Apegos de sobremesa

Me fueron a buscar a la escuela temprano porque corriendo por el patio metí los pies en un sumidero de fango que me tragó los zapatos. Yo estaba en primer grado, era bien pequeñita pero picoreta, decía mami. Entonces le dije al conserje Juan, que era mi amigo, que llamara a mi papá para ver cómo resolvíamos este problema. Cerca del mediodía papi me buscó y me llevó a casa de mi abuela Rosa que me esperaba con el almuerzo que jamás olvidé. Abuela me sirvió en un plato crema con diseño japonés azul, arroz blanco, habichuelas rosadas, carne guisada con papas y zanahorias, aguacate y un pocillito de jugo de china Suiza que yo llevaba en la lonchera. Recuerdo todo de aquél día, el calor sofocante de agosto, los pies hundidos en el fango y la sensación de estar descalzándome a fuerza del inclemente babote —y mira que hemos tenido que luchar contra ese babote la vida entera—, pero sobre todo recuerdo el hartazgo de comida que me dio esa señora abuela mía a la que quise tanto. Me sentó frente a ella en una banquetita y de sus propias manos, cucharada a cucharada me dio de comer. (Meses después me tocó darle de comer a ella y veinticinco años después a su hija, mi mamá. Las dos tuvieron que dejarme muy pronto. Casi casi tenían la misma edad cuando les tocó partir.) No olvido el estado de bienestar en el que me encontraba con aquella pancita llena de comida. El juguito casi no me cabía pero insistí.

Este recuerdo me acompaña desde entonces, recuerdo muy vivo en mi memoria que a veces llega sin motivo, y otras, como esta vez, me lo trae una lectura. Se trata de Mediterráneos (1997), de Rafael Chirbes. No es un libro que hable de abuelas exactamente, pero habla de viajes, mar, herencia, cultura y apegos. Se trara de una recopilación de artículos publicados por Chirbes en la revista gastronómica Sobremesa.

Chirbes, quien falleció en agosto de 2105, nos deja en este libro una mirada reflexiva sobre aquellas ciudades (Valencia, Creta, El Cairo, Benidorm, Alejandría, Venecia, Génova, Lyon), geografías y gentes que según él, le permitió redescubrirse y entender mejor los lugares en los que estuvo y su lugar entre ellos. Entonces, cada vez que rememoro ese último almuerzo que mi abuela me obsequió de sus manos a mi boca, además de hambre, nostalgia y rabia por lo perdido, me ayuda a entender mejor mi propio lugar y mi propio ser. Sigo siendo aquella niñita, con unos cuantos años más, que de vez en cuando come carne guisada, pero ya de una mano ajena, y deja sus zapatos enterrados con tal de huir del fango inevitable del camino. Esa niñita le ha dado de comer a su abuela y a su madre cercana la muerte y, piensa que es la cosa más satisfactoria que ha hecho en toda su vida.

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