Ítaca, Puerto Rico

 

 

Especial para En Rojo

En tiempos recientes, sueño versos. El último fue una siesta donde apareció «coloco los ojos sobre la mesa». Lo anoté en el teléfono sin más, buscando el momento oportuno para llenar el resto, o preguntarle a la frase si preferiría permanecer sola ―una imagen en volandas― cuando, luego de hablar con el compañero que me instó a escribir esta columna invernal, sentí la pulsión de llegar pronto a mi despacho para escribir

Coloco los ojos sobre la mesa y continúo digiriendo los últimos años: llevo tres de regreso a la isla cual Ulises tras vivir en Nueva York, París, Perpiñán, y Barcelona. Hay quienes bromean con los puertorriqueños que viajan y regresan con muletillas, un acento amorfo, o una nueva melodía al hablar; se comenta menos de los que extienden su esquizofrenia más allá de los confines de nuestro estado colonial: los que vivimos algún tiempo fuera ―en autoexilio o exilio forzado― y nos tornamos fragmentos de todos los lugares, personas y experiencias vividas, informando de modo extraño nuestro poliforme cotidiano.

Aunque preguntan menos hoy de dónde soy tras la ele volver a arrullarse en mis cuerdas vocales, mi cuerpo aún recuerda el frío europeo, el paso ligero por las aceras neoyorquinas; las luces tenues de París, el tintineo de las copas de vermú de las bodegas catalanas y las callejuelas medievales de Perpiñán. En cada uno de esos lugares extrañé el antecedente e idealicé el posterior siempre inquieta y fuera de lugar, incluso hoy ya desde la tranquila intranquilidad.

Me dediqué en esos tiempos a perderme en recovecos incógnitos vertida en mis otros idiomas para volver, anhelando regresar a Puerto Rico y retomarme donde me quedé: volver a los diecisiete, como tarareó y nos legó Violeta Parra.

Tener fichado el once de septiembre, pero más bien como la Diada y no el atentado a las Torres Gemelas; ojear un menú en Suiza y sonreír contenta a pedir un flammekueche, recordado un verano ya lejano en Estrasburgo; soltar alguna burrada castiza para la curiosidad y regocijo de los colegas del trabajo; responder that’s mad crazy y pasar media hora conversando con un gringo sobre Yonkers, narrando lo extraño que fue estudiar en Sarah Lawrence College, sí: pero también recordar el miedo inicial a lo desconocido; la impotencia de las despedidas y la singular felicidad de dejar de ser una extranjera textual, aunque arrastre ahora la nostalgia a la inversa, habiendo dejado atrás huellas, amores y amistades en costas ajenas.

Todos los días me levanto maravillada de estar de vuelta. Veo a Puerto Rico desde un prisma diferente, matizado; adentrado y alejado, no por ello templado. La pasión siempre va por delante: vivo el mismo optimismo y desengaño de mi primera juventud.

Durante un sueño más apesadumbrado que el otro, me llegó el verso «ojos perforados me ayudan a ver», acaso una respuesta a la frase anterior.

Al final no elegimos donde nacemos; lo hace el Sino, los dioses, un Ser particular, nuestra madre.

Nací aquí. En ningún otro lugar en el mundo sueño versos.

 

 

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