Especial para En Rojo
En 1983 cursaba el noveno grado y recuerdo haber leído como parte del curso de Historia del Mundo el tomo de historia contemporánea de Óscar Secco Ellauri. En sus últimas páginas se preguntaba el autor si ya este periodo histórico que comenzó, decían sin ambages, con la Revolución Francesa, había dejado de ser. (Ahora que sé un par de cosas al respecto, ampliaría la idea al concepto a Revolución Burguesa en la que incluiría además la Guerra de Independencia de Estados Unidos, que sí, que fue revolucionaria, y la Revolución Industrial propiciando una transformación tecnológica, productiva y cultural). El autor de ese texto ofrece dos eventos como posibles detonadores de este sugerido cambio de Era Histórica: el lanzamiento de las bombas nucleares en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki para dar paso a la Era Nuclear, y la llegada (actualmente puesta en duda por no pocos ciudadanos del internet) de los seres humanos a la Luna, como despegue de la Era Espacial.
Si bien ambos eventos han sido de trascendental importancia en el transcurso de la Humanidad, vistos desde lejos, no significaron una transformación radical del mundo en el que vivíamos. Sin embargo, seis años después de aquella lectura, aquel mundo que estructuró mis primeras dos décadas en este plano existencial se transformaría aceleradamente. Con la caída del Muro de Berlín y el desplome del bloque soviético unos meses después, el autodenominado “mundo libre”, con Estados Unidos a la cabeza y los países de Europa Occidental de segundones, pero todavía viviendo de sus pasadas glorias imperialistas, declararon el triunfo del capitalismo sobre el comunismo, de la “democracia” contra el “totalitarismo”. El fin de la Historia, le llamaron entonces.
Pero la Historia siguió sin hacerle caso a los historiadores.
A partir de entonces se consolidaron las políticas neoliberales que comenzaron unas décadas atrás, tras el golpe de estado en Chile y la dictadura pinochetista, y con el aval de las urnas en Estados Unidos y Gran Bretaña, cambiando de forma dramática las sociedades de Occidente. Privatizaciones, desmontaje de las políticas sociales vinculadas al estado benefactor, globalización económica (política y cultural por añadidura) y, como consecuencia, provocó el disloque de las economías industrializadas hasta entonces dominantes. De estos procesos de globalización en el que se fueron desdibujando las fronteras en ciertos aspectos de lo económico permitió que las grandes empresas deslocalizaran parte de sus operaciones a donde pudieran pagar salarios más bajos, establecer condiciones laborales menos reguladas y laxas (o inexistentes) leyes ambientales. (Es, por ejemplo, lo que ocurrió en el estado de Michigan, donde radicaban buena parte de las fábricas automotrices estadounidenses que, al trasladar sus operaciones a México, dejaron el llamado cinturón de moho y su secuela de desempleados).
Este contraataque neoliberal, una “revolución restauradora de las grandes diferencias” al decir de Martín Caparrós, se manifestó de manera contundente con la emancipación de los bancos y otras empresas del control de los Estados, una reducción drástica de los impuestos a las grandes empresas y la desregulación de las actividades económicas globales. El tiempo pasaba y la riqueza aumentaba sin parar, cada vez más concentrada en menos individuos, mientras que los sectores medios se redujeron y más personas engrosaron las estadísticas de la pobreza.
Sin embargo, dentro de las dramáticas transformaciones globales ocurridas (la Guerra en los Balcanes, el afianzamiento del capitalismo oligarca en Rusia y el ascenso de China como potencia económica, el ataque de 11 de septiembre y la llamada Guerra contra el Terrorismo) la crisis financiera de 2008 es considerada como la palanca del cambio estructural: “la silenciosa muerte del capitalismo”, como le dice el economista Yanis Varoufakis. La rapacidad de los bancos y la especulación fueron la causa de este suceso. Se vendieron hipotecas de alto riesgo a millones de clientes en todo Estados Unidos sin garantías de repago. Además, se ofrecieron fondos de inversión con base en ese negocio inmobiliario. Muchos no pudieron pagar sus hipotecas por lo que los bancos, a su vez, no pagaron a quienes contrataron los fondos de inversión hipotecarios. Esto provocó una crisis de liquidez que llevó a instituciones bancarias, como Lehman Brothers, se declararan en bancarrota. Los mercados de valores se desplomaron y llevaron a una crisis económica global. Ante el peligro de una depresión económica que arrastrara a Estados Unidos, y al resto del mundo, la Administración del presidente estadounidense, tan neoliberal como los demás, Barack Obama, socializó la deuda de estas instituciones financieras mientras sometió al resto de la población a un estricto régimen de austeridad. (La medicina amarga que nos impuso la gobernación de Luis Fortuño, ¿recuerdan?, y que logró curar absolutamente nada de nuestra economía).
