Indignación ante la desidia

José Arcadio Buendía, el patriarca de Cien años de soledad, vivió toda su vida con un muerto a cuestas. El fantasma de Prudencio Aguilar lo persiguió hasta su propia muerte y, ya amarrado bajo el castaño, nunca dejó de verlo. ¿Cómo se sentirá aquel que, en lugar de un fantasma, tiene a 4,645 persiguiéndolo? A juzgar por lo que se ha escuchado tanto desde el gobierno de Puerto Rico como del estadounidense, a pocos de sus funcionarios parece angustiarle la consciencia tanto como al patriarca de los Buendía, a quien sólo le pesaba un muerto.

Hasta que explotó la reciente noticia del estudio patrocinado por la Universidad de Harvard, que establece una media de 4,645 a las muertes vinculadas al huracán María hasta el 31 de diciembre de 2017, tal parecía que los puertorriqueños nos habíamos acostumbrado a vivir sin que nuestros muertos, como el fantasma de Prudencio Aguilar, perturbaran nuestra consciencia. La bochornosa cifra oficial de 64 decesos atribuidos al huracán permanecía en el discurso oficial y, aunque nadie la creía, la indignación no brotaba.

No faltaron advertencias. Tan temprano como el 28 de septiembre de 2017, apenas 8 días después del paso del huracán, una noticia circulada por el Centro de Periodismo Investigativo (CPI) advertía que la cifra oficial de muertes informada por el Gobierno, que entonces apenas llegaba a 16, era irreal. Dos meses después, el 7 de diciembre, el CPI probó con datos que la cifra ya superaba el millar. Señalaba el reportaje que en los primeros cuarenta días posteriores al azote, las defunciones inscritas en el Registro Demográfico de Puerto Rico sobrepasaba en 985 a las que se inscribieron para el mismo periodo el año anterior.

La investigación del centro periodístico aportaba un dato todavía más preocupante cuando profundizaba en algunas variables, particularmente en la distribución de muertes por edad. En el mes de septiembre, en los primeros diez días posteriores al huracán, los fallecimientos se concentraban en personas mayores de 70 años, obviamente los más vulnerables a las carencias que surgieron a partir de aquel fatídico día. Para el siguiente mes de octubre, las muertes impactaron todos los segmentos poblacionales, manifestándose con crudeza en las edades más tempranas. En el grupo de 30 a 39 años el aumento en comparación con 2016 fue de 36% y en el siguiente segmento, el de 40 a 49 años los decesos aumentaron en un 23.3%. El reportaje periodístico destacaba en un recuadro tres datos verdaderamente alarmantes, a saber, que en las salas de emergencia de los hospitales la mortalidad había aumentado un 47%, que en los hospitales en general el aumento era de un 38% y que en los asilos de ancianos el incremento se disparaba hasta un 77%.

La conclusión que saltaba de esos datos divulgados por el CPI era evidente para cualquiera que quisiese mirarlos. Los vientos y las lluvias del huracán mataron poca gente porque la gran mayoría estaba protegida en edificaciones de concreto ubicadas en áreas más o menos seguras, pero el colapso de servicios públicos que siguió después tuvo efectos fatales. Los primeros afectados fueron los adultos mayores que ya padecían de alguna condición de salud, que el cierre de hospitales o las dificultades para comunicarse y trasportarse impidió tratar. Luego, como el problema de aislamiento y falta de atención continuó, no sólo los viejos sino otros grupos de menor edad pero con problemas de salud, también perecieron.

Esos datos que recopiló el CPI a principios de diciembre de 2017 estaban o debieron estar en todo momento en poder de los gobiernos, el de aquí y el de allá que tanto cacareaba querer ayudar, pero ninguno los vio o los quiso ver. Luego, cuando los periodistas los divulgaron tampoco quisieron reconocer la realidad el problema tomando las medidas que impidieran su empeoramiento. El Secretario de Salud, Rafael Rodríguez Mercado, respondió a la información con un comentario que retrata la desidia gubernamental: “En los hospitales todos los día muere gente”.

Cuando se divulgó el reportaje periodístico –7 de diciembre– nos acercábamos al tercer mes post huracán, pero casi todo el país seguía sin el vital servicio de energía eléctrica. Aún había centros hospitalarios totalmente cerrados y los que operaban muchos lo hacían de manera limitada. La ausencia de comunicación telefónica se manifestaba con crudeza en todo el país y muchas áreas rurales de los municipios del centro montañoso continuaban aisladas debido a la caída de puentes o el cierre de carreteras.

Ya teníamos evidencia fehacientemente documentada –gracias a labor diligente de la prensa– de que esas condiciones estaban disparando la mortalidad. Sin embargo, nada cambió. El paso de tortuga para restablecer servicios públicos continuó y, peor aún, pocos corrieron a aumentar la ayuda a las poblaciones y personas más vulnerables.

Ahora hay otro estudio, elaborado desde una prestigiosa institución académica, con mayores recursos que los de una organización periodística como el CPI, que confirma lo que ellos denunciaron hace casi 6 meses. Gracias al prestigio de Harvard los principales medios noticiosos internacionales divulgaron con alarma la noticia. En Puerto Rico, sin embargo, el gobierno sigue en negación e insiste en mantener la cifra de decesos en 64. Más aún, se ha llegado al extremo de querer impugnar la validez del estudio publicado por la New England Journal of Medicine. En cuanto al gobierno estadounidense, cuya inacción ha sido fuertemente criticada por los medios de prensa, tan solo se limitaron a tomar nota de la nueva información.

Al patriarca de los Buendía le atormentaba un muerto, que le persiguió en su consciencia durante toda la vida. A los gobiernos de aquí y de allá le atormentarán más de 4 mil aunque, a diferencia del personaje de García Márquez, tal vez nunca tengan la sensibilidad necesaria para sentirlo consciencia adentro. En el pueblo puertorriqueño, en medio de la pena crece la indignación que ojalá se traduzca en lucha.

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