El día que el mar rugió en Arecibo

 

 

 

Me llamo Manuel. O me llamaba. Ya no importa.

Lo que importa es que estuve allí.

Cuando los ingleses vinieron por nosotros.

Cuando el mar de Arecibo, que siempre fue amigo de pescadores y niños, se volvió espeso, tenso, como si presintiera el hierro que se avecinaba.

Fue en el año del hambre —porque todos los años lo eran—.

España mandaba más cruces que pan. Más decretos que harina.

Y nosotros, los hijos del sol y la sal, sobrevivíamos como sabíamos: sembrando, pescando, aguantando.

Aquel agosto, el mar trajo dos barcos ingleses.

Venían como todos los imperios: con cañones, con banderas, con el hambre vestida de civilización.

Y nosotros, en Arecibo, teníamos machetes, lanzas, y al Capitán Correa.

Correa era hombre de mar, de monte, y de palabra.

No hablaba mucho, pero cuando hablaba, se le paraban derechas las hojas a los árboles.

Tenía la mirada de quien ha vivido sabiendo que su madre es esta tierra, aunque los papeles digan que es de otro rey.

—No los vamos a dejar entrar —dijo.

Y eso fue suficiente.

Éramos treinta.

Treinta hambrientos, treinta cansados, treinta tercos.

Treinta hijos de una colonia olvidada que ese día decidió que, aunque la metrópoli no los salvara, al menos no les robarían su pedazo de costa.

Nos escondimos en los mangles.

La brisa olía a pólvora desde antes del primer disparo.

Y cuando los ingleses pisaron tierra, les llovimos encima.

No balas.

Rabia.

Furia vieja.

Orgullo maltratado.

Los tumbamos a fuerza de machete y silencio.

Veintidós no volvieron a ver el mar.

Uno de nosotros no volvió a ver el amanecer.

El Capitán Correa, bañado en sudor y sangre ajena, no sonrió.

Sólo miró al horizonte, como quien sabe que el enemigo de hoy es más honesto que el amigo lejano.

Porque los ingleses venían a conquistarnos…

pero España ya lo había hecho.

El dilema era ese:

¿A quién defendemos, si nadie nos defiende?

¿Quién merece nuestra lealtad, si todos nos han mentido?

Pero Arecibo…

Arecibo sí.

Arecibo es quien nos da de comer, nos moja los pies y nos guarda a los muertos.

Por Arecibo vale.

Esa noche, el pueblo celebró con lo poco que tenía.

Un sancocho sin carne.

Un baile sin músicos.

Una libertad breve, prestada.

Hoy, siglos después, dicen que Arecibo es la “Villa del Capitán Correa”.

Y está bien.

Pero no olviden que antes que capitán fue vecino.

Y antes que héroe, fue hombre.

Y que los que peleamos con él no éramos soldados.

Éramos gente.

Defendiendo su pan, su playa, su pedazo de cielo.

Porque a veces, uno no pelea por un rey,

ni por una bandera,

ni por una historia que escriben otros.

A veces, uno pelea simplemente para que el viento no cambie de dueño.

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