Ciudad Juárez (México), 3 jul.- Juan Raúl Rivera es un hondureño que no ve a sus tres hijas desde que hace dos años y medio comenzó un camino hacia EEUU de sufrimientos que no se van a ver recompensados. Ahora trata de volver a casa, con las manos vacías pero decidido a no volver a separarse más de su esposa y sus hijas.
En la Casa del Migrante, en Ciudad Juárez, me cuenta que llegó a Chiapas, en el sur de México, ya sin dinero, donde en Palenque, junto a otros 1,500 inmigrantes, abordó el tren conocido como La Bestia, en el que cada año medio millón de centroamericanos arriesgan sus vidas viajando sobre los techos de los vagones en el intento de atravesar el territorio mexicano en dirección a EEUU.
Rivera había salido de Honduras “con la intención de llegar a EEUU para un mejor futuro para la familia. Con pobreza y todo logramos guardar unos centavitos para salir hasta Palenque y de allí para acá en el tren que le llaman La Bestia”.
Los inmigrantes arriesgan sus vidas al abordar el tren en marcha. Rivera vio como muchos de sus compañeros perdían extremidades “por querer agarrar el tren uno empucha a otro y si no se engancha bien en la escalera el tren en vez de botarlos para afuera los chupa para adentro”.
Durante el trayecto, los inmigrantes se la pasan “sufriendo por el frío y el sueño”, porque tratan de no quedarse dormidos para no caerse al ser azotado por una rama “que nos puede tumbar” o con los movimientos de los vagones.
“Las vías por allí hasta Veracruz están muy malas. Los vagones se van bamboleando para todos lados y es bien terrible”, recuerda Rivera rodeado de las figuras de vírgenes, cristos y cruces de la Casa del Migrante, adornados con los brazaletes y tarjetas de identificación de los centros de detención de EEUU que, junto cartas y documentos personales, han ido dejando allí las personas que han sido asistidas en el refugio.
El recorrido en La Bestia se hace con el temor a ser asaltados por delincuentes, pero también de ser extorsionados por las policías México.
“Cuando nos encuentran, la Policía que sea, la local, la estatal, la federal, nos paran y si no les damos lo único que tenemos, lo que ha ido uno pidiendo en el camino, y si no le da uno el dinero pues esa es la amenaza, que si no se lo das, nos van a deportar. Sí se sufre, se sufre mucho”, insiste.
Llegando a Veracruz, en un lugar apartado y solitario, a la una de la madrugada, el tren se detuvo y unas treinta camionetas con muchas luces comenzaron a rodearlo.
Los inmigrantes bajaron “espantados” y se alejaron corriendo del tren temiendo que fueran secuestradores. Pero no eran secuestradores, eran asaltantes del tren. Muchos hombres bajaron de las camionetas, subieron al tren, lo saquearon, cargaron las camionetas “y se fueron con las luces apagadas”.
Los inmigrantes tuvieron que esperar al próximo tren, en el que volvieron a arriesgar sus vidas tratando de abordarlo en marcha.
“Luego uno llega aquí a la frontera y como uno no tiene dinero para pagar a un pollero (coyote: el que ayuda a pasar la frontera a cambio de dinero) para cruzar al otro lado, cuando llega acá nuevo le vienen: oye mira móntate una maleta. Y uno con la intención de llegar de una vez pues dice: sí vamos”, reconoce Rivera.
“Y me agarraron con la dicha maleta allá, que llevaba droga, y me dieron dos años y medio de prisión, me sentenciaron a dos años y medio, pero como es el 85 por ciento, solo hice 25 meses y medio”, recuerda.
Rivera cumplió los 25 meses y medio en la prisión La Pinta en Tucson, Arizona, pero se siente afortunado de estar vivo. Dice que a muchos a los que los narcotraficantes utilizan para pasar droga por la frontera “cuando vas a entregar la maleta los matan para no llevarlos a su destino o para no pagarles. Esa gente no tiene compasión, no tiene misericordia”.
“Es lo que le quiero decir, aquí uno no trae nada que ganar, todo es pura pérdida”, subraya.
Ahora, el hondureño espera en la Casa del Migrante a estar al menos uno o dos meses en México para poder entregarse a las autoridades de migración mexicanas y que lo deporten en el sur, porque no tiene dinero para atravesar México por su cuenta en camión.
En la Casa del Migrante le han dado trabajo algunos días y ha conseguido reunir un poco de dinero para el viaje de regreso a casa, pero teme que las autoridades de inmigración se lo quiten cuando se entregue.
Explica que en Honduras, “un país pobre, de bajos recursos, hay trabajo, yo era constructor, pero no le pagan a uno lo que es, no lo necesario para vivir. Imagínese que le pagan a uno 1,500 lempiras y con tres hijas, mi esposa y yo. Y un pantalón, de los baratos, me está costando 400 y somos 5, y los útiles, la comida y todo eso. Eso es lo que esá pasando, por eso mucha gente se viene para acá y mucha gente muere, mucha gente en el camino ya no vuelves a verlos: los secuestran, los matan, se mueren en el tren”.
Rivera es un hombre cansado que quiere regresar a su “casita” con sus “tres niñas. Tengo una que este año se gradúa en carrera, una en colegio y la otra en escuela. Uno por eso es que viene acá a sufrir, porque este camino es puro sufrimiento, aquí no hay nada que ganar. Se puede ganar una vez que se cruza, ya logrando cruzar ya tiene una ganancia, se sabe que económicamente mejora la familia”. Pero son muchos los que no lo consiguen.
Rivera no se plantea volver a intentar cruzar la frontera hacia EEUU. Si lo atrapan las autoridades, aunque no lleve drogas, le toca cumplir otros dos años de prisión automáticos por haber entrado por segunda vez y tener expediente criminal.
“Necesito más a mis hijas allá aunque sea trabajando por lo poquito. Es mi intención, ya lo tengo pensado, entregarme para que me deporten”.
El agridulce bálsamo del Mundial en la frontera de los horrores
El Paso (Texas), 26 jun.- Son las ocho de la mañana en el lado estadounidense del desierto de Chiguagua, en El Paso, y una docena de mujeres y algunos hombres beben cerveza en la cantina The Tap, donde hoy han llegado temprano para ver el partido del Mundial de fútbol entre México y Suecia.
“¿Qué te sirvo, hermosura?”, pregunta Mariana en español. Pido unos huevos rancheros y café. Un gringo octogenario con un gorro de los colores de la bandera mexicana en la cabeza sentado cerca de mí da un trago a su cerveza y eructa sin complejos.
“Habló la rana”, dice Mariana, esta vez en inglés, y todos los que estamos sentados en la barra reimos a carcajadas. Acabo de llegar y ya me siento como uno más, disfrutando como nadie de las expresiones de los locales.
Un jugador sueco cae en