De cómo la gente se organiza mejor que los funcionarios de la CEE

Cortesía de Carlos Berríos Polanco
Apuntes electorales 2

 

A las siete de la mañana somos tres en la fila de la unidad dos, colegio uno. Poco a poco van llegando más. Dos trabajadores de la salud. Gente joven, de mediana edad, ancianos.

Hablamos poco. Buen ánimo. Ya son poco más de la docena a las 7:30. La fila llega al sol. Llegan las papeletas en dos autos particulares sin escolta. En unos minutos las nubes que estaban a lo lejos se posan sobre el lugar. Ya son decenas. Hay dos policías frente al vestíbulo. Comienza a llover. Nadie parece estar a cargo. Digamos que los dos frente a mí son #1, #2, y la chica a mi lado #4. Es ella la que organiza la fila sinuosa bajo el techo a la entrada del vestíbulo. Ya son cien los votantes.

La lluvia arrecia antes de las ocho. Los dos policías están de manos atadas. «Son los funcionarios de la CEE los que pueden organizar la fila». No hay funcionarios cerca. De nuevo, la chica #4 y, las #5 y #6 -parecen madre e hija-, y yo, pedimos que se continúe la fila dentro del vestíbulo bastante amplio del Recinto Metropolitano de la Universidad Interamericana.  Nadie parece estar a cargo.

Esperamos con paciencia. Algún funcionario mueve una mesa. La vuelve a mover. Una empleada de mantenimiento mapea para evitar resbalones. Luego traen dos abanicos que se mueven solos y los tenemos -nosotres- que detener y volver a colocar hasta que alguien se hace cargo.

Son las 8:46 y ya estamos ansiosos porque los que parecen hacerse cargo -sin identificación- dan vueltas y miran alrededor. Es justo a las 9:06 a.m. cuando aparecen los funcionarios con un pad electrónico, algunos papeles y se colocan tras la mesa que han movido como a una pareja de baile. Los que llegan últimos se colocan frente a la mesa. La chica #4 y yo nos acercamos: «Alguien tiene que explicar el orden», decimos. «Este es el orden» dice alguien con complejo de Napoleón. «No, el orden es el de la fila que está aquí detrás», le informo. La señora que se coló primero nos dice: «¿Quién los manda a llegar tan temprano cuando es a las 9 a.m. que se abren los colegios». A mi edad no respondo ese tipo de agresión a la razón y a la convivencia como antes. Doy dos pasos hacia atrás. Le digo a los del inicio e la fila: «Vengan a colocarse aquí en el orden en el que llegamos». Ordenadamente todos se mueven frente a la mesa en la que nadie está haciendo nada.

Por suerte, a alguno de los encargados parece haberle llegado una iluminación y decide que es él quien tiene que «poner orden». Ya son las 9:18. Pasan personas con discapacidad, ancianitos y la que se coló para evitar confrontaciones. «A mí no me miren», pienso, vanidoso, cuando adelantan adultos mayores. «Viene, por aquí, los primeros quince» dice el iluminado. «Por la rampa hasta el piso 5». Allá vamos, sin instrucciones para los que no conocemos el lugar. La chica #4 se coloca al frente y nos dirige. Llegamos al cuarto piso. Ahí no es, claro. Subimos otro piso. Ni un cartelito para indicar nada. Llegamos al quinto «¿A la derecha o a la izquierda?» preguntan desde atrás. Quiero decir: «A la izquierda siempre», pero me aguanto. Resultó que la chica#4 corrió un poco y nos señala a la derecha. Nadie está frente a los colegios de votación dando instrucciones. Cada cual busca las iniciales de su apellido. Cada grupo organiza su fila. La señora #5 organiza a los apellidos con R. «Hay muchos Rodríguez y Rivera» dice, formando una fila sinuosa. Un funcionario sale y emite una frase absurda: «Cálmense, que a mí no me pagan por esto».

De repente llegan decenas por los ascensores y por las escaleras. Y en cada grupo alguien, con calma pasmosa, va organizando y tomando el control ante la paciencia de la mayoría. Como mi apellido es con A seguido de una C soy el quinto en entrar a mi colegio. Busco a los míos. Veo los sharpies que parecen de las elecciones del 2016. Los que quieren escribir nombres en la papeleta no tienen chance. Lo mejor que se hizo fue esa campaña orgánica de «lleva tu punta fina». A los primeros cinco se les atascó una de las cinco papeletas. Aún así el proceso mismo es de cinco o seis minutos si ya sabes por quién y por qué vas a votar.

Bajo del quinto piso al vestíbulo usando la rampa porque quiero ver cómo está la fila. En menos de media hora. La rampa está repleta de personas. Creo que hay mil personas como poco. Siguen llegando. Llego al vestíbulo. No veo a nadie organizando la fila. El policía a la saluda me saluda. «¿Ya?» me pregunta sonreído. «Sí, pero esto va a tardar mucho más de lo previsto. Las máquinas se atascan mucho. Son cinco por persona y no hay sharpies ni bolígrafos adecuados si alguien va a escribir nombres», le digo. «¿Hay que escribir?» dice arqueando las cejas. «Si quieres. Es tu derecho», le contesto. «Ah, pues salimos bien tarde de aquí», dice secándose el sudor de la frente. «Suerte», le digo, al despedirme. Pero me lo digo a mí. Me lo digo esperando que no nos haga falta y que sea la razón y el valor para perder el miedo lo que permita a la ciudadanía votar por funcionarios públicos que no sean corruptos y pongan los intereses de las mayorías sobre los de los inversionistas de lo peor.

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