) en escondites a los que luego regresan a hurgar, comer, descansar y protegerse del frío. Son cómicamente oportunistas, las ardillas: desplazan, por ejemplo, regularmente a los pájaros que alegremente se bañan en una suerte de fuentecilla de cemento (o mármol, en los patios finos) que se llama, literalmente, “baño para pájaros” y que suele adornar los patios en la costa este, y son muy capaces de  robar, las muy traviesas, si les das acceso a cosas interesantes pero lo suficientemente pequeñas y livianas para poderlas cargar en sus codiciosas manitas.

Cada estado trajo consigo algún animalito más especial, algún “descubrimiento” de fauna, a veces fotografiado y compartido de prisa en las cadenas de “chat” de texto que conservo con mis amigas de Puerto Rico. En Virginia y DC, creo que fue un mapache (una criatura encantadora, enmascarada como El Zorro, con un rabo gris, peludo y adornado de anillos blancos) que aparentemente visitaba nuestro zafacón en medio de la noche, y con quien tuve contacto visual cuando me escurrí (y, ahora que lo pienso, me escurrí casi como una ardilla) fuera de casa para fumarme un cigarrillo (no, lector, ya no fumo, hace mucho que logré romper el hábito) fuera de casa y allí estaba mi amigo el mapache, que igual era hembra, pero siempre se quedó “amigo” en mi memoria. Me miró fijamente durante algunos segundos y, al ver que yo no parecía tener intenciones de acercarme a él, siguió en lo suyo: hurgar en el zafacón. Era una criatura encantadora, un peluche vivo que pude observar a cierta distancia por varios minutos. Uno o dos meses más tarde me encontré una zarigüeya dentro del mismo bote, aunque no pude observarla mucho porque del susto, lo tapé de prisa, aunque a medias, para proporcionarle una vía de escape al animalito, y me metí en la casa, convencida de que había tenido suficientes aventuras en la jungla de mi patio para un miércoles, y que temprano al día siguiente me esperaba mi usual travesía mañanera en metro y a pie hasta llegar a mi cubículo blanco en la calle H.

Allí en Virginia y D.C. (y más adelante, en Nueva York) me acostumbré además a ciertos pájaros, para mis vecinos muy comunes, pero para mí casi mágicos. El petirrojo, por ejemplo, que anuncia la llegada de la primavera. El azulejo, que le sigue algunas semanas más tarde y que es de un color intenso, imposible. No sé si para ustedes sea igual, pero a mí el azul en los animales siempre me agarra por sorpresa, de buena manera: azul es magia, una suerte de magia diminuta, absurda y bella.

Me faltó mencionar los también siempre presentes finches, que en mis patios, todos, se comportan como si cualquier arbusto, hasta el más vulgar, fuera un gran condominio, es más, una tremenda metrópolis. Como los cangrejos, “bubis” y otras criaturas que pueblan los mangles de mi tierra, de esa tierra mía que es también mar, estos finches continentales me recuerdan a diario que el mundo es un fractal y que de cualquier malla puede desprenderse un universo.

Se me ha puesto el ánimo un poco azul, como el azulejo neoyorkino –y también, quizá, ay, como el del Anubis–pero me estoy adelantando, por culpa de la irrupción de ese color de maravilla, a los eventos. Estábamos hablando de los pájaros y de algunos de los animalitos que marcaron cada estadía, cada hogar, cada modesta aventura de patio, en este extraño continente que hoy habito, lejos de mis islas, y aún me quedan por describir (¿descubrir?) un par de personajes importantes en las paradas anteriores.

En Virginia/DC, el encuentro más significativo fue el del mapache con afición a la basura. En California fue, probablemente, el coyote suburbano, a quien espié con especial fascinación hasta que supe, por una vecina, que se había llevado en la boca, literalmente, al perrito de otro vecino, y a quien continué espiando con más miedo que fascinación, y con esa desazón que nos provoca saber (o más bien aprender, una y otra y otra vez) que la intervención del mundo animal en nuestros espacios no es tal, sino que se trata del producto inevitable de la expansión del mundo humano y nuestro metimiento en los hábitats del resto de este planeta que, gracias a nosotros mismos, ha dejado de ser, cabalmente, natural.

En Nueva York, luego de conocer a las enormes ratas del tren subterráneo (que son verdaderamente enormes, créanle a los neoyorkinos cuando les cuenten, les juro, lectoras, que son del tamaño de un gato), y superar la obsesión por los petirrojos y azulejos que competían con las ardillas por su baño de pájaros, conocí a Flor.

