Ya es la cuarta vez en que comienzo un año académico en una universidad norteamericana. El doctorado, un programa de cinco años en el que estudiamos y para el que enseñamos, según el cronograma o las falsas esperanzas, debe ir sosegándose. Faltan dos años para que, dicen los más optimistas, te hagas doctor en letras y consigas un buen trabajo fuera de aquí. Está difícil eso. Está difícil también imaginarse aquí por mucho tiempo o prever un regreso a cualquier parte. La ciudad, el dinero, el trabajo y los estudios no dan mucho espacio para divagaciones: se está aquí en el “eterno presente” (mucho menos poético que este verso de Guillén). En cuenta regresiva para los recesos. Menos mal.
El componente de enseñanza del doctorado, ese que te requiere 3 o 4 años de los cinco del PhD, más bien se concentra en impartir lengua en todos los niveles hasta llegar a dar clases de literatura. La idea es que los estudiantes graduados son gran parte de la fuerza laboral de estas instituciones y su trabajo en el aula paga su programa de estudios. Estos fundamentos se cuestionan poco y son problemáticos, porque muchas veces se nos explota e insta a dar las gracias… pero eso es otra columna. A mí me falta un semestre para alcanzar el peldaño de enseñar un curso de literatura, ahora enseño un cuarto semestre, el último español intermedio que pone a los estudiantes frente a las muchas identidades y estereotipos que se erigen en el mundo hispano. Estos cursos parecen ser catálogos pintorescos de la hispanidad: una película grabada por españoles en Cuba, imágenes de Frida Kahlo –debates sobre su ‘mexicanidad’ y performatividad de género, por ejemplo–, discusiones sobre las dictaduras y cómo se representa en la cultura popular lo hispano, latinoamericano y en ultimísimo lugar de prioridad, lo caribeño. Son prontuarios ambiciosos, pero también un tanto leves, caemos un poco en la trampa de querer ser portavoces, aunque no sé muy bien de qué. Venimos cada semestre esperanzados de tal vez levantar interés en el salón de clase, provocar dudas, no importa cuánto mastiquen el español los estudiantes, de que se imaginen algo fuera del confort del que vienen y en el que viven sus cuatro años de bachillerato. Siempre hay excepciones, uno o dos en cada salón, el resto parece listo para el recorrido visual. Un poquito de gramática, un poquito de videos, conversación, juegos en clase, tareas en la plataforma en línea, la píldora dorada; todo cómodo y ameno. El instructor debe representar lo mejor de su lugar de origen y echarse encima el o los cursos sin demasiada guía, al menos en mi universidad.
En estos días comencé un trabajo nuevo, el dinero del doctorado no da y menos en esta ciudad (pero eso también será para una próxima ocasión). Comencé a enseñar dos clases de lengua a tiempo parcial en otra universidad del área, esta católica, también rica y abrumadoramente homogénea (ya se imaginarán a lo que me refiero). Las dinámicas son distintas, hay un coordinador que no duerme, todo parece velado y el elemento pintoresco y diverso-friendly de la otra universidad, de donde me doctoro, no se busca, no se fomenta, no existe. Cada facultad es una réplica arquitectónica de las iglesias británicas del siglo 16, y los recursos de las bibliotecas parecen inagotables (como buenos jesuitas). Mi universidad y esta son dos caras de una misma moneda: los estudiantes (o sus padres) pagan más de 50 mil dólares al año en cursos sin contar vivienda, o plan alimenticio o gastos alegres. El perfil de estudiantes es distinto, pero la reputación es que ambas son instituciones educativas privadas de ricos: ricos liberales y ricos conservadores. Se me hacía un poco difícil pensar que todo era tan blanco y negro, pero ya con algunos años aquí, hablando con la gente local y con ciertos prejuicios en las espaldas, no parecen tan absurdas estas etiquetas o tan inconcebible el statu quo.
Bueno, en fin, que aquí estamos. Con trabajo. Hay que ser agradecidos. Sirviéndole a los riquitos del estado. Hay que dar las gracias, de nuevo, ¿verdad? El PhD pasó a un segundo plano ante las deudas más básicas que no cubre el trabajo en la universidad donde me doctoro (apartamento, compra, salud). Aunque ha cambiado un poco el panorama y las metas a corto plazo, el motor para estar como tres en un zapato se ha compendiado en que queremos volver a Puerto Rico. En nuestras ficciones imaginamos que cualquier cosa que hagamos allá será mejor que cualquiera que hagamos aquí. Para eso hay que contar de manera regresiva, dos, tres años, y alimentar las esperanzas para sobrevivir el presente en un país tan rico, como tan vacío.