La intelectualidad dominicana frente a Haití

 

Especial para En Rojo

Culpar al extranjero de los males de la sociedad es una salida efectiva para captar la atención de la ciudadanía puesto que apela al atavismo de las diferencias, la premisa básica de los nacionalismos. En boca de políticos, cualquier arenga en contra del extranjero se traduce en capital proselitista inmediato. La historia está llena de ejemplos aterradores de lo que puede provocar este tipo de prédica.

Que el político recurra al desprecio al extranjero como herramienta para conseguir adeptos no es algo que llame a sorpresa. A fin de cuentas, la política partidista se rige por la lógica del interés, lo cual está muy lejos de la moral de la solidaridad esperable en un ordenamiento democrático fecundo. Poner coto al interés de la clase política es una de las tareas fundamentales del intelectual como figura pública. Pero cuando éste interviene en el debate ciudadano para hacerse eco del discurso viciado de los políticos deja de ser una voz transformadora. En el caso de la fobia al extranjero, el intelectual se convierte en propagador de odio.

En días recientes he leído con estupefacción en la prensa dominicana la noticia de las declaraciones del historiador Roberto Cassá en torno al tema de la inmigración haitiana, la cual define como “una amenaza a la supervivencia de la nación dominicana”. Como era de esperarse, el toque de trompeta de Cassá, reminiscencia desafortunada del nacionalismo que legitimó la masacre del 37, ha hallado eco en otras voces del mundo intelectual que no suelen pronunciarse sobre esta materia. Los novelistas y diplomáticos Guillermo Piña Contreras y Pedro Vergés son los ejemplos más salientes.

En sendos artículos publicados el mismo día en Diario Libre, Piña Contreras y Vergés aprovechan la coyuntura para alabar un cuestionable libro de Manuel Núñez sobre la querella haitiana: El ocaso de la nación dominicana (1990; 2001). En las palabras de estas respetadas figuras los rancios argumentos sobre la presencia haitiana en el territorio dominicano se repiten como en las fábulas infantiles. Es la misma retórica del Joaquín Balaguer de La realidad dominicana (1947) y La isla al revés (1983), del Manuel A. Peña Batlle de Historia de la cuestión fronteriza dominico-haitiana (1946) y del Pedro Henríquez Ureña que, en 1932, llegó a borronear la siguiente nota en papel membretado del Condado Hotel en San Juan, Puerto Rico, conservado en el Archivo Histórico de El Colegio de México: “La población dominicana, a pesar de todas las innovaciones y mejoras de los últimos años, está en grave peligro de retroceso. Hemos dejado que invadan el país multitudes extranjeras que no nos convienen, ni por su escasa cultura, ni por su pobre aptitud técnica, ni por su bajo nivel económico de vida”.

Roberto Cassá ha de haberse dado cuenta de lo desafortunado de sus declaraciones en la entrevista radial, puesto que el 10 de octubre publicó un extenso artículo en Acento titulado “Los porqués de la pobreza de Haití” en el que ofrece una lección de historia haitiana y enumera “algunos factores que han incidido en el cuadro de pobreza que ha acompañado [a] la población trabajadora del país vecino”. Curiosamente, al igual que Piña Contreras, Vergés y tantas otras plumas que se han expresado sobre el tema en los diarios dominicanos en los últimos días, Cassá obvia tocar la médula del asunto. La inmigración haitiana está en la base de grandes fortunas en la agricultura, la construcción, el turismo y la economía de servicios en República Dominicana. También enriquece por lo bajo a militares corruptos, los cárteles del carbón y los barones del azúcar.

Del lado haitiano del Masacre opera la misma dinámica de extracción desmedida de capital en desmedro de una población abatida por el historial de arbitrariedades que no terminó con el exilio de Duvalier en 1986. En los últimos años, el haitiano pobre ha venido haciendo frente a otro orden despiadado, el de la avaricia de una clase política apoyada por los intereses económicos del Grupo CORE, que es la mano que mueve los hilos de la tramoya gubernamental en Haití. Este concilio, establecido en 1997, lo integran los embajadores de Estados Unidos, Canadá, Francia, Alemania y Brasil junto a delegados de España, la ONU, la OEA y la Unión Europea. A este ominoso cuadro hay que agregarle otra variable: el accionar de las pandillas y fuerzas paramilitares que también reprimen cualquier intento de manifestación. A ninguno de estos grupos les interesa la estabilidad social y política de Haití.

La intervención del intelectual público en lo tocante al tema de la inmigración ilegal debería empezar por presentar un cuadro amplio e informado de la situación de Haití, desmontar el discurso nacionalista que alimenta el odio entre hermanos y denunciar el proceder de esos elementos de la sociedad dominicana, haitiana y de la comunidad internacional que medran con la pobreza del haitiano de a pie.

 

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