Llegué a Río Piedras en el siglo pasado. Mi ciudad utópica era esa pequeña urbe en la que, en mi niñez, los estudiantes adultos se enfrentaban a la policía: en 1970 asesinaban a Antonia Martínez y en 1971 un joven del ROTC y un oficial de la policía morían en lo más cercano a un combate ideológico a tiros en la isla desde 1950.
Pero las ciudades utópicas, de líneas rectas, definitivas y eficientes, existen solo en la literatura y en el deseo. El capitalismo vende deseo pero no eficiencia. Y en países subordinados la ruina y el abandono son el acabado de todo lo construido. Nada hubo predecible en la configuración arquitectónica cuando llegué a la Ciudad Universitaria. Librerías, cafeterías, dos tiendas donde vendían trajes de novia, oculistas, médicos de familia, abogados notarios se sucedían allí donde nada era inmutable.
Poco a poco esa dinámica espacial ha ido desapareciendo. Limpieza nunca hubo demasiada, pero no era un obstáculo. Orden tampoco, pero el desorden en el Paseo de Diego era un modo de ocupar el espacio que incluía las presencias de negociantes de las Antillas Menores que venían a abastecerse allí. La máquina (im)productiva neoliberal y su aparato administrativo han borrado la memoria y han convertido a aquella pequeña ciudad en una obra ectoplástica que nos proyecta en cada esquina una luz oscura que trata de vencer el vacío.
Nada en el espacio urbano en Puerto Rico favorece al «efecto» muchedumbre. Allí donde se funcionaliza como espectáculo que elimina las diferencias individuales y resulta en monólogo lúdico, ese «allí» no es un espacio público. Son espacios privados: Choliseo, Plaza, por ejemplo.
Esa muchedumbre no toma decisiones. Practica la «evasión» hacia comportamientos dictados por el mercado.
En una sociedad en la que la vigilancia mecánica y tecnológica al individuo es
permitida, auspiciada y fomentada por el propio individuo no hay escape a los «espacios públicos». Los llamados a «tomar la calle» no suponen la transformación de los espacios urbanos abandonados, despojados de memoria, sino el tránsito ritual a los mismos lugares simbólicos en los que una narrativa falsa nos cuenta se halla el poder.
Inquilinos del presente, contingentes, sin el techo del deseo o la nevera donde están las necesidades básicas satisfechas, ¿a dónde vamos a conocernos? ¿En qué espacio vamos a encontrarnos?
Insisto en recorrer ruinas. En cada esquina recupero alguna memoria. En la UPR trabajo en el mismo edificio-ahora derruido, sin energía eléctrica- en el que me inicié como estudiante hace cuatro décadas. He caminado cientos de veces por el mismo lugar en el que conocí a la madre de mis hijas. Veo sus enormes ojos negros sonriendo. He buscado y encontrado el lugar en el que vi a un policía dispararnos cuando marchábamos dentro del recinto. Cruzo la avenida y reconozco en edificios abandonados cafeterías y hospedajes desaparecidos. Insisto. Hay locos buenos inaugurando librerías, puestos donde sirven delicioso ramen, edificios verde chillón donde hacen un semanario independentista. Formidable todo esto, haciéndose en medio de una guerra.