Será otra cosa: Yo, la última criatura

En honor de las relatoras Vanessa, Mari, Ana, Rima, Bea y Laurie.

A las criaturas que nos tocó vivir el fin del mundo nos sorprendió la belleza y el esplendor del apocalipsis, pero no nos pareció extraño que se anunciara de tan diferentes y estruendosas maneras: los árboles voladores, la lluvia de peces, el muro de agua que se precipitó contra el malecón. No era para tanto. Todo había sido imaginado alguna vez. Lo habíamos esperado por tanto tiempo, lo habíamos tenido tan presente en nuestras pesadillas desde la infancia, que cada hecatombe nos parecía parte del guión que nosotros mismos habíamos escrito. Creo que nos sentíamos culpables y por eso, posiblemente, pasó lo que pasó.

A las diez de la mañana, el paisaje se veía arrasado y un sol brillante definía, impertinente, el contorno exacto de los sobrevivientes del primer día. La mayoría insistió en regresar a la rutina lo más pronto posible, como si no fuera evidente que aquello no acabaría allí, sino un poquito después, y que nos tocaría a los penúltimos ponerle punto final a la Historia, por si alguien aparecía luego para trazar un nuevo principio.

No fue difícil trazar la trayectoria imaginaria de los siete huracanes que asolaron, uno tras otro, el archipiélago en tan sólo diez días. Después del tercero habíamos perdido las esperanzas de sobrevivir, y cada día era un regalo. Nunca supimos si alguien transmitía por la radio, sin apenas auspiciadores y con menos ganas, el final-final del todo-todo, porque a nadie se le ocurrió averiguarlo. Sabíamos que el cosmos todavía no estaba en calma. Lo sentíamos, como si un monstruo moviera sus brazos como aspas sobre nuestras cabezas y hubiera que mantenerse agachados.

Quienes sobrevivíamos a los estragos, convencidos de que pronto nos asolaría una nueva desgracia, procurábamos comer menos y rendir más las provisiones, e integrábamos el presentimiento del cataclismo a un elemento más de nuestra rutina, como el malhumor o la congestión nasal.

Sabiéndonos pronto abandonados a nuestra suerte, descubrimos que seríamos acaso, los relatores del tremebundo final. De manera que nos organizamos en grupos y unos se dispusieron a explicar la arbitrariedad de las calamidades mientras a las más fantasiosas, como nosotras, nos tocó idear finales alternos para los acontecimientos, ya que preveíamos que ningún ser vivo quedaría vivo para contarlo y no debíamos dejar la Historia incompleta. Manías nuestras, y puede que una forma de adaptarse a la catástrofe. Al menos eso pensábamos cuando redactábamos el final-final.

–Están ustedes locas, con lo mucho que hay que hacer– nos decían. ¿Qué hacen inventado cosas en lugar de bregar?

–Bregar con qué –le contestábamos– si todo ha terminado. Qué tiene de malo que hagamos lo que siempre hicimos, si comoquiera luchar es inútil, si el final viene de igual manera.

No los convencimos y nos acusaron de locas y de tontas, pero persistimos. Aquí nos quedamos, rodeadas de aguas hirvientes y de nuevos animales que a lo mejor no eran tan nuevos pero nosotras desconocíamos.

Ese mismo día nos pusimos a trabajar, cada una en lo que podía. Al principio, nos dedicamos a mirar en detalle lo que sucedía, para inventar sobre la escena, y era yo la encargada de anotar en esta libreta la crónica de los acontecimientos. Como lo nuestro era la fantasía, nos convencimos de que tal vez, en contra de todo vaticinio, quedarían criaturas capaces de entendernos y, eventualmente, comprender la majestuosidad de los derrumbes e infortunios, las nuevas emociones que sentíamos en aquella conclusión del universo que era para todas las criaturas la primera y única oportunidad de experimentar. Éramos las Optimistas, las Cronistas del Desastre que a sabiendas de la imposibilidad de destinatarios, insistíamos en ocupar todo el tiempo de sosiego a describir lo que adivinábamos, o lo que preferíamos imaginar entre las ruinas.

Algunas se dedicaron a observar el paisaje desde lejos a ver si lograban figurar la textura y el color de insólitos horizontes. En el cielo, montones de nubes oscuras, tan bajas, tan anchas, parecían rugir a intervalos como si tuvieran vida propia. El sol se ocultaba y surgía como un hipo entre las oscuridades. Por la noche, el aullido de las tormentas lejanas dejaba un esplendor de rayos que parecía responsable del estruendo constante de la tierra al que nos fuimos acostumbrando. Con aquello las paisajistas pudieron idear el escenario de los últimos días y se entretuvieron en delinear pormenorizadamente cada detalle del cuadro.

Otro grupo prefería dar cuenta de la huida desesperada de los animales y a inventar su destino: el zigzagueo de las ratas, el vuelo disperso de los pájaros, las nubes de insectos de trayectoria indecisa. Habían preferido contar del trasiego de las cosas vivas, porque ni la luz ni los vientos podían sentir como nosotras. Confiaban en que así, los últimos tendrían un mapa para entretenerse en aquel desorden.

Todas cumplíamos una tarea en el relato y esto que pongo aquí fue el final que yo inventé. Puedo afirmar ahora, sin temor a equivocarme, que todo fue normal, predecible, soso. El desenlace no fue tremendo. Fueron escaseando la gente y las criaturas visibles (que de las invisibles es imposible saber, ya nos constaba), así como los temblores, los vientos y las salvajes marejadas. Nos acostumbramos a los cielos extraños, dejamos de predecir las rutas y los modos de los animales. Había días buenos y días malos, y no recuerdo bien cuándo descubrí que habían pasado varias jornadas en las que nada terrible sucedía. No sabemos cómo, pero todo aquello tan tremendo cesó de repente. Nos habíamos equivocado, el final-final no era todavía.

Esto fue lo que anoté.

Yo, la última criatura, me levanté la última mañana algo ojerosa, pero con más energía que otras veces. Eché un vistazo al paisaje que las compañeras habían inventado para mí, a la confusión de alimañas que poblaba el escenario como para una fiesta. Dejé a un lado el lápiz, cerré el libro, me levanté de la silla y, poniéndole un pensamiento al cosmos irreal que apenas comenzaba, me puse a barrer los escombros.

5 de julio de 2017

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