Estación a la deriva (V)

LA PUERTA ESTÁ CERRADA. Yo me acerco, callado, y una ola de preguntas me acompaña. Cada paso parece ser el último, el definitivo, el que abrirá el sendero, pero acaso jamás llegue, y tal vez, en este largo camino hacia el encuentro, me pierda y me recobre, y cada vez tenga un rostro nuevo y cambiante. La puerta está cerrada, y en cada vistazo parece infinita, y su vocación de frontera no se agota, y su condición de límite es eterna. Me acerco con miedo, con cientos de temblores, y las manos palpitan en el vacío, y todo el cuerpo es un intenso carnaval de sensaciones, y los nervios se desbordan, y cada músculo prepara la tensión de la llegada, pero ésta se pospone, como si no existiera. La cercanía es imposible, la llegada se deshace a cada paso, y todo el recorrido es una tempestad, una agonía prolongada. La risa nerviosa se acentúa, y no sé si es un bufón que se burla o una oscura promesa de alegría, pero no llego, no me acerco, no consigo el alcance necesario para saberlo. La certeza se esfuma, y yo busco y camino, insisto tercamente en avanzar, y la puerta cerrada no se mueve ni el viento sale a recibirme. Quedo roto, con la puerta a la vista, con las manos sedientas, con las piernas que buscan el encuentro. Al final, sólo el vago recuerdo de un camino, la memoria abigarrada de un largo viaje incumplido, y el temblor que se queda, y la sed que permanece. Al final, en cada dedo, la urgencia de una pregunta: ¿cuándo? (1995)

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SENTADO SOBRE LA HIERBA en los Campos de Marte, acaban de leerme las cartas. Nada de lo dicho me sorprendió. Primero el pasado: logros y desilusiones. Presente incierto, de inconformidad con lo que me sucede, y de inestabilidad sentimental. Ruptura dolorosa para el futuro. Precaución con la envidia y la competencia. Después me leyeron la cruz, con idéntico resultado. Algunas cartas favorables. Problemas a encarar: se vislumbra suerte, pero requerirá esfuerzo. Debo cuidarme de X, a quien sigo aferrado. El cambio será duro, y estaré solo. La lectura se dio después de un sabroso almuerzo sobre la hierba: sándwiches, fruta, queso, aceitunas, mucho vino y tabaco. Se nos da bien esto de compartir la comida. Hemos aprendido a hablar, a callar, a dormir la siesta. Me leen las cartas por segunda vez: seguir con cuidado. Pasado, presente y futuro vinculados a “lo eterno-femenino”. Dolor y buena fortuna. (1995)

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LAS LLAMAS NO LO SABEN: son el fuego, / el fuego que arde y quema y nunca agota / su rostro indefinido. Cada gota / de agua da en su cara, como un ruego… (1995)

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ME LEYERON LAS CARTAS y el gran incrédulo que soy se lo creyó todo. Lo que me dijeron fue bastante impreciso y general, como podía preverse, pero tocó algunas fibras sensibles. ¿Creer o no creer? Para mí, ésa no es la pregunta. Que me hayan leído las cartas no significa que creo que sea posible saber algo de otro. Más importante que todo lo que me dijeron durante la lectura es lo que yo pienso sobre lo que me dijeron. Lo fundamental no son las palabras de la sibila, sino la impresión que me queda de mí mismo a partir de sus palabras, cotejadas con mi propia experiencia, intransferible. La sibila me dice que las cartas hablan de un búsqueda incompleta, de que a pesar de que he logrado cumplir ciertos objetivos importantes, algo me sigue faltando. ¡Y cuánto me falta! Bien lo sé. Lo malo es que no sé qué me falta, no logro vislumbrar qué es eso que busco y no encuentro. ¿Cómo satisfacer esta sed que me ahoga? ¿Cómo calmar el ansia que me llena y me vacía? ¿Cómo contener mis manos y mis piernas? ¿Cómo calmar mi boca y mi lengua, que incesantemente buscan la palabra que me salve, la que me muestre al fin que esta vida trivial no ha sido en vano? Mil preguntas, mil incertidumbres, y un llanto que no estalla, un profuso llanto que palpita en el fondo. No imagino el qué ni el cuándo. No cuento con un solo por qué. No consigo respuesta, y acaso pierdo las preguntas poco a poco, y todo es oscuro, como el sueño del origen, y todo va callando sin sombra ni eco, y yo voy sentado en otro tren, cansado de lo mismo, con una libreta en la mano y la mayor de las ausencias. (1995)

