Reflexiones: independentistas y estadolibristas en el  ajedrez de la política del 1990

  • Mario R. Cancel-Sepúlveda

La reformulación del movimiento estadoísta  en la década de 1990 no tuvo un equivalente en el campo del independentismo y el estadolibrismo, espacios en los cuales la dinámica revisionista pareció haber colapsado. Los gestores públicos más visibles y longevos del independentismo electoral -Rubén Berríos Martínez (1939- ) y Fernando Martín García-; y del estadolibrismo institucional – Hernández Colón y Miguel Hernández Agosto (1927-2016)- se atornillaron con mayor o menor fuerza en sus posiciones de liderato. Un gerontocracia dominaba las posiciones de liderato de aquellas organizaciones. Dada la incertidumbre que planteaba una época de cambios radicales para el independentismo y el estadolibrismo la posposición de la autocrítica, aunque comprensible podía convertirse en un problema.

En el caso del estadolibrismo, su defensores más moderados insistieron en abrazarse, cada vez con menos confianza,  a los restos del mito del “pacto bilateral” de 1952 que todavía no había sido socavado del todo como ocurrió tras la quiebra de 2017. Los ideólogos populares más moderados todavía parecían convencidos cuando acusaban a los independentistas y los estadoístas de que su imputación de que el ELA era colonial se apoyaba en prejuicios políticos sin fundamento, a pesar de que la lógica del derecho internacional se oponía a ello.

El pipiolismo permanecía atado a su pasado socialdemócrata desarrollado durante la década de 1970, pero el énfasis socialista distributivo se había ido diluyendo en un nacionalismo civil que recordaba la discursividad del PIP de los años tempranos de la segunda posguerra mundial. La expresión de agresividad que caracterizó el independentismo del 1947 encabezado por Gilberto Concepción de Gracia (1909-1968) había cambiado su tesitura. La retórica de la década de 1990 parecía más bien dirigida a asegurar su franquicia electoral y sus aspiraciones electorales cuatrienales que a “adelantar” la meta de la independencia de una forma realista.

La genealogía (probable) de una actitud

El independentismo electoral de la década del 1990 adoptó una actitud que, en muchas instancias, recordaba la circunspección y la mesura de la primera generación independentista de afirmación nacionalista cultural surgida de los escombros de la invasión de 1898. Aquella discursividad, poco estudiada por la incomodidad que produce en ciertos sectores,  fue el resultado de la presión que ejerció la Ley Foraker de 1900 en aquel sector ideológico. Estados Unidos era un adversario de talante distinto al Reino de España.

El discurso independentista de afirmación nacionalista cultural fue  sistematizado por el abogado y escritor romántico tardío de Aguadilla, José De Diego Martínez (1866-1918). Aquel era un intelectual e ideólogo con un complejo pasado que había vacilado entre el autonomismo moderado o radical y el estadoísmo de cariz republicano de los primeros días de la soberanía estadounidense en el país. De Diego Martínez no parecía haber tenido ningún contacto con el separatismo independentista y confederacionista de la última parte del siglo 19 y, de hecho, en toda la correspondencia política respecto a Puerto Rico del 1890, Betances Alacán no lo menciona ni una sola vez, contrario a las alusiones que en efecto hizo Barbosa Alcalá, Muñoz Rivera y Eduardo Giorgetti (1866-1937), entre otros.

El tono morigerado, cauteloso y sumiso que caracterizó el proyecto de independencia con protectorado formulado por De Diego Martínez en los primeros años de la década de 1910, no desapareció del panorama con la muerte del líder unionista. Aquel acento cuidadoso, suplicante y presuntamente pragmático que se esforzaba por hablar el lenguaje del imperialismo con el propósito de no solicitar más de lo que aquel estuviese dispuesto a dar, marcó al independentismo por medio de figuras como Antonio R. Barceló y Martínez (1868-1938) y el mismo Muñoz Marín (1898-1980), por lo menos hasta la década de 1960. La retórica posibilista de De Diego Martínez no difería de la de Muñoz Rivera.

Una de las raras excepciones en el panorama de acatamiento al nuevo orden fue, en 1910 Rosendo Matienzo Cintrón (1855-1913), y en la década de 1930 el discurso incendiario, agresivo y amenazante de Albizu Campos y los activistas nacionalistas. Ambos imprimieron a la independencia el sentido de “urgencia” comentado en otra columna. Ni la sumisión ni la agresividad adelantaron, hay que decirlo, las posibilidades de la independencia en aquellos contextos.

