Estación a la deriva (IV)

Una carta siempre es un misterio. Al recibirlas, acariciamos el sobre con emoción y pavor, como queriendo adivinar qué dicen sin abrirlas todavía, pero sabiendo que algo palpita dentro: una pregunta a flor de labios, un silencio incontestable, una sensación de que ha llegado en el momento justo, pero también el peor. Cuando recibimos una carta pensamos en los muchos mensajes posibles que llevan grabadas, y en cómo, si hubieran llegado un segundo antes o después, su contenido sería distinto. Se pregunta uno qué hace en ese preciso momento el remitente, en qué piensa. Una carta es siempre una sorpresa y se recibe con una emoción nueva, aunque la mitad de los habitantes del mundo nos escriban a diario. Para el que nunca recibe cartas, una sola de ellas es una especie de talismán que se lee y se lee hasta gastarla, y se mira con cuidado cada letra impresa en el papel, cada mancha del sobre, y los rasgos minuciosos del sello cancelado. Una carta es un estallido; recibirla nos hace pensar que no estamos solos, y a lo lejos alguien procura hacernos saber que no hay distancias que no puedan salvarse, y que la ausencia es un don compartido. Una carta es la mejor forma de saber que existo, y que así como me pienso, alguien me piensa. (1995)

*Escribo en el tren rumbo a versalles. Hace dos días hacía frío, pero ha comenzado el verano y el calor llegó repentinamente, como si alguien hubiese encendido algún interruptor. Ya es martes; hoy dormiré en París y mañana regresaré a Gressy. El viernes se acerca y con él mi partida de Francia, lo que me produce una suerte de nostalgia anticipada. París tiene algo que atrapa, seduce e invita a quedarse. Pero hay que seguir el rumbo. Llevo una botella de vino en la mochila porque nada hay tan grato como una almuerzo con vino sobre la hierba. Voy a extrañar estas mañanas en el tren, donde se puede escribir o leer a gusto mientras se viaja, sin que nadie invada malamente el lugar que ocupamos. Cada mañana y cada tarde he subido al tren hacia o desde la Estación del Norte y así he podido ir garabateando estas páginas. He aprovechado cada segundo, y cada palmo recorrido ha sido el momento propicio para ir acumulando una escritura tal vez mediocre pero honesta. En estas páginas, espero, queda registrada una de las experiencias más importantes de mi vida, este primer viaje a Europa de alguien que no ha viajado, que no ha salido apenas de su pueblo. Ha comenzado a preocuparme mi escaso presupuesto. Llevo dos semanas de viaje; me restan tres. Los dólares se van convirtiendo en exiguos francos que, para colmo, se van de las manos enseguida. Acaba de subir al tren un músico con un acordeón y comienza a tocar una pieza verdaderamente bella. La música abunda en las calles de París, pero casi siempre tras rostros descoloridos, visiblemente maltratados por el tiempo y la fortuna. Los tonos y las notas suelen ser fieramente melancólicas, y así todo se envuelve en una atmósfera triste y fatal, donde cada cual sabe que está un poco perdido y un poco condenado, y que ya nada podrá evitarlo. Todos, de una forma u otra, tenemos la frente marcada. (1995)

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Estoy en los jardines de versalles. Ya vi el pomposo castillo, pero la vulgaridad tumultuosa de los turistas me fatiga mental y físicamente. He buscado un momento fugaz de calma para contemplar, siquiera al sesgo, este obsceno derroche de belleza y lujo, pero la multitud lo dificulta. El castillo es más de lo mismo: llega el momento en que el rococó reiterativo te fatiga y ya no quieres ver más artesonados ni salones ni recámaras. Esta no es la Francia que prefiero. El primer día que vi la Torre Eiffel me sucedió lo mismo: tristeza y cansancio se apoderaron de mí, un desánimo terrible, y es que el oleaje de gente despilfarrando francos a diestra y siniestra, y burlándose pendejamente de todo, inhibe toda posibilidad de una reflexión profunda. Por eso prefiero las calles de París, donde a pesar de estar atestadas de turistas (como yo) se respira un anonimato que, aunque suele doler, brinda el espacio necesario para pensar y repensar nuestros pasos, los que dimos, los que damos, los que daremos. Versalles repleto de gente es un circo con maestros de ceremonia en cada esquina, bufones, y un público que piensa que la risa es la única reacción válida ante cualquier cosa. (1995)