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LOS DÍAS SON LARGOS Y NO BASTAN. El tiempo va adelgazándose y perdiendo su certeza. París se borra poco a poco, y todo es como un sueño de flores, pan y vino. El paso por las calles va pareciendo un vago carnaval que se deshace. Las tardes largas son nada o casi nada. Las risas son tan falsas como el humo, como el paso del Sena, y Versalles es de pronto el infierno, como si lo hubiéramos soñado cuando niños, y esos jardines lineales fueran el mismísimo invento de los mil demonios de la noche. Sólo quiero correr, huir a cualquier parte. Sólo quiero estallar, no saber más de mí. Sólo quiero deshacerme y borrarme como el mismo espectro de París, que ya no es casi nada. (1995)

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OTRA MAÑANA EN EL TREN DE GRESSY A PARÍS después de una larga conversación en mi tosco francés con nuestros caseros. Estoy todavía tan nervioso que me tiemblan las manos. Malos entendidos. Algo ha sucedido entre la familia y uno de nosotros tres que aún no comprendo. La hospitalidad ha ido cediendo el terreno a una frialdad o sequedad palpable. En lo personal, no se me ha podido tratar mejor, pero es evidente que es hora de marcharse. Oportunamente, mañana salimos a Estocolmo. El tren está repleto. Cada rostro, algo descolorido, se extravía entre los otros. Los ojos se esquivan mutuamente. Todos quieren escapar de este encierro. Si dos miradas se cruzan, de pronto se desvían como si se hubiese presenciado una muerte o se hubiera visto a un demonio. Cada pasajero es él y su mundo, su completa incomunicación, y todo es una frontera infranqueable, un límite de hielo. Con el movimiento de la máquina sobre los rieles, las manos se rozan, los cuerpos sienten la apartada cercanía de otro cuerpo, y una abundancia de olores imprecisos prolifera, y las voces forman un tejido de murmullos imborrables. Unos miran a su vecino con un pavor antiguo, como si no se tratara de su hermana, su hermano o un amigo. Todos se desconocen con alevosía, y la velocidad va borrando las líneas de las manos, y todo va volviéndose indistinto. Cada vez es más veloz el silencio y la sombra, y todos, como una masa indolente, son casi uno y lo mismo, una ciénaga de voces y olores y colores. Pero uno escapa, uno que los mira, que siente en su cara ese silencio, y quiere gritar, pero sólo una lágrima sale de sus ojos, no más. (1995)

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MI ÚLTIMA NOCHE EN FRANCIA me devuelve la tristeza del día en que nos despedimos en San Juan. ¿Te acuerdas? Mis lágrimas se resistían a salir aquella noche, y sólo aparecía en mi rostro una leve sonrisa imprecisa y nerviosa. En el fondo, llorábamos, sentíamos cómo se desgarraban nuestros cuerpos y cómo se perdían nuestras manos en este rito de agua imposible y eterno. Mañana me voy de esta ciudad, y qué muchos adioses me llevo, como si no hubiera traído bastantes ya conmigo, como si mis bolsillos no estuvieran repletos de despedidas. No bastan dos manos para tanto desencuentro. No bastan dos piernas para tantos extravíos. No bastan dos ojos para estos mares de sal y de cansancio que manan por mi cuerpo. Hace dos horas me despedí de M. y de P. en el Jardín de las Tullerías, y resultó acostumbradamente triste. Hicimos otro almuerzo en la hierba: pan, queso, fruta, postres, vino y tabaco. Tomamos fotos, como admitiendo que luego nos serían necesarias, y que la certeza del adiós precisaba de evidencia. Ellas se van a Barcelona, a donde espero llegar a la vuelta de Suecia. Nos quedamos con unas ganas terribles de seguir riendo y seguir soñando que estamos en París, esta ciudad repleta de amor y de miseria, pero el sueño se esfuma y lentamente regresamos al hábito de nosotros mismos. Si estuvieras cerca, tan cerca como la piel y la sangre, tan cerca como el aire en la boca y el sudor en la frente, el adiós no sería tan difícil. Pero la certeza de tu lejanía es pavorosa. Me voy de Francia con más ausencias de las que traje. Al final de este viaje, volveré a Puerto Rico con un mundo de supremas lejanías, y para entonces ya tú no estarás. (1995)

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