Otros Betances: pensar e imaginar una figura (I)

 

La representación de Ramón E. Betances Alacán (1827-1898) en la historiografía y la discusión cultural puertorriqueña siempre ha sido incómoda. Los Betances imaginados confligen. Una versión, la de las autoridades políticas y culturales hispanas y los liberales autonomistas antes y en el contexto de la guerra del 1898, lo censuró como un enemigo. En efecto lo era. Otra versión, formulada por las autoridades políticas, culturales y mediáticas estadounidenses y sus intermediarios en Puerto Rico durante y después del conflicto entre España y Estados Unidos, lo rescató como un aliado tácito de la desespañolización y americanización de la cultura del país. La postura era discutible. Aquellas representaciones fueron fragmentarias y se articularon con propósitos utilitarios en el marco de luchas concretas.

En el tejido del cambio del siglo 19 al 20, ciertas explicaciones enfatizaron en su republicanismo radical, otras en su abolicionismo filantrópico y solidario y algunas en su separatismo confederacionista persistente. Todas aquellas interpretaciones canónicas aludidas tenían los días contados. Una vez rota la relación con una monarquía, abolida la esclavitud y convertida en una figura retórica del pasado y diluido el discurso del antillanismo confederado al interior del antillanismo hispanófilo de José de Diego Martínez (1866-1918), aquellas figuras retóricas ya no le decían mucho a la gente común. Ese divorcio entre los conceptos y sus contenidos concretos, común al paso del tiempo, no hicieron más que ahondarse a lo largo del siglo 20 y 21.

Betances había sido todo eso y mucho más. Por eso fue una posesión compartida por los muchos herederos de separatismo independentista, confederacionista y anexionista que sobrevivieron el 1898 y elaboraron sus peculiares ajustes a la nueva situación en tierras de Cuba, Puerto Rico y Estados Unidos, entre otras. Tanto lo recordaba con afecto y respeto la amiga de la independencia residente en Cuba Lola Rodríguez de Astudillo (1843-1924), como el estadoísta convencido Roberto H. Todd Wells (1862-1955) alcalde republicano de San Juan y su principal comentarista y archivista. El futuro de aquella ambigua situación tampoco duraría para siempre una vez el sentido de lo que había sido el separatismo decimonónico, un intento de frente amplio antiespañol entre independentistas y anexionistas con fines modernizadores, se diluyera durante los primero años del siglo 20.

Lo que quedaba fuera del radar de aquellas interpretaciones canónicas era mucho. Betances el polímata extraordinario no fue construido con precisión. Con aquellos elementos fragmentarios, el estado, el discurso cultural y el independentismo estaban conformes. El costo de su reducción a fórmulas fue significativo. Superar la simplificación y el emborronamiento era un asunto propio de intelectuales y las luchas políticas poseían otras prioridades. La representación excluía al poeta y el narrador, al traductor del latín y del francés, al periodista y analista político, al diplomático y, sobre todo al médico y cirujano, al investigador científico, el empresario y alguna otra faceta que se me escape. Ocultaba también al maestro del humor cáustico, al escritor furioso, al elegante e informado observador de la situación internacional o al cariñoso interlocutor de sus parientes que amaba el arte en todas sus manifestaciones, las calles de París y a su perro “Nicolás”, un “documento canino… de convicciones democráticas” pero con gusto de noble por su pasión por los carruajes, según afirmaba en un texto de junio de 1891.

La incorporación de sus restos físicos al suelo de Cabo Rojo en 1920 produjo una fuerte impresión política y cultural que animó el nacionalismo de nuevo cuño, aquel que buscada florecer más allá de la retórica de De Diego Martínez, (1866-1918), pero el efecto fue de corta duración. En cierto modo, su regreso introdujo al separatista decimonónico en la discusión política puertorriqueña en el momento en que la promesa de progreso y democracia emitida en 1898 en una proclama militar estaba desacreditada. Las fragilidades de las promesas que viene del norte son bien conocidas. Después de todo, quienes trajeron a casa sus restos de la mano de su viuda Simplicia Isolina Jiménez Carlo (1842-1923), lo hicieron violando una última voluntad suya. Los encargados no habían sido los independentistas y los nacionalistas sino los colaboradores de los invasores del 1898 y, por entonces, los cautos administradores de la colonia: los unionistas y algunos republicanos marcados por el sucio difícil de los hábitos políticos del siglo 19 y animados por la confianza en la buena fe de las autoridades estadounidenses.

Los intelectuales del 1930 y el 1950, independentistas y nacionalistas incluso, lo reinventaron por medio de numerosos recursos enraizados en el romanticismo edulcorado común a las mitologías de la biografía laudatoria. Betances iba camino a convertirse en un signo más de la identidad mestiza y trinitaria de columna vertebral hispano-caucásica, claro está, que se iba consolidando en el discurso oficial como fundamento de una puertorriqueñidad válida para sus tiempos. La leyenda del rebelde bohemio, el médico de pobres y el aventurero político, perfiles poco documentados y problematizados, se impuso.

