Será Otra Cosa: Nieto de piratas

 

Por Ana Pérez Leroux/Especial para En Rojo

Pedro Eugenio, bien amado, piloto, marino mercante, hombre de buena fortuna en los negocios, estuvo enfermo de los pulmones. La última vez que salió del hospital, agradecido y eufórico porque había pensado que de ahí no se iba por sus pies, se puso en contacto con cada uno de sus familiares. Cuando levanté el teléfono, me dijo, sin saludos ni preámbulos: “No puedo creer que estoy aquí, Ana T. Vi a la pelona de cerca…” La pelona, la calaca, la calavera, la que nos viene a buscar cuando nos toca, merodeaba, rodeándolo por meses, disputándole su vitalidad irreprimible, robándole el aliento. Los médicos, que mal entienden la batalla final, atribuyeron todo al enfisema y a los años de fumador, bailador y bon vivant empedernido, y le asignaron un tanque de oxígeno. Nieto de piratas, amante del vagabundear, percibió el tanque no como caridad salvadora sino como cadena y grillete, o ancla.

La última vez que lo vi apareció impecable, oloroso a colonia y con una coqueta boina con la que escondía la calvicie desde que abandonó la farsa precaria del tupé. Saludó a Sofía, que me visitaba, charló animado, y me contó la historia de la bomba en jugosos detalles. “¿Tu sabías, niña, que tu tío había sido terrorista?” En el desperdicio de la cotidianidad, no tomé notas ni memoricé nombres, pero si noté que ese suceso contenía para él significados esenciales, merecedores de atención. El día de la llamada me recordó la conversación. “Eso debe dejarse por escrito. Cuando le conté la historia a la enfermera de intensivos, me dijo que yo debía escribir para contar mi vida.” Quedamos en que él me copiaría los viejos recortes de periódico, y que haríamos una visita telefónica para que él me contara detalles. Calculamos que, a estas alturas, ya no importaba preservar la anonimidad de culpables, testigos y víctimas. El tiempo, inexorable, ya se haría cargo de la privacidad de los involucrados.

En esos últimos días, la hipoxia le ocasionaba pesadillas. Una vez se despertó a gritos, persuadido que había fuego debajo de su cama. Su mujer le contestó: “Lo que viste son las llamas del infierno, que están cerca. Más te vale arrepentirte de todo, y rezar.” Al que le parezcan crueles las palabras, es porque no sabe de las trastadas matrimoniales que le hizo el tío a la tía de jóvenes casados. Con el tiempo, superaron las estruendosas peleas de los primeros años y vaivenes. Pasaron la madurez viajando el mundo juntos, brindando y celebrando la vida con el entusiasmo que siempre lo caracterizó. Imagino que al final ella lo perdonó, pero no olvidó. Cuando a la edad de veinte y nueve escandalicé a todas las primas al anunciar que me divorciaba de mi primer marido, mi tía me contempló con sobriedad y me dijo: “Yo entiendo.”

Su vida de aventurero comenzó desde irse de la casa de los padres. En el hogar, estricto a la europea, recibió unos amigos a almorzar un mediodía. Eran unos jóvenes cadetes de las fuerzas aéreas. Pedro, atolondrado y joven, se moría por aprender a volar. El padre, alarmado, anticipaba los horrores que viviría su hijo si se sumaba a ese escuadrón de asesinos que era el ejercito dominicano en los tiempos de la dictadura. Pedro, el viejo, había sido uno de los pocos puertoplateños que nunca colgaron en su casa la famosa placa de “En esta casa, Trujillo es el jefe”. Cuando se sentaron a comer, anunció secamente: “La política nunca ha puesto comida en esta mesa. Buen provecho, caballeros.” A los pocos meses, envió sin discusión el hijo a Puerto Rico a buscar su fortuna, donde no solo se hizo piloto, sino también marino. O por su sangre de bucanero, o porque le sonreía la dama fortuna, en Puerto Rico comenzó su vida de trabajo, y le fue bien, y echó raíces.

Mientras tanto, en el país natal, las ataduras fatales del régimen comenzaban a deshacerse, y los dominicanos en el extranjero se inspiraban en las historias revolucionarias de otras islas. El grupo de jóvenes dominicanos en Puerto Rico se reunía a complotar: ¿Cómo apoyar los rumores de movimientos que llegaban a ráfagas de la media isla? El grupo se cuajó en célula revolucionaria; y con un plan. Volarían en un Cessna, dejarían caer una bomba sobre la base de San Isidro, paralizando toda posible respuesta militar para darle oportunidad a los grupos antitrujillistas en el país a levantarse en armas. Pedro sabía volar, sería el piloto. Pasaron meses acumulando armas; y preparando una masiva bomba, de fabricación casera. Cincuenta años más tarde estaría todavía mi tía deshaciéndose del arsenal de armas que el tío se pasaría el resto de la vida escondiendo por todas partes, por si acaso, porque nunca se sabe. A los jóvenes terroristas, el FBI les seguía la pista de cerca, pero con cierta tolerancia. Los americanos ya contemplaban dejar de apoyar a Trujillo, y existía entre los puertorriqueños una gran simpatía por los jóvenes dominicanos en exilio. Con lo de la bomba, sin embargo, se pasaron de la raya, y alguien dio órdenes de arresto. Los detuvieron cuando estaban transportándola en los días de los últimos preparativos del complot.

Pedro pasó la noche en la cárcel, negándose a pedir fianza. “Yo soy revolucionario, no criminal.” La enorme bomba fue traslada a otro lugar, donde acudiría un experto a desactivarla. Los arrestados se ofrecieron a hacerlo ellos mismos, advirtiendo que estaba sobrecargada de explosivos. Los de la policía los mandaron a callar. La explosión dicen que se oyó en media isla, destruyendo los tres pisos del edificio de la policía donde habían almacenado la bomba. Por años a Pedro le atormentaba la conciencia el macabro detalle de que al revisar las cenizas después de apagar el incendio iniciado por la explosión, los bomberos encontraron el costillar del guardián incrustado en un archivo de metal. Más aún le apenaba saber que su bomba casera, creada con el glorioso propósito de aniquilar la nefasta dictadura, había dejado viuda con tres hijos a la señora del encargado del edificio. Como la bomba se encontraba en posesión de la policía al momento de la detonación, se había determinado que no los iban a hacer responsables del desastre. Cuando le comunicaron que quedaban libres, y sin cargos, ofreció penitencia. “¿Cree que podríamos hacer una donación, Ud. me entiende, Capitán, para la viuda y los huérfanos?”. “Pedro”, le contestó el jefe de la policía secamente, “la mierda no se bate”.

Con tal sentencia concluyó el episodio. Luego se involucraría en otras aventuras: barcos, política, viajes por el mundo, casinos, y hasta piloto en un vuelo secreto de Monseñor en los tiempos de la revolución del 65. Ninguna fue tan tremenda como la de la bomba. Al irse acercando su ochenta cumpleaños cogió el hábito de llamar a Mamá cada vez que fallecía algún contemporáneo. Solemnemente le anunciaba: “¿Oíste de fulano? Caray, tan tirando cerca.”

Dicen que el viejo pirata estaba tranquilo cuando vino la pelona a buscarlo. Espero que se lo haya llevado de aventuras.

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