En la década de 1930 sin embargo, paralelo al discurso de la “acción inmediata” del Partido Nacionalista (PN), fructificaron otros independentismos que aspiraban una solución negociada y gradual al problema del estatus. Igual que en los tiempos de De Diego Martínez, la jefatura que encarnaba aquella opción estaba consciente de que la República de Puerto Rico que se pretendía construir, tendría que hacer numerosas concesiones a Estados Unidos con el fin de garantizar el proceso de emancipación con la menor cantidad de conflictos. Los privilegios tenían que ver con cuestiones militares y con el acceso irrestricto y privilegiado capital estadounidense al mercado puertorriqueño. MCS

Si De Diego Martínez en la década de 1910 estuvo de acuerdo con la permanencia de Culebra en manos de la Marina de Guerra, una parte significativa del independentismo de las décadas de 1930 y 1940 tuvo que tolerar y respaldar la expansión de los intereses militares de aquel cuerpo armado en el territorio no incorporado. A fines de la década de 1940 Vieques era una clave para las expectativas bélicas del Departamento de Guerra. Una organización independentismo gradualista en tránsito al autonomismo moderado, el Partido Popular Democrático (PPD) fundado en 1938, jugó un papel determinante como facilitador de aquel proceso. En alguna medida el PN y el PPD representaron en el campo del independentismo entre 1930 y 1949, la vacilación entre el sentido de urgencia y el gradualismo que marcó también la evolución del estadoísmo desde 1972 en adelante.

El tema de las concesiones que debían hacerse para conseguir la independencia en buenos términos con Estados Unidos no ha sido investigado como se merece. Desde mi punto de vista, su estudio podría informar bien a la comunidad independentista sobre las condiciones probables de una negociación de ese tipo.  Dos momentos que sí han sido investigados con intensidad son, por un lado, los tres proyectos de independencia presentados por el congresista demócrata Myllard Tydings (1890-1961) entre 1936 y 1945; y el reclamo de independencia con justicia social propuesto Muñoz Marín para oponerse a aquellos, postura que constituyó una de las razones para su expulsión del Partido Liberal Puertorriqueño.  El elemento común en el lenguaje jurídico de uno y otro discurso radicaba en el reconocimiento tácito de la necesidad de un periodo de transición del estatus colonial a la soberanía bajo la protectora y vigilancia de las autoridades estadounidenses. Después de todo, sus inversiones privadas y públicas en el territorio así como las relaciones financieras entrambas partes lo ameritaba. Reconocer la legitimidad de la injerencia del que sería un gobierno foráneo en asuntos locales relacionados con sus intereses geoestratégicos y el capital privado invertido por sus ciudadanos en la república en construcción era una condición sine qua non del proceso.

Las condiciones descritas liquidaron el mito de la independencia en “pelo” o inmediata, según lo había manufacturado el abogado y espiritista fundador del Partido de la Independencia Matienzo Cintrón a principios de la década de 1910, postura que tanto parecía incomodar a De Diego Martínez. No solo eso, legitimar el derecho a la intervención de Estados Unidos en el tránsito hacia la independencia se interpretaría como un reconocimiento tácito de la incapacidad del país para el gobierno propio, confirmaría la debilidad relativa del sector que defendía esa causa y justificaría la necesidad del tutelaje.

El otro rostro del tema de las concesiones que debían hacerse para conseguir la independencia tenía que ver con la transición, reducida a un breve periodo de 4 años, y la deuda pública del territorio no incorporado, un asunto de mucha relevancia para las posibilidades de la independencia y la estadidad en el presente. Una de las mejores fuentes para consultar el problema planteado en el volumen de Néstor Duprey Salgado, A la vuelta de la esquina, publicado en 2015.

El proyecto Tydings imponía que al cabo de aquellos 4 años,  los productos de la isla pagarían tarifa completa como cualquier país extranjero y los puertorriqueños tendrían que  escoger entre las dos ciudadanías pero no podrían tenerlas las dos. Una de las preocupaciones centrales de Tydings era el manejo de la deuda de Puerto Rico. Durante el periodo de transición de 4 años se mantendrían los márgenes prestatarios impuestos por la Ley Jones, se prohibiría al país endeudarse con otro gobierno extranjero a menos que lo autorizara el presidente de Estados Unidos y se dejaba en manos del gobierno por nacer las deudas acumuladas durante la relación colonial previa.

El gobierno de Puerto Rico libre tendría que liquidar los bonos en circulación y asumir las deudas del ejecutivo y de los municipios, así como también los costos de las obligaciones de Estados Unidos respecto a Puerto Rico desde el Tratado de Paris de 1898. Y, por último,  el presidente se reservaría el derecho de suspender cualquier ley que afectase el pago de las obligaciones de Puerto Rico o el pago de sus deudas aún después de la proclamación de la independencia. Para confirmar ese privilegio,  se destacaría un alto Comisionado estadounidense en la isla con el poder de incautarse de los derechos de aduana para asegurar los procesos de cobro. Estados Unidos no estaba dispuesto a hacerse cargo de la deuda generada durante una relación colonial que aquel país había impuesto por la fuerza en 1898 y de la cual había sacado enormes beneficios.  No se trataba de una Junta de Supervisión Fiscal pero la mirada contable y fría de las autoridades estadounidenses, era la misma hoy.

Desde el 1947 cuando el PIP fue fundado, hasta la década de 1990 pasaron muchas cosas. El orden emanado de las paces de la segunda guerra se vino al piso y sobre sus cenizas se desenvolvió el orden neoliberal. La precaución del liderato pipiolo a la hora de hablar de la independencia y la justicia social tras el fin de la Guerra Fría recuerda la cautela de aquellos independentismos ante situaciones parecidas.

