Especial para EN ROJO
La física habla de la luz –la luz de los astros, quiero decir– como lo haría del tiempo: tan inescrutable como omnisciente. No se la ve, pero nos permite ver. Toca nuestras retinas aquí, pero no está aquí, mostrándonos algo allá. El momento en el que ese algo –todo lo que vemos– alcanza nuestros ojos, ya representa el pasado, siempre, pues a la velocidad de la luz no viaja nada, ni siquiera el capitalismo (aunque lo intente).
Muy distinta es la historia de la electricidad como fuente de luz. Como tantos productos del ingenio humano, fue velozmente secuestrada a partes iguales por el afán de control y vigilancia y por el capital. Susana Oliveira, estudiosa del fin de las fuentes de luz autónomas y del desarrollo de la electricidad en Europa occidental y Estados Unidos como parte de la industrialización capitalista del siglo XIX, escribe: “Bajo esta lógica de la luz como visión, de la fuente de luz como un ojo, se crearon aparatos espectaculares [las famosas “torres de sol”], . . . que aún perviven en las descripciones literarias, en la iluminación de escenarios y en las puestas en escena cinematográficas sobre pesadillas de acoso, totalitarismos futuristas, vigilancias en prisión, invasiones de extraterrestres, interrogatorios policiacos. . . . Fue precisamente por el argumento de la seguridad que la luz se volvió un potente mecanismo de vigilancia.” Con ello, concluye Oliveira, se invirtió el principio de la vida humana que, hasta ese momento, dictaba que era más importante ver que ser visto. Así, a partir del siglo XIX, quien controle la fuente de luz, controla la humanidad, en tanto la identifica, la vigila y la castiga.
Wolfgang Schivelbusch, por su parte, señala que, “la transformación de la libre competencia en el capitalismo monopolista corporativo confirmó en términos económicos lo que la electrificación había anticipado en términos técnicos: el fin de la iniciativa individual y de una fuente de energía autónoma. Es bien sabido que la industria eléctrica fue un factor significativo en provocar ese cambio. Hay una analogía entre la energía eléctrica y el capitalismo financiero. La concentración y centralización de la energía en estaciones eléctricas de alta capacidad corresponde a la concentración de poder económico en los grandes bancos.” Así, a partir del siglo XIX, controlar la fuente de luz y, por tanto, controlar la humanidad, se volvió también un negociazo multimillonario, enajenado de sus usuarias.
En Puerto Rico, a más de la cuarentena desde el huracán, seguimos sin energía eléctrica. Aquí, de la electricidad hablamos como “la luz.” Y de “la luz” hablamos como de una persona. Se fue la luz. ¡Llegó la luz! A mí no me ha llegado, ¿y a ti? ¿Cuándo volverá la luz? Tenemos tanta hambre de luz como de poder estar juntitas, sin desgarrarnos al despedirnos de alguien amado porque se tiene que ir, refugiada del cambio climático. Nuestro lamento borincano. ¿Cuándo volverá?
Para el capital colonial –queda hoy más claro que nunca antes–, la mayoría de nuestros cuerpos, nuestras historias, nuestros sueños, no importan. Mientras tanto, las corporaciones privadas (y las fantasmagóricamente “públicas”) siguen desangrándonos y son ellos, allá, en transacciones inconcebibles, quienes deciden cómo y cuándo y, sobre todo, cuánto nos costará a nosotras, las asfixiadas, el regreso de la electricidad. Pero, es ahora, cuando se les hace más difícil vigilar y castigar porque el poder tampoco tiene luz, que debemos tomar, comunal y autónomamente, los medios alternos de luz. Para ello, contamos ya con el empuje y la creatividad comunitaria, así como con brillantes ingenieras, pues sabemos que, si no fuera por la autogestión comunitaria –esto, el reverso del poder, también queda hoy más claro que nunca antes–, no habría país. Para ello, nos alumbra –y en extrema abundancia– la mera luz digna de ese nombre: un sol que no nos ha abandonado nunca.