Ya no se le representaba como una amenaza al orden instituido sino como una herencia remota bastante diluida que había que recordar de vez en preferiblemente, como lo impuso el Partido Nacionalista desde 1930, cuando se hablaba de Lares o se conmemoraba su natalicio. La imagen de cruzado o mártir de una guerra santa que el nacionalismo católico manufacturó era una máscara que no le ajustaba bien al pensador secular. La distorsión hecha de buena fe, sin duda, era y el precio que había que pagar a la autoritaria memoria oficial y a la no menos autoritaria memoria de la resistencia para que se recordara a un revolucionario. La autopsia y la momificación ideológica, en la que todos los sectores pusieron su grano de arena, estaba por completarse.

Soy de la impresión de que la elaboración reverencial acrítica de una figura o una gesta, en la medida en que congela su imagen y poda sus filos, tiene el efecto de aniquilar su potencial como modelo de cambio revolucionario para el presente que lo imagina. Puedo equivocarme al respecto pero la experiencia investigativa me ha convencido de que es más fácil levantar un culto que conocer con precisión crítica el objeto que se reverencia. Los monumentos que significan a Betances, las calles o las edificaciones con su nombre, los bustos y las placas de bronce, son indicadores o pestañas emocionales que puntean el mapa de las ciudades que, en la medida en que ordenan una interpretación del pasado, lo anquilosan de forma autoritaria y frenan las miradas inquisitivas al exigirnos un respeto canónico (o anticanónico) a la larga inofensivo.

Por ello durante los primeros años de la segunda posguerra la figuración betanciana dejó de ser importante para la cultura oficial y su recordación se encapsuló en ciertas grupos. Aquella era la mejor manera de olvidarlo un poco más. A lo largo del proceso de transformación económica, política y social producto del giro reformista que vivió el país entre 1946 y 1954 el poder, lo que eso signifique en lo político y lo cultural es indistinto, no necesitaba de aquella huella incómoda cada vez más distante. Sobre la base del Betances oficial, el republicano, abolicionista y separatista, su memoria era de poca utilidad práctica alrededor del 1950. No le servía al alucinante e iluso reformismo muñocista el cual no hacía otra cosa que culminar el sueño de los autonomistas moderados de fines del siglo 19 que Betances había conocido y condenado enfáticamente por el consistente reproche de aquellos a su separatismo independentista como un acto de locura.

Vuelto a formular por la intelectualidad del 1960 durante el período de antagonismo oscilatorio (1953-1969) y la distensión (1969-1979) de la Guerra Fría, su representación lo transformó en un icono de la nueva lucha por la independencia y las izquierdas socialistas emergentes. La vinculación de la Cuba de fines del 1895 y la de 1959, práctica que resolvió la Guerra Necesaria como un episodio o prolegómeno de la Revolución Cubana, equiparó la solidaridad antillana y el internacionalismo podando otra vez todos los filos que impidieran hacerlo. El problema no fue que lo hicieran sino que no explicaran porqué lo hacían: los socialismos de fines del siglo 19 y los de la última parte del siglo 20 eran cosas distintas. Fue en aquel contexto que se precisaron los parámetros del Betances Alacán que conocen muchos hoy. La Segunda Guerra Fría (1980-1989) nos dejó un prototipo del rebelde al estilo de 1968 que persiste todavía en numerosos observadores.

Ese Betances polimorfo y polisémico inventado una y otra vez por las elites políticas e intelectuales y con escaso arraigo en el pueblo común se estancó tras el fin de la Guerra Fría. Su vida y personalidad, su discursividad y su proyecto revolucionario, salvo contadas excepciones, no llamó mucho la atención de la nueva historia social o la historiografía materialista de las décadas del 1970 al 1990. Tampoco conmovió la de los postmodernistas del 1990 al 2005.

El interés en el siglo 19 de la llamada nueva historia, se concentró en ciertos personajes colectivos sobre la base de la presunción teóricas de que cualquier interés en las individualidades era un pecado de la historiografía tradicional o pequeño burguesa. Para algunos las luchas nacionales y las de clase eran excluyentes. Betances, había enfrentado esa ortodoxia en París a fines del siglo 19 cuando su separatismo era excluido por las izquierdas francesas. Para otros no resultó difícil convertirlo en un icono de otras izquierdas. La riqueza alegórica de ello no tiene precio.

De otra parte, las aproximaciones lingüísticas, conceptuales culturales de los llamados posmodernistas y del giro lingüístico, olvidaron el universo del siglo 19. La arquitectura de la primera modernidad puertorriqueña y sus protagonistas, fracasados o triunfantes, no llamaba su atención. Ni siquiera, otra vez salvo contadas excepciones, evitaron el análisis de la discursividad de los diversos Betances y no mostraron interés en el estudio de la representación de sus imágenes.

¿Es posible otro Betances en el siglo 21? Siempre lo será. ¿Podemos imaginarlo? La historiografía sería una disciplina por completo inútil si se dijera lo contrario. También es posible imaginar, mi selección es política, otro Luis Muñoz Marín otro Pedro Albizu Campos u otro José Celso Barbosa. Menos encono y halago infundado siempre vienen bien. En ninguno de estos casos la reinvención debería interpretarse como una invitación la tolerancia liberal vulgar de la diferencia: aquella figuras representaron posturas en muchos sentidos antinómicas. Pero la representación que se construyó de cada uno de ellos durante el siglo 20 tiene poco que decirle a quienes los enfrentan en el siglo 21. El reto es a que se imaginen otros Betances, los posibles y los imposibles. Los menos que ganaremos será el goce de volver a pensarlo una vez más.

 

 

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