Flor, por supuesto, es el nombre que le asigné al zorrillo del Bronx. Si esto de ponerle por nombre “Flor” a un zorrillo no le parece obvio, usted es bastante más joven, viejo o despistado que yo, porque “Flor” es un personaje de la película “Bambi”, un filme que es una de las fuentes de las que casi todos nosotros, boomers y gen-exers isleños, obtuvimos imágenes para amarrar a sustantivos como “zorrillo” que no existían en nuestro paisaje material pero sí en nuestra imaginación caribeña. Es curioso: al mapache lo dejé sin nombre, pero le digo “amigo”, mientras al zorrillo lo identifiqué como zorrilla y la llamé “Flor”, sin evidencia, por puro antojo.  Pero no importa. Lo que importa es que era una criatura adorable y nocturna, y mis (bastante numerosos) encuentros con ella fueron lo suficientemente cercanos como para poder observarla bien, pero lo suficientemente distantes como para protegerme de lo que todas, norteñas o no, aun sin pasar por la experiencia, ya sabemos: si un zorrillo se siente amenazado, rocía una sustancia apestosa que, además de atormentar a quien tenga la desgracia de estar cerca, deja un rastro inconfundible que puede muy bien extenderse por cientos de metros y alcanzar uno o más kilómetros.

Flor era más pequeña de lo que yo esperaba de un zorrillo. La verdad es que mientras más rebusco, más descubro lo mucho que mi imaginario zoológico está atado a las caricaturas y películas que nos llegaban con retraso desde el imperio. Las pocas representaciones visuales que mi cabeza boricua tenía disponible para asignarle a la palabra “zorrillo” eran 1)Flor, la amiga de Bambi el venado y 2)Pepe Le Pew, el zorrillo de Looney Tunes de nuestra infancia, a quien francamente prefiero no mencionar porque–y esto es en serio–estoy convencida de que con su constante acoso de la pobre gata, ese personaje contribuyó a la normalización de la macharranería tóxica en más de una generación y en más de un país. La “Flor” de mi barrio no se parecía ni a Pepe Le Pew ni al personaje de Bambi. Era menuda, más bien paticorta, y tenía una especie de sombrero blanco coronando la cabeza de su casi completamente negro cuerpecito. La ví, en la primera de unas cinco ocasiones, de noche, mientras paseaba a mi perra, y estábamos a unos veinte pies cuando nos detuvimos. Así estuvimos un rato (mirándonos, creía yo), hasta que, casi al mismo tiempo, cada cual tomó un camino distinto. Ella en línea recta, nosotras hacia mi casa.

Al día siguiente, leyendo sobre zorrillos en internet entre una tarea y otra, supe que Flor era, como casi todos los de su especie, prácticamente ciega. Por eso parecen rociar tan indiscriminadamente, porque cualquier cercanía puede ser una amenaza. Me enterneció saber que era cieguita. Mi ternura se redujo un tanto, cuando cerca del fin del invierno descubrimos que se había mudado, con sus bebés, a nuestro garaje. No hubo que echarla: se fue poco después, cuando el clima calentó un poco, dejando atrás solo un dejo de ese inconfundible olor a zorrillo.

Esto de conocer fauna norteña es interesante. Yo maravillada, hablando animadamente de un ave o mamífero común, y mis vecinos maravillados ante mi maravilla, porque para ellos, mi emoción, me imagino, es parecida a la que sentiría en Puerto Rico, digamos, un gringo ante la presencia de, digamos, un chango. What a beautiful bird, dirían. Such shiny plumage!, mientras el “beautiful bird” les roba una papa frita y sale volando.

Ahora en Arizona, tenemos como vecinos a una pareja de abogados retirados muy simpáticos y amables. Uno de ellos me envió por texto, de broma, la foto que encabeza esta columna: la clásica imagen de un personaje de Disney en el bosque arquetípico de una mañana cualquiera, rodeada de animalitos. Y es que sí, se parece a mis mañanas, al menos durante dos o tres cuartas partes del año. Salgo afuera un miércoles cualquiera y me encuentro con un pájaro carpintero que me ve y no se inmuta: se detiene por un momento y luego continúa picoteando mi pared, como si nada.  Realmente, si de ver animalitos continentales se trata, aquí en una meseta a 7,000 pies de altura, siempre 20 o 30 grados más fría que, digamos, Phoenix, estoy hecha toda una Blancanieves (con treinta años más encima, un poco de miedo a la nieve, y más marrón que blanca, pero ustedes me entienden).  Casi todos los días, nos visitan venados, a veces dos, a veces diez, en una memorable ocasión más de veinte. No hay azulejos pero hay unos pájaros que se les parecen mucho, si bien un poco más barrigones y gritones; hay ya no sé cuántas especies de finches; hay innumerables ardillas, muy parecidas a las neoyorkinas excepto por las orejas; hay muchos cuervos y algunos halcones; hay marmotas, y son regordetas, peludas y mironas, tan encantadoras como su nombre.

