Felices los felices

La felicidad, a veces, es un gesto egoísta, una decisión egoísta. Lo sabemos. Decidir ser feliz aun cuando sabes que hay tanta gente que sufre y no acompañarlos ni siquiera en ese sentimiento, me parece terrible, por no decir mezquino. Por eso reivindico la tristeza y practico la consolación. Que no se condene, que no se juzgue, que no se mire con condescendencia al que sufre. Sería mejor que en vez de sentir pena por mi, te apenaras conmigo. Tal vez ahí radica la alegría de unos cuantos; en conocerse a sí mismos y descubrirse capaces de conmoverse y solidarizarse con el dolor ajeno. Podríamos comenzar por abstenernos de andar de fotuto del ‘establishment’ repitiendo los ‘slogans’ que el mercado ha producido para hacerte creer en una felicidad vacía que solo depende de tu capacidad adquisitiva, como si el dinero fuera todo. Y sí, puede que sea cierto que llorar en una casa de un millón de pesos sea mejor que en un rancho; está claro que hay amarguras menos amargas que otras. Pero andar ostentando a cuatro voces una felicidad forjada en lo material, lejos de reafirmar heroicamente —como parecemos pretender con estos torpes o desacertados ejercicios exhibicionistas— que nosostros sí hemos alcanzado la felicidad, que la tenemos toda metida en el bolsillo, más bien deja al descubierto nuestras carencias. Claro, cada cual tiene su propia definición de felicidad. Pero no nos queramos hacer los listos/as y pasar gato por liebre. Para mi, esa felicidad por la que algunos apuestan es simple y llanamente comemierdería. Me pregunto si no les mortifica lo mal que nos va como país, nuestra situación política y económica, las condiciones de vida de muchos de nuestros ancianos, jóvenes y niños, o es que simplemente su técnica es no mirar más allá de su nariz para no contaminarse con la triste realidad. ¡Qué envidia! En nuestro propio país hoy día, tener las necesidades básicas cubiertas para muchos es un verdadero lujo. Lograrlo es motivo de alegría, porque al menos se descansa en la tranquilidad de saberse provisto de alimento y techo, como mínimo. Con esto lo que quiero decir es que no se trata de que seamos incapaces de alegrarnos, podemos y deberíamos conseguirlo hasta con lo más mínimo y sencillo. No es que seamos incapaces de encontrarle el lado “bueno” a las cosas, no es que esta que aquí escribe sea una amargada —que bien puede que sea cierto—, sino de que seamos sensatos y capaces de practicar la vida buena y justa, gozosa en un sentido pleno y rico y no como nos ha dictado el mercado.

Cuando en días como estos pienso en la felicidad, imposible no recordar a Epicuro (341 a. C. -270 a. C.), uno de los principales filósofos griegos de la Antigüedad, fundador de la escuela que lleva su nombre y se basa en el hedonismo racional y el atomismo. De él apenas se conservan tres cartas, las llamadas “Máximas capitales”, y algunos fragmentos breves. En 2014, Errata naturae editores publicó Filosofía para la felicidad, que recoje sus Máximas capitales, su Carta a Meneceo y ensayos de Emilio Lledó, Carlos García Gual y Pierre Hadot, estudiosos de Epicuro y de la filosofía antigua griega. En este libro queda expuesta a través de sus máximas la idea de felicidad (bastante inalcanzable, por cierto) que se había forjado Epicuro. Transcribo las siguientes cuatro por ser de las más ilustrativas de su propuesta:

• No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente; ni vivir sensata, honesta y justamente, sin vivir placenteramente. Quien no consigue tales presupuestos, no puede vivir con placer.

• La riqueza acorde con la naturaleza está delimitada y es fácil de conseguir. Pero la de las vanas ambiciones se derrama al infinito.

• El justo es más imperturbable, y el injusto está repleto de la mayor perturbación.

• De los bienes que la sabiduría ofrece para la felicidad de la vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad.

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