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Acabo de despertar. Son las seis y cuarto de la mañana y estoy triste. Algo me falta, algo muy mío, y la mañana silenciosa es la certeza de esa ausencia. Camino diariamente entre multitudes, camino entre miles de historias perdidas, y mi piel se resiste, mi callado cansancio se resiste. Y todo en el camino es un golpe y una herida, y el centro de la tierra estalla en todas partes, por lo que ya nadie sabe, y todos van y vienen, a la franca deriva de sus vidas y de sus sueños. Voy corriendo por las calles y el miedo me persigue, y el odio, como en largo carnaval, desfila frente a mí. Huyo de la prisa, y me refugio al borde de los ríos, y corro y me protejo bajo puentes. Entonces descubro que otra ciudad me habita, una oscura ciudad calmada, sin miedo y sin prisa, y todo lentamente va cobrando precisión. Yo me lanzo al agua, al calmado bullicio que me llama, y las aguas antiguas me conocen, acarician mi piel, y en un rito difuso me absuelven de mis miedos. En lo oscuro del agua me sumerjo, en su seno proteico, y estallo en mil pedazos, y me restituyo a la suprema generosidad de su curso. (1995)

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Uno va trazando líneas y va dejándose llevar para que las líneas existan y se borre la carne. Una va dibujando palabras, dejando que la mano corra, perdida en la tersa blancura del papel. Uno deja que esa mano amiga se desate de golpe para halagar o maldecir y ella, terriblemente cariñosa, acaricia el papel con una calma extraña. Uno teme no encontrar la forma de ir llenando poco a poco cada espacio, y en ese trance de siglos nos vamos perdiendo hasta descender al magma del origen, buscando allí una herramienta, hurgando allí motivos, pero todo es informe y el mundo se derrama. Uno quiere creer que el origen es sacro, y por lo tanto no caben preguntas ni respuestas, sólo un signo de sombras, sólo el caro talismán que llevamos en las manos,  y un miedo, un terrible pavor a los castigos, y huimos entonces de nosotros mismos por temor a los dioses, a esos dragones que devoran hombres y mujeres y niños. Corremos como locos sin saber de qué o de quién escapamos, sin detenernos un momento a preguntarnos por qué ni cómo, y entonces en todo adivinamos la traición fraguada en el infierno. Pero no: sólo es miedo y tristeza. De ahí que sea necesario que vayamos trazando líneas, dibujando palabras: para no perdernos, para tener alguna certeza de nosotros mismos. La tersa blancura del papel no se acaba, y siempre quedará una pregunta, y el espacio para contestarla. (1995)

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Voy rumbo al louvre y te pienso. He sentido cada cosa en esta ciudad de una manera muy personal, y tú estás en el tejido de esta tela inmensa e insospechada que es París. No ha habido esa pretendida distancia objetiva detrás de la cual tú y yo quisimos escudarnos una vez. No ha habido esa postura seria del crítico, del historiador que se asoma a los vestigios del tiempo con el ceño calculadamente fruncido. He mirado con ojos muy míos cada lugar, cada cuadro, cada escultura, y he ido figurándome un París que tal vez no coincida con estas calles indolentes que viste tú misma. Así es toda gran ciudad: nunca la abarcamos. La ciudad nos excede: sólo recogemos fragmentos dispersos que armamos como podemos. Mi París ha sido el arte, pero también tu ausencia. A veces mi París ha sido desolación frente a la grandeza. Mi París ha sido la esperanza perdida de un retorno imposible, que no quiero y deseo con todas las fuerzas del mundo, pero ¿a dónde? Mi París ha sido una frontera y su más allá, y en el juego de contradicciones me sé mejor, me pienso mejor, me siento mejor. Más allá de todo eso, en cada adoquín y en cada ladrillo, en cada vagón de tren, en cada monumento y en cada pordiosero, yo he sentido cómo vas conmigo, y cómo estás ausente, y por ti voy trazando un mapa lleno de fallas y de aciertos, plagado de geografías falsas y deseos imposibles. Al final, me miraré al espejo, compararé las líneas de mi cara con las de ese mapa, verificaré una a una cada topografía del silencio, y tendré mi París, intacto, como en una cápsula guardado, y no será ni más ni menos falso que el tuyo o el de cualquiera. (1995)

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