Del bipartidismo a la incompetencia judicial

 

 

CLARIDAD

Antes fue Andrea, luego Karla y ahora Linnette. Tres mujeres asesinadas luego de que un tribunal dejara libre al acosador tras probarse el peligro que afrontaba la víctima. En el último caso, el de Linnette, el asesino salió de la corte estimulado por la inacción de una juez y también mató a la madre y al hermano de su expareja, tal vez porque estaban junto a ella e intentaron protegerla.

Como siempre sucede, tras la nueva masacre, los medios informativos y las redes sociales se llenan de recriminaciones, explicaciones y llamados a investigar. “El sistema falló” dicen unos, “hay que respetar la discreción judicial”, dicen otros. También se reclama que “boten la juez” y hasta que la metan presa, pero nada ocurre. El o la juez se queda en su cargo, acogida a la “(in)dignidad del silencio” y así seguimos hasta que otra mujer cae asesinada.

Los y las jueces, por si no lo saben, gozan de inmunidad. Eso quiere decir que nunca puede procesársele por un acto cometido cuando ejercen la “discreción judicial”. Sólo la comisión de un delito o la conducta antiética puede conducir a un procesamiento, pero ejercer la discreción judicial dictando una sentencia, emitiendo una orden o negándose a emitirla nunca lo es. Lo peor que le puede ocurrir es que un foro apelativo concluya que “abusó de su discreción”, pero, aunque la frase suene fuerte, la única consecuencia es que se revoque o se altere la decisión que tomó. A él o a ella nada le pasa porque la inmunidad es absoluta. Sigue cobrando su sueldo y, peor aún, ejerciendo como juez y aquí guerra y en el cielo lamentos.

Como pueden ver, quienes integran la judicatura de un país tienen en sus manos un gran poder. En repetidas ocasiones en sus manos está, literalmente, la vida, la libertad y el bienestar económico de muchas personas. Por eso y, además, porque reciben un buen sueldo y de ordinario trabajan poco, la lista para buscar un nombramiento de juez es siempre larga. Lo anterior nos lleva a otro tema que también ha estado comentándose en los últimos días: el nombramiento de los jueces.

En Puerto Rico, Estados Unidos y en muchos otros países los jueces de todos los niveles son nombrados por el poder ejecutivo y, como norma general, siempre se nombra a personas que desde el punto de vista ideológico estén en sintonía con quien controle el gobierno. En Estados Unidos, los presidentes republicanos nombran conservadores y en ocasiones, como fue el caso de Trump, ultraconservadores. Los demócratas, por su parte, se inclinan por jueces liberales. Lo mismo ocurre en Puerto Rico con gobernadores penepés o populares. Esa preferencia ideológica del gobernante siempre estará presente mientras el método de selección sea el que es.

Pero en el caso puertorriqueño hay algo extra. Además de sintonía ideológica de ordinario se requiere afinidad partidista y cercanía a la dirección. El otro día, un respetado profesor de derecho, Carlos Ramos, decía que un nombramiento a la judicatura siempre requería de una carta de recomendación de un político o de alguien cercano al poder. Así es. Detrás de cada designación siempre hay un padrino.

Esa realidad palmaria trae al ruedo un elemento importante que ha estado presente en muchos de los casos que han resultado últimamente en el asesinato de mujeres: el de la competencia del magistrado. En ocasiones, la carta de recomendación conduce al nombramiento de una persona competente, pero en muchos casos el padrinazgo le abre paso a la incompetencia.

La alternancia cada cuatro años de partidos o gobernantes que se ha producido en Puerto Rico desde el 2000, ha agravado el problema. Cuando uno de los dos partidos de siempre asegura el poder se apresura a llenar cada cargo vacante con gente “de confianza” porque no tiene ninguna seguridad de lo que vendrá después. Es como el hambriento que se atosiga todo lo que encuentre porque no sabe si volverá a comer. En el caso de los gobiernos “compartidos”, con la Legislatura y el Ejecutivo divididos entre el PPD y el PNP, como ahora, el problema se agudiza aún más porque entonces se negocian cuotas y cada cual se asegura de llenar su parcela con gente bien cercana.

La información que trascendió en dos de los tres casos mencionados al inicio de este artículo confirma plenamente nuestro análisis. Una de las dos juezas del Tribunal de Caguas que intervino en el caso de Andrea Ruiz Costas era pariente de José Luis Dalmau, líder del PPD y presidente del Senado, y fue ese parentesco, no el mérito, lo que le consiguió el nombramiento. El más reciente caso, el de Linnette Morales, es aún más claro. La juez que mandó para la casa al asesino, Ginny Vélez, llegó al cargo gracias al más burdo patronazgo. Fue nombrada a la carrera por la gobernadora Wanda Vázquez once días antes de que terminara su mandato. Al día siguiente, 21 de diciembre de 2020, fue confirmada por Senado del PNP y Rivera Schatz sin que nadie la evaluara. Tanta fue la prisa que en el Senado ni siquiera hay un expediente sobre la confirmada. Ni para la gobernadora ni para el Senado fue necesario fijarse en los méritos de la nominada porque es hija de un exsenador del PNP.

Ahí está retratado el mal que carcome la judicatura puertorriqueña. En última instancia, la crasa incompetencia judicial no es más que una manifestación de un problema mayor: el del bipartidismo corrupto que ha pervertido todas las instituciones que deben servir al pueblo. Cambiar la manera de nombrar jueces es muy difícil porque se requeriría una enmienda constitucional. Tal vez sea menos difícil acabar con el bipartidismo.

 

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