Anubis fue otra cosa. Creo que era martes en la mañana, julio o agosto, cuando el mismo vecino me dijo que estuviera pendiente, porque había visto una familia de zorros ubicarse en un extremo de mi patio. Así que me quedé ilusionada con la idea de ver zorros de cerca. Al día siguiente, cuando salí al patio trasero con mi perrita, ví un animal muy bello, parecido a un perro, sentadito sobre una piedra, a unos veinte pies de mí, pero en nuestro lado de la cerca. Era más grande de lo que yo esperaba, según mis referentes: Disney y El Principito. Nos observaba tranquilamente. Yo lo miraba y él me miraba de vuelta. Su pelaje combinaba blanco, gris, rojo, y algo azul,  una suerte de fantasmagoría azul flotante sobre el lomo, o acaso emanando de él. Era caretón. Cabezón, de hecho. Tan calmo era, que no me pasó por la mente temerle. Le tomé una foto con mi teléfono celular. Al cabo de, no sé, diez o quince minutos, se fue.

Entré en la casa. Le envié la fotografía de inmediato (como tantos otros animalitos norteños, o tantas otras gallinas o turpiales cuando estoy en las islas) a mis amigas. De inmediato, una de ellas contestó:

  • Es un lobo.

No, dije yo, mujer de mundo, es un zorro, fíjate. Me lo dijo el vecino, que es de aquí y sabe. 

  • Pues a mí me parece un lobo, creo que dijo mi amiga, y la imaginé encogiéndose de hombros.
  • Nah, zorro, contesté, y ahí lo dejamos.

Pero tenía razón, mi amiga. Dos semanas más tarde, lo vimos en las noticias. ¿No es ese tu zorro?, preguntó mi esposo. Comparamos las fotos: se trataba exactamente de la misma criatura. Mi “zorro” resultó ser no solamente un lobo, sino un lobo muy particular, único en el área, un lobo gris mexicano (canis lupus baileyi) de nombre M2520 pero conocido por muchos como “Anubis”. Al parecer había cruzado una de esas fronteras arbitrarias que tiene muy poco que ver con ecología y mucho con el capricho humano, y se había instalado en los bosques de Flagstaff, refugiado por los mismos pinos que tan bondadosamente me han acogido a mí. Su especie, por cierto, está en peligro de extinción, de ahí su presencia frecuente en las noticias.  Su captura y/o muerte conlleva multa y pena de cárcel.

Por supuesto, le texteé las fotos y el cuento a mis amigas: Pues sí, tenía razón M, era lobo, no zorro. Se llama Anubis.

Los lobos de esa especie, indicó una bióloga experta en los periódicos, no entienden de fronteras: entienden de hábitat. Cruzan la carretera #44 porque tiene sentido hacerlo, porque el lado opuesto es habitable, y porque el acto mismo de cruzar, de aventurar, de buscar lugares para asentarse, está en su naturaleza. Lo había hecho el año anterior, en octubre, y un equipo de expertos lo había regresado en auto a México, por su propia seguridad. Pero Anubis regresó el verano siguiente, y en esta ocasión el equipo a cargo de conservación de pesca y vida silvestre en Arizona, en lugar de devolverlo a “su lugar” , decidió anunciar su presencia al público, ponerle un collar electrónico visible, de color rosa, y monitorear de cerca sus movimientos. Poco después de visitar mi patio, Anubis aparecía en los periódicos con regularidad. Nunca se le conoció comportamiento agresivo. Muchos celebrábamos su presencia. Pensábamos que encontraría pareja, que nuestra ciudad y nuestro bosque, Coconino, serían el escenario para que Anubis fuera feliz y una especie a punto de extinguirse comenzara a recuperarse.

Viajé a Puerto Rico, y allí pasé las navidades con otra flora y otra fauna, tan distintas, fotografiando gallinas, cabras, iguanas, reinitas, turpiales, pelícanos, mangles…Regresé a Arizona el primer día de enero.

Dos días más tarde, supe que habían matado a Anubis. ¿Quién? Un cazador. ¿Cuándo? El día dos de enero. ¿Por qué?

Por qué. La verdad, no tengo idea. Se supone que la curiosidad y cierta capacidad para la empatía sean dos de mis pocas destrezas. Pero no, no entiendo al individuo del rifle que decidió dispararle a Anubis. No lo entiendo a él, ni a la gente como él.

A Anubis lo mataron (ilegalmente) mientras caminaba por un bosque. Tal vez se detuvo a mirar con curiosidad a su asesino a los ojos. Su falla no fue agredir, o robar gallinas: su pecado, al parecer, fue sencillamente ser y estar: ser un Mexican gray wolf, y estar en Arizona. Estar allí con su collar rosa, con su pelaje que de algún modo emitía ese mágico azul, y con esa vocación o impulso de movimiento que mi familia y yo tan bien entendemos, y que lo llevó a cruzar una línea que para él no podía existir, una de esas líneas que llamamos “borde” y que son fronteras producto de la imaginación imperial, un “borde” que, sin existir realmente, mata.

 

 

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