Los bancos centrales de las principales economías occidentales auxiliaron a los bancos en quiebra, quienes les prestaron a sus grandes empresas que destinaron ese dinero, no a buscar eficiencias tecnológicas o productivas, sino a recomprar sus propias acciones para elevarles su valor. En un giro de la fortuna (pun intended), llegó la pandemia… y las economías de los países más ricos que, temerosos de una nueva recesión imprimieron más dinero para “estimular la economía”, dinero que de nuevo no fue al sistema productivo, sino que terminó en los bolsillos de los ultraricos dueños de la Nube donde se trasladaron gran parte de la actividad laboral y económica. El encierro global con el que se intentó detener el avance del COVID 19 ralentizó el uso y la dependencia de las tecnologías digitales, con su aumento de tráfico y el subsecuente pago de rentas para poder ofrecer servicios y continuar con muchas de las tareas productivas.
De esta manera es que Varoufakis describe en su libro Tecnofeudalismo: el sigiloso sucesor del capitalismo (2024) el ascenso de una nueva casta dominante que ha sometido al capitalismo a un nuevo sistema de dominio de los medios de producción. Contrario a lo que pensábamos algunos años atrás, el fin del capitalismo como sistema de modo de producción dominante, no ha sido destruido, ni siquiera superado (en el sentido de generar una mejor vida para la mayoría de la población global) debido a sus contradicciones inherentes de la lucha de clases y de sus ruinas surgirá una utópica sociedad sin distinciones de clases como predicaran los acólitos del marxismo revolucionario. Más bien, de las señales y los análisis de algunos entendidos se desprende la simiente de un mundo distópico en el que se están perdiendo los avances sociales alcanzados por el liberalismo más o menos democrático en las sociedades “desarrolladas”.
Varoufakis afirma que el capitalismo no fue destruido, sino que ya no es el modo producción dominante, más bien ha sido subordinado por un reducido grupo de hombres (sí, todos son hombres) a los que ha denominado como los Señores de la Nube. Señores en el sentido de los señores feudales del medioevo cuya principal forma de acumulación de riquezas era a través del cobro de rentas, ya fuera a sus vasallos –otros señores que le juraban lealtad y pagaban tributos por el acceso a las tierras– y los siervos vinculados a ella, quienes le pagaban tributos por el acceso a ella para lograr su precario sustento. Varoufakis propone el término tecno feudalismo pues la mayor producción y subsecuente acumulación de riquezas se da a través de las plataformas digitales controladas por estos personajes. Prácticamente todas las actividades productivas pasan por estas plataformas digitales de las que obtienen el pago de rentas. Sin embargo, esta transformación no ha implicado una sociedad más equitativa o equivalente para la mayoría de nosotros, sino que, la distancia entre Mundo Rico y Mundo Pobre, como lo llama Caparrós, se ha exacerbado.
La clase capitalista fue sometida e integrada a los feudos de la Nube para poder competir y acceder a los mercados. Se convirtieron en sus “vasallos” al pagar la renta del espacio digital a los Señores Nubelistas para poder vender un servicio o mercancía, en competencia con otros, pero ya no se trata de un mercado libre. De igual forma en las “industrias de la precariedad” como los servicios tipo “Uber” que pagan comisiones para poder competir en el mercado de los servicios. Por otro lado, están los siervos en este tecno feudalismo. Los usuarios de las plataformas digitales (redes sociales, de las variadas formas de consumo, ya sean cosas, música, series o películas, ligues), pues al depositar nuestra información e interactuamos, alimentamos al algoritmo con nuestros gustos variopintos. A veces, somos creadores de contenido al postear nuestras bonitas fotos, o compartimos nuestros sesudos pensamientos y opiniones a cambio de la satisfacción de un me gusta en forma de un corazoncito. El objetivo es objetivo es capturar nuestra atención y mantenernos enganchados.
Varoufakis añade que esta casta de Señores Nubelistas, los ultrarricos dueños del capital en la Nube, han logrado este control sin la necesidad de ejércitos. Sin embargo, el 20 de enero de 2025 vimos en la toma de posesión del Presidente Donald Trump a cuatro de estos señores (de los feudos de Google, Meta, Amazon y X) aplaudiendo sonreídos y satisfechos. (Vamos, que también sabemos que aportaron ingentes fortunas a su campaña y tenemos la duda razonable de que pudieron manipular antiéticamente el acceso a la información que circula a través de las redes sociales. Como sabemos que ya pasó durante la campaña presidencial en Estados Unidos y la del Brexit en 2016.) También es notorio y altamente preocupante el importante papel que está jugando el súperrico y fascista sin reparos de Elon Musk en la Administración Trump y en el rediseño del Estado y la sociedad estadounidense para beneficio de esta nueva clase en proceso de consolidación hegemónica. Esta segunda presidencia de Trump viene con la clara intención de eliminar cualquier asomo del estado asistencialista característico en Occidente luego de la Segunda Guerra Mundial, así como el rol de Estados Unidos como garante de un orden mundial liberal y, más o menos, democrático (tomo esto con pinzas radioactivas) a uno abiertamente imperialista en sus relaciones internacionales y cada vez más autoritario al interior de su nación.
Bienvenidos al Nuevo Mundo Feliz.