Será Otra Cosa: Entre Iapeto y Rodinia

Las tierras mesas son una expansión elevada, con cimas antiguas y redondas como lajas de manzanas. El hermoso pastizal que veíamos de lejos no tenía yerba: sólo unos arbustitos esqueléticos, flora alpina, y unas flores tubulares color vino. Son carnívoras; se alimentan de los pocos insectos que suben a esas alturas. Este es el único lugar del mundo donde el manto de la tierra, esa capa entre la corteza terrestre y el magma interior, ha salido a la superficie cristalizado en pura roca. Las rocas son de negro azuloso y extremadamente densas; la oxidación las pone de color mostaza dorado por fuera. Caminamos una hora entre el oro de las piedras, el silencio del viento y el trino quieto del agua que se escapa a gotitas de los glaciales.

Desde las tierras mesas se ve la mejor vista, mi principal objetivo, la corona de Terra Nova, una hermosa elevación llamada Gros Morne; literalmente, la gran tiniebla. No logre cumplir la misión de ese viaje, que era hacer el camino a Gros Morne. La ruta, de dieciséis quilómetros y cruzando un río, permanecería cerrada hasta el fin de Junio, para que los caminantes no perturben los nidos de las perdices árticas, o interrumpan la migración de los Caribú.

En Gros Morne, la roca no proviene del manto de la tierra, sino del fondo del océano, pero ese océano no era el Atlántico, sino, Iapeto, su progenitor. Los movimientos de placas tectónicas arrojaron al antiguo micro continente de Avalonia contra el macrocontinente Rodinia, y eso hizo levantar el fondo de los antiguos mares.

Nueva en Latín, encontrada en Inglés, la magnífica isla de Terranova/Newfoundland tiene mas área que La Hispaniola pero mil kilómetros cuadrados menos que Cuba. Me impresiona que en tanto espacio y tan hermoso, solo vivan medio millón de personas. St. Johns, la capital, es famosa por sus casitas multicolores, pegaditas en la montaña, y por la belleza del puerto. Apenas pasa de los cien mil habitantes, pero su centro tiene un núcleo de clubes con música en vivo que es la envidia de muchas ciudades. En su era humana, Newfoundland acogió sucesivas excursiones de pescadores, paleo-eskimales y vikingos. La cultura Dorset floreció allí hasta un gran deshielo en el siglo xiv, cuando fueron reemplazados por la tribu de los Beothuk.

Los Beothuk construían edificios redondos con palos y corteza de abedul, y daban mucha importancia a pintarse de ocre. Por eso los llamaban pieles rojas. Las sucesivas llegadas de Mi’kmaks, Inuits, y Europeos, introdujeron la guerra y la plaga. Evitaban los invasores como a la plaga, y la tuberculosis y la viruela que les trajeron mermaron sus números. A cada conflicto los Beothuks se fueron retirando hacia otras áreas de la rugosa costa, y finalmente, a tierra dentro. Abandonada su pesca tradicional, esa tierra agreste y frígida no alcanzó a alimentarlos. Simplemente se murieron de hambre. En 1829, falleció Shanawdithit, el último miembro de la tribu conocido. Los historiadores de hoy debaten si los Beothuks desaparecieron por genocidio, o por incapacidad de adaptarse.

La historia oficial dice que fue la primera provincia de lo que hoy es Canadá en ser asentada por Europeos. El imperio británico no le otorgó (noten la palabra otorgar) ‘gobierno responsable’, es decir, estatus de no colonia, hasta 1855. Newfoundland no envió delegados a la Conferencia de Charlottetown, donde se inaguró el proceso de formación de una confederación en la Norteamérica británica. Los intentos de unificarla con la confederación resultaron sumamente impopulares y en 1907, esa isla de pescadores de bacalao se convirtió en dominio independiente. Tras mucho politiqueo, los británicos montaron un referendo sobre el futuro de la Isla, y forzaron la inclusión de la posibilidad de convertirse en provincia de Canadá en el voto. Tras dos referendos intensamente divididos, la isla pasó a ser parte de la confederación Canadiense a la medianoche del 31 de marzo de 1949. Los canadienses continentales no recuerdan están historia; los newfoundlanders sí.

La población de hoy, como en muchas islas, es mezcla de los que llegaron por mar. Mas que nada, de irlandeses, salpicados de Mi’kmaks, Inuits, Escoceses, Picardos, y de todo un poco. Los nombres señalan la variedad de los orígenes: Ensenada de Portugal, Quidi Vidi, Twillingate. El inglés de Newfoundland es distintivo, con mucha raíz irlandesa. En Toronto se hacen chistes burlándose de ese acento. Decirle a alguien newfie es decirle jíbaro.

No sé si por que el tamaño que me recordaba a mi isla, o por la belleza apabullante de la costa y las montañas, el aire perfumado del norte, y la hospitalidad abierta de isleños, pero todo lo que vi me resultó agradable y compatible. A los dos días de aterrizar estaba tratando de convencer a mi marido que allí podríamos retirarnos. “Sólo te digo una cosa: Invierno.” “Y ¿qué?”, le rebatí. “Que tú eres dominicana. Y está isla es sub-ártica. Volvamos en Noviembre y a ver que me dices.”

Los dueños del Bed and Breakfast donde nos quedamos cerca del parque nacional nos invitaron a una langostada que organizaron en su casa. Verlos en grupo fue toda una experiencia. Tienen misma facilidad amable de los canadienses de tratarse con la gente, pero destilada con una alegría medular que no se ve en muchos sitios. Uno de los vecinos me preguntaba: “Pero, ¿Ud. no piensa que somos algo raros, los de aquí? Mi mujer es escocesa y dice que no tenemos modales, y no hacemos mas que interrumpirnos los unos a los otros.” Su esposa comenzó a regañarlo, diciéndole que no molestara a la visita con preguntas tontas. Yo percibí que no preguntaba por frivolidad ni por chiste, sino que de verdad quería que le explicáramos, nosotros, los de afuera, como los veíamos a ellos, los de la isla. Le dije que era de Dominicana, y que los Dominicanos también somos bullosos, y que allá, si no habían tres hablando a la vez, la conversación no se consideraba animada. Las interrupciones no son interrupciones sino contribuciones a la vivacidad de la velada. Les contamos de nuestra experiencia de migración, yo llegar del Caribe a los Estados Unidos, donde nadie quería entender mi nostalgia y mis deseos de regresar a mi media Isla. Mi marido les habló de su tiempo en el ejercito, y de lo que representó para nosotros venir al Canadá.

Después de la cena, comenzaron a aplaudir hasta que uno de los invitados sacó una concertina, y se pusieron todos a cantar. Canciones de dejar atrás la vieja Irlanda, canciones de borrachos, canciones al recuerdo de la madre. Yo me fui a la cama hacia las once, pensando en esos fines de semana, hace casi cincuenta años, cuando íbamos a Palmar de Ocoa, y los muchachos nos quedábamos en la arena con guitarra, cerveza y fogata, frente a la bahía donde pocos años antes había fracasado la invasión de Caamaño por playa Caracoles. No recuerdo que desde ese entonces me hubiera sentido tan miembro de la raza humana.

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