Estación a la deriva (VI)

QUEDA EL VIENTO Y LAS FLORES DE JUNIO en la ventana. Queda la cama revuelta y la silla de madera y paja. Quedan tres lámparas prestas a alumbrar. Queda el gato que viene cada mañana a despertarme. Queda el viejo aparato de televisión que no encendí ni una sola vez. Quedan los cuartos vecinos, las ruidosas escaleras de madera. Queda el sótano, la bodega de vino. Queda la acogedora cocina en la que ahora precisamente cocino. Quedan los abundantes libros franceses. Queda la música cubana, los cientos de colillas que durante días hemos ido apagando en el techo y acumulando junto a cualquier ventana. Queda el hermoso jardín de rosas, geranios y cerezas. Quedan sus olores, colores y sabores. Queda la mesa en el jardín, en la que cada tarde hemos tenido convites y festines. Queda el pan de la alacena. Quedan las fresas. Queda el gusto, el paladar, la calma para la mesa. Queda el contrabajo de Alexandre. Queda la amable sonrisa de todos, y todos quedan , y el mundo queda, muerto de pena, contra el viento y las flores de junio en la ventana. Mientras tanto, en silencio, me voy escapando, con un dolor antiguo que al cabo, como diría Silvio, se ha vuelto mi hermano.

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HACE SEMANAS NO SÉ NADA DE TI. Supongo que así debe ser, pero cuánto daría por una carta. ¿Sabes? Te he extrañado más de lo que imaginé. Aquella alegría de la “Cercanía”, aquel conjunto de palabras optimistas, era en cierta medida una media verdad. Por más motivos que le inventemos al silencio, por más razones que le encontremos en el camino, la distancia duele. Hay algo que permanece, como un sabor amargo en la boca. La vida a ratos es un largo adiós, une despedida permanente. Cuando empiezas a gustar del agua, la misma resbala; cuando crees levantar un monumento, sólo te queda polvo en las manos, y el recuerdo doloroso del tacto, de sus formas. Cuando amasas el pan, ya es del otro, y de otro, y te sobrecoge el hambre y el cansancio. Nos habitan las distancias. Nos habita ese terrible animal del vértigo, y el mundo es un abismo del tamaño del mundo, y las calles y los días se alargan con su tedio. ¿Cómo contarte que el mundo es un laberinto sin ti? Todo pierde su sentido, todo se deforma, y los días parecen un grotesco carnaval donde nadie parece hallar su puesto. Todos, de alguna manera, hemos intercambiado papeles, todos somos quienes no somos. Ahora mismo, en este tren, todos son extraños con caras tristes. Gestos de prisa, manos nerviosas: todos van buscando algo. Dichosos quienes buscan con las esperanza de hallar. Yo busco como Oliveira, acaso sabiendo que no hay nada del otro lado, y me ahorro la prisa. ¿Para qué buscar con tanta prisa? ¿Para qué derramarse por las calles del mundo con un furor estéril? No vale la pena. Sólo te pienso, intento recobrarte en los recuerdos. Te recorro imaginariamente como si no hubiese mañana, pero sin prisa, porque este trance es infinito, y al final estaré solo otra vez, aquí y ahora, pensándote.

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A ORILLAS DEL SENA // Un rumor en el agua te desdice, / un lento movimiento de basuras y palomas. / Miro un rostro en el río, / busco un cuerpo en la vaga superficie / y me estorban los puentes, / los sordos caminantes / que borran tu figura / y los autos, / los ruidosos carros del infierno / deshacen de una vez / tu vago despertar.

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HACE DÍAS, EN EL MUSEO DE ORSAY, me estremecieron particularmente dos obras: la “Puerta del infierno” de Rodin y el “Desayuno sobre la hierba” de Manet. Rodin me devolvió los días amables en que estudiaba la literatura medieval en la Universidad de Puerto Rico, y me deslumbraban los círculos dantescos, Paolo y Francesca, y Ugolino en la Torre de Pisa. Manet me devolvió un almuerzo en la costa de Cabo Rojo, junto al faro. Supongo que uno siente las obras de arte de una manera personal, con el corazón, con la mano de los amigos, con la fuerza de los amantes, con la calma de las tardes compartidas. Lo que permanece, aquello que parece cobrar un aire de perennidad, como una obra de arte, puede ser también un prisma a través del cual reconocemos nuestros efímeros días de alegría o tristeza.

