Llevo ya algún tiempo viviendo acá (¿o allá?) en el país que hace más de un siglo se proclamó a sí mismo dueño del mío. Al principio y durante un par de años, trabajo en una ciudad que no me recibe ni mal ni bien, porque es una ciudad que verdaderamente no “recibe”, punto. Una ciudad en donde se amigan los adinerados y los poderosos. Donde pasan cosas y a la vez no pasa nada. Donde coexisten, sin llegar a convivir, los importantes y los invisibles, la velocidad y la lentitud.
Mi recorrido matutino comienza saliendo de la mano de mi hijo menor por la puerta de un gran edificio de apartamentos.
A nuestro alrededor, los empleados de empresas, ONG’s y gobierno caminan rápidamente. Son muchos, y suelen ser esbeltos y blancos. Llevan audífonos en las orejas. Visten los colores claros y brillantes del verano.
A nuestro alrededor hay también jardineros. Son muchos, y suelen ser salvadoreños o bolivianos. Llevan herramientas en las manos. Visten mamelucos pardos pero siembran flores en los colores claros y brillantes del verano.
Nos subimos al tren. Llevo meses viajando en tren, pero no se me pasa la sensación de novedad: el tren me encanta. Los vecinos se burlan cariñosamente de mi entusiasmo. El tren, me dicen, anda siempre atrasado, sus escaleras siempre están averiadas, está muy lleno, a veces apesta. Pero a mí me resulta liberador. Aún en el rush hour, aún con el codo de un desconocido en mis costillas, aún escuchando las protestas de mi pequeñín, que pregunta en voz chillona y en dos idiomas dónde nos hemos dejado la miniván, aún entonces, sonrío y me regodeo por un momento en mi nueva condición de peatona.
Nos bajamos en la estación de Foggy Bottom y caminamos media milla hasta el campamento de verano. Allí suelto a mi pequeño acompañante y emprendo el camino hacia el trabajo. Todas las mañanas le paso por el lado a unos ocho homeless. Así les llaman acá a las personas sin hogar, a las personas que en Puerto Rico llamamos deambulantes.
Son una presencia familiar en esta ciudad. Suelen ser negros y por lo general muy gruesos. Se mueven, cuando se mueven, con lentitud. Las más de las veces, están más bien estacionarios. Y tiene sentido que lo estén, porque llevan su vida a cuestas: en un carrito de compra, en un coche de bebé sin bebé, sobre sus mismos cuerpos abultados, llevan los sleeping bags, los bártulos varios, los mementos de la guerra, lo que les queda de la vida que se fue, de la vida que se va.
Les rodea y les sirve de contraste la masa ágil y atractiva de tantos otros seres, tan distintos, tan blancos, tan delgados, tan bien vestidos, tan livianos, tan veloces, seres que no tienen que llevar su vida a cuestas porque la ubican, la ordenan y la decoran en otras partes: en viajes, en apartamentos, en sus agendas, en sus teléfonos “inteligentes”, en el futuro.
Uno de los hombres sin hogar suele plantarse, obstinadamente, en un banco del parque. Lleva su vida en un carrito verde de supermercado, al cual protege del clima y las miradas curiosas con una manta decorada con el águila y la bandera americanas. Abandona su banco una o dos veces a la semana, expulsado del parque por un policía desganado y mustio que suele ubicarse en una esquina cercana y cuyo mantra puedo adivinar, y en cierto modo compadecer, desde mi caminar: I’m just doing my job.
Al principio me costaba reconocer a los deambulantes en Virginia y D.C. Tal vez porque realmente no “deambulan” mucho. Los homeless más visibles en Puerto Rico suelen ser muy distintos: flacos, móviles, cargados con pocas cosas, pidiendo dinero de carro en carro en las luces rojas. Las etiquetas que usamos para nombrar a unos y otros le hacen eco a esa diferencia: una implica movimiento, la otra desamparo. Puede ser que tome, además, cierto grado de familiaridad, esto de reconocer y asignarle el nombre culturalmente adecuado a la pobreza, o a cualquier otra cosa.
Voy llegando a la acera frente a la Casa Blanca. Una masa de hombres sonrientes que identifico, por su apariencia y lenguaje, como provenientes de algún país del este de Asia (primero pienso “chinos”, pero me corrijo rápidamente), surge de un lujoso autobús. El hormiguero en movimiento se bifurca y me rodea al enfrentar el inofensivo obstáculo que representa mi cuerpo, este cuerpo (¿exiliado/ migrante?) que a veces me pesa y otras flota. Me imagino una cámara filmando la escena desde arriba; ellos (turistas, muchos, cargando con mochilas y cámaras) caminando rápidamente en dirección norte, y yo (residente, sola, cargando con carpetas y nostalgias) caminando lentamente en dirección sur. Me sorprendo preguntándome si el tour bus será una suerte de diáspora artificial, pasajera, cómoda, densa. Si la escena será un agüero, o la metáfora torpe, escurridiza, de alguna cosa relativa a mi vida, a este extraño país, a la historia, o al mundo.
Y es que cuando una empieza con esto de la escritura distante (¿exiliada?¿migrante?), comienza también a atisbar significado en todas partes. Es una especie de paranoia tristona y gentil, la del escritor perseguido por todo lo que se asoma pero no se deja ver. Por una idea, por un recuerdo, por un dolor, por un color, por un olor. Por una isla, por un paisaje, por un amor, por un fantasma.