En Reserva-La adolescencia que nos trasciende

Ilustración por Estefanía Rivera Cortés

 

Dalila Rodríguez Saavedra

 

¿Cómo honrar esa cosa, parte de nuestro ser, que es irrepetible y que de acuerdo con la experiencia humana, es un regalo inigualable que brindamos en sociedad? ¿Cuál es mi regalo al lazo social? , ¿de verdad lo poseo? ¿Verdaderamente lo conozco? Si fuera tan fácil como expresarlo afirmativamente, nos inclinaríamos con frecuencia a ver el vaso medio lleno o quizás apostar con mayor firmeza al atajo hacia las utopías, incluyendo la del espíritu. Pero no es así, vivimos reforzadas por la utilidad del entramado social y los múltiples colectivos y causas con los que nos identificamos —que sabemos que están sobre bases civilizatorias muy concretas y con fines milenariamente establecidos. Comprobamos que cada sociedad “produce al hombre y a la mujer que necesita”, incluyendo a quienes se sitúan en el no binarismo. No sólo las mujeres, como colectivo, estamos particular y perversamente encerradas en esta lógica de los poco cambiantes valores civilizatorios a lo largo de la historia, sino que es más dramático hacia las personas adolescentes, quienes aún con sus intereses subjetivos de reafirmación terminan, terminamos todos, por servir al montaje cultural de lo sexual.[1] La apuesta es a que esa cosa, ese torbellino que nos dirige permanentemente a un estado vertiginoso de creación es lo humano e indelegable. Su esencia trasciende los objetos de la cultura o de la civilización al punto que hablar “de lo humano” desde el marco de la civilización, termina realmente por colonizar el concepto.

Desde hace un tiempo leo con avidez temas asociados al periodo de la adolescencia. En parte porque convivo con una joven y también por una frase psicoanalítica, que es una suerte de acertijo: Todos llegamos al diván en la adolescencia. El enunciado ha sido un lazarillo hacia mi propio atravesamiento dentro de la cura analítica, así como un encuentro profundo con la producción constante y revisada del conocimiento analítico que se realiza en la École Freudienne du Québec. Una escuela, sí, de lealtad lacaniana, pero cuyo principal líder, el psicoanalista y antropólogo Willy Apollon, elabora conceptos nóveles para el estudio y la formación de un psicoanálisis que no puede ni desea otra cosa que no sea mirar al futuro desde lo humano.

¿Qué es una adolescente si no es alguien dotada de energía que cuestiona, induce y provoca a quienes dicen estar establecidos? Hurgan implacablemente la esencia de las cosas. Pueden abrazar y desdeñar con la misma frágil arrogancia con la que dudan del porvenir. Después de todo, lo que ven a su alrededor no es muy creíble. De hecho, ante la obscenidad de los feminicidios, de las guerras, de la insaciable apetencia consumerista, del fallo estructural y material en sociedad cuesta mucho fiarse y trazar palabras honestas y alentadoras. ¿Quién verdaderamente les puede responder?

Programar, descontar, arrebatar 

En la crisis profunda en que viven las civilizaciones, los mandatarios implacables (porque me rehuso a llamarles líderes) requieren del saque apropiarse de aquello que les adolescentes tienen de sobra: valentía, inexperiencia y un férreo presentimiento de que existe algo más trascendente que sus vidas mismas. Ese barrunto de lo humano se les arrebata y sustituye con adoctrinamientos y formaciones centradas en la cadena de soberbios y cuestionables intereses. Como consecuencia, las espabiladas y críticas miradas de la joven persona se van doblegando para canjearlas por obediencia y por controles educativos con métricas insertadas en determinadas y curiosas ocupaciones que van en alzada (alta seguridad y tecnocracia, por nombrar dos). Porque como bien nos señala una tradición de pensadores sociales, lo importante es tenerles ocupados, considerando que la gente sin trabajo “es un peligro político y moral y todas esas cosas”.

El diseño del adoctrinamiento es árido y es complejo por igual. Además, entre los responsables, hay un sector internacional liberal que a menudo (hasta) reconocemos como educado. De manera que sí, son constatables las formas en que el sistema y su cultura correspondiente (que le sirve de guardaespaldas) seducen primero con entelequias diversas para luego empujar a las personas más jóvenes a callejones sin salida. En los escenarios académicos de mayor preeminencia, incluyendo a nuestra Universidad de Puerto Rico, se libran batallas rebatibles sobre cuáles disciplinas son pertinentes y merecen robustecimiento porque proclaman “responder” a los contextos sociales presentes. En casos paralelos se nota demasiado que las economías de los empleos, entre los que se destacan maniobras por reclutar jóvenes a la milicia, a las carreras cortas, a las proliferantes cuentapropistas y vertientes del tecnofeudalismo —que apenas requieren de educación integral o de la tradición de la ilustración— se ordenan a favor de lo que conviene a grupos elites pequeñas; que los nombrados “trabajos con mejores salidas” son para apoyar el mantenimiento del sistema que los mantiene. Total, en el contexto contemporáneo del capitalismo hiperposmoderno el trabajo no depende de su utilidad o su importancia sino de los beneficios económicos que se produzcan.

En una problemática, sí, pero igualmente ignorada escalada de sucesos los adolescentes gravitan al trabajo, matrimonio, procreación, retiro y muerte. Aunque cada vez se perciba, ciertamente, que el panorama social va cambiando, el vínculo operativo del establishment no tanto. Será más o menos tarde, con modos distintos muy alternativos, y muy necesarios, pero pocas personas se escapan del llamado para continuar el ruedo del montaje cultural de lo sexual.

Del montaje no nos escapamos ¿o sí?

El montaje cultural de lo sexual se impone implacable en las edades atadas a la pubertad. Será una fase muy marcada para la joven persona pero que sin duda habrá de encauzar sus años venideros, pues la adquisición de estos valores viciados tiende a sustraer la energía pulsante de la creación y les arroja confusamente a una reputada urgencia sexual, como si fuera uniformada, moldeada. Dicha superpuesta sexualidad sustituye la búsqueda del sujeto deseante —o el revisado subject of the quest de cuña apolloniana— en un intento fallido de limitar sus fuerzas. Lo hace para poner un límite de algo que no se entiende. A la cosa. Pero como bien nos recuerda la teoría clínica del psicoanálisis, el goce no se puede encontrar en un Otro. El objetivo del montaje es sofocar nuestra dimensión que escapa a nominaciones y que tampoco podrá ser relegada a la percepción de otros.

La joven persona va descubriendo una trascendencia dentro de sí, situada más allá de los límites de la civilización, que le empujará a ir más lejos. Allá justamente donde esa cualidad inherente, que carece de una sintaxis porque su vórtice creador está precisamente fuera del lenguaje, pues no pasa por un significante, les lleva. Ese motor viene de lo humano, lo humano es más que civilización, estuvo allí antes y estará después de la civilización. Esa es la dimensión sobre la cual la civilización no tiene control. Enfrente de la tensión resquebrajante de reproducciones ideológicas y civilizatorias y las del orden del nudo íntimo, humano y creador se pone en jaque a la juventud. Es evidente que la balanza pondera hacia la repetición de moldes. Pero ojo, que esos personajes “moldes”, lejos de ser una masa dócil, y tras despertar de los ardores de la adolescencia se enfrentan –y se encuentran– con una violencia íntima que habrá de sacudirse mediante actos. El desafío será asumir una postura ética que enardezca la esencia de lo humano.

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Término de la autoría del antropólogo y psicoanalista haitiano Willy Apollon. En el hipertexto referenciado se plantea en torno a los estragos que la cultura hace en lo inalienable del ser.

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