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EL AGUA CAE. El agua se dispersa. / El agua fluye y rompe su camino / y así, de golpe, en vuelo repentino / es una y es la misma agua diversa. / El agua se desborda. El agua inmersa / asciende y se deshace en pan y vino. / El agua es ella misma y su destino / ensaya con pavor su forma inversa. / El agua vuelve al agua. El agua vuelve / sobre sus propios pasos y se absuelve / y se desangra y muere y cobra vida / en un rito infinito. Por las manos / se han derramado siglos, como en vano, / borrándose en el rastro de su huida.

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HOY LLEGÓ TU CARTA. En la mañana me senté a la mesa con un café y la leí con calma. Ahora, en la calma de la tarde, en la placentera tranquilidad de este leve brisa junto al Sena, te pienso, te figuro completa, de los pies al abundante cabello, de los labios a la boca. Callo y te pienso despacio, como si tuviera siglos para pensarte, como si en el fondo de los tiempos la aguja del reloj se hubiera detenido, y sólo quedara la vastedad del silencio y la calma. Tu carta me ha devuelto el sueño de aquellas tardes. Lentamente, en la fragilidad del recuerdo, te miro y te siento, como si no nos separaran mares ni continentes. Te palpo otra vez, te capturo brevemente en lo fugitivo. Te aspiro en el niño que acaba de acercarse a mí en este parque, y en su madre que a lo lejos sonríe. Te respiro en la suprema soledad de este momento, rodeado de multitudes tranquilas para las que soy nadie y alguien. Me digo, entonces, que es un mero detalle que estés en Chicago y yo en París. En cada paso que doy, en cada sorbo de vino, en cada descanso, te llevo conmigo, en el rojo de mi sangre, en la antigua historia de los puñales, en la agradable sorpresa de algunas calles sucias, en los monumentos gloriosos, en las orillas del río, en los puentes, en las viejas catedrales, en cada pintura y en cada escultura que he visto. Estás en el temblor de mis manos, en la sed de mi boca. No puedo perderte. No puedo borrarte, no puedo dejarte atrás por un solo momento, y cuando menos lo espero, acaso distraído, te me apareces, te escucho.

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ESTABA EN LA VENTANA y el viento pugnaba por entrar, todo de una vez, y de pronto, como un milagro, se hizo la calma. El silencio y la oscuridad eran rotundos. A lo lejos, tenuemente, se distinguía la tristeza de algunas luces que pugnaban por no morir. La noche era un enigma, un negro manto que escondía gemidos y cuerpos ensangrentados. Mientras tanto, yo soñaba en lo oscuro, imaginaba que la vida era de barro, y que podemos moldearla y darle la forma que queramos.

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INTERROGO CADA SEGUNDO QUE PASA con esta misma incertidumbre arcana. Interrogo las aristas de este silencio imposible. Busco en cada pliegue de su rostro una voz y una palabra. Hago las preguntas de siempre, busco lo que siempre anda perdido, y mi voz, mi callada voz, dice las cosas que siempre está diciendo. Me anticipo a mí mismo como un duende y en cada soledad guardo un poco de presencia que pueda acompañarme. Rompo el cerco preciso que me guarda y vuelvo a mis afueras, a las orillas difusas de mi cuerpo, y exploro el terreno con tacto extraño y me siento y me contemplo sin palparme ni mirarme, porque acaso ya he muerto y tal vez en el fondo de mí todo ha cesado. Pero cómo saberlo si apenas me hablo soy yo mismo, el que se preguntaba, el que emergía de sí para saberse, el furioso animal que se escapaba por quererse encontrar. Entonces el círculo se cierra, y no es la muerte quien llega sino el cuerpo pesado en el que habito, y aquella ilusión de no sentirme se borra de nuevo, y vuelvo a ser yo mismo.

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EN EL SUELO TIRADA, ya muy sucia, he visto la emoción de mis palabras. Me detengo y las toco y les canto canciones si están tristes, pero nada las alegra. Me empeño en joderles la tristeza, pero ellas son tan tercas que apenas te figuras que sonríen, te gritan y lloran y se aferran violentas contra el suelo. Insisto aún conociéndolas y les hago las muecas más raras y grotescas que hayan visto, y ellas, burlonas, me imitan, pero con más pavor, como si en las señas de su cara todo fuera un tormento. Entonces desisto porque temo que ellas se parezcan a mi rostro, o peor aún, que parezcan un reflejo mío.

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