Unas transiciones truncas: independentistas y estadolibristas

Tanto en el independentismo electoral como en el estadolibrismo hubo una transición de liderato durante la década de 1990. El acceso de Víctor García San Inocencio, María de Lourdes Santiago, Manuel Rodríguez Orellana y, luego, Edwin Irizarry Mora, Jorge Schmidt Nieto y Juan Dalmau Ramírez, entre otros, a posiciones de liderato dentro de la organización, traducía una transición generacional cuyos efectos ideológicos deberían ser investigados con más detalle. El hecho de que Berríos Martínez siguiera siendo una clave a la hora de las grandes crisis nacionales -en 2016 fue la voz pública de la organización en la discusión del estatus-, dejó claro que la transición generacional había quedado trunca. En cierto modo, el gesto recordaba el papel que pretendió cumplir Muñoz Marín tras su retiro como candidato a la gobernación para las elecciones de 1964. El liderato senescente ha sido por lo regular desviado para que se encargue de la “misión imposible” de resolver el estatus, escenario que ha cumplido la función de un “retiro (ideológicamente) digno”.

En el estadolibrismo un nuevo/viejo liderato levantó cabeza tímidamente. Victoria Melo Muñoz, Héctor  L. Acevedo, Eudaldo Báez Galib, Sila María Calderón y Aníbal Acevedo Vilá, entre otros, encarnó el cambio de tono y matiz. Sin embargo, la figura de Hernández Colón siguió cumpliendo una función moderadora y en ocasiones francamente reaccionaria, a la hora de revisar las posturas del partido durante y después de la década de 1990. Una de las mayores pruebas y retos al poder de Hernández Colón parece haber sido la consulta plebiscitaria de 2012 y el retiro de la candidatura de Alejandro García Padilla (1971- ) a las elecciones de 2016 en el contexto de las fricciones entre estadolibristas moderados y soberanistas en el partido.

De hecho, el elemento más innovador en el PPD fue el desarrollo de un estadolibrismo “soberanista”, un concepto que cuando lo pronuncia un ideólogo del PPD resulta tan nebuloso como “estadolibrismo”, desde 1998 en adelante. Es probable que, cuando este asunto sea indagado con más cuidado, las personalidades de Báez Galib,  Marco A. Rigau y Juan M. García Passalacqua, reciban el crédito que se les ha escatimado en la torcida e interesante historia del PPD. Como se verá más adelante la facción soberanista, un fermento legítimo de renovación para los populares alrededor de la figura de Carmen Yulín Cruz (1963- ) desde 2010, se ha reducido a la nada tras las elecciones de 2020.

Tanto en el PIP como en el PPD, el papel de la confrontación  “nueva / vieja guardia” que se desarrolló en el caso de Muñoz Marín durante la década de 1960, y tras el deceso  de Concepción de Gracia en 1968, siguió cumpliendo un papel protagónico. Pero las continuidades entre lo viejo y lo nuevo siguieron siendo notables y la capacidad de que las ideas reprimidas por el debate retornaran por sus fueros siempre fue muy elevada. Los caudillos del 1970, un momento de crisis económica internacional y de revisión del ordenamiento capitalista internacional, mantuvieron una cuota de poder visible y a veces excesivo hasta entrado el siglo 21. La muerte de Hernández Colón en 2019, así como la de Romero Barceló en 2021, tendrán un efecto impredecible sobre la discursividad pública de los proyectos ideológicos que representaron. Una vez se esculpa el mito de cada uno de ellos, la lucha por el control de su “memoria” y su “herencia” ideológica ocupará la atención de muchos observadores durante los años.

Atando cabos 

El “respeto señorial” a la tradición partisana y sus figuras proceras ha sido una contrariedad para las tres organizaciones. La pregunta es ¿porqué hubo un proceso de renovación radical, no ausente de tropezones en el seno del PNP en la década de 1990 y, sin embargo, ello resultó tan cuesta arriba en el PIP y el PPD? Es probable, y esto es apenas una hipótesis de trabajo, que la actitud utilitaria y pragmática del liderato estadoísta junto a la certidumbre de que una era terminaba y comenzaba otra,  haya favorecido su capacidad de transformación. Lo cierto es que el “fenómeno Rosselló González” no tuvo un equivalente en las otras organizaciones electorales en la década de 1990. En su caso la conciencia histórica y la intuición, se combinaron a la hora de imaginar las condiciones de su presente. El caudillismo o culto a la personalidad no desapareció de ninguna de las organizaciones. El carácter innovador y original del “fenómeno Rosselló González” también se convirtió en objeto de culto irracional hasta penetrar a su hijo, Rosselló Nevárez. El retorno de aquella imagen en la figura de su hijo desde 2013 al presente, ratifica que las viejas manías de la política territorial siguen presentes. El referido culto no sólo fue un factor importante en su elección como gobernador para el cuatrienio iniciado en el 2017 sino que puede ser determinante para que se elija como uno de los “cabilderos de la estadidad” em mayo de 2021.

 

Artículo anteriorEditorial:   Colombia, Palestina y el mundo al que pertenecemos
Artículo siguienteEl mundo cruel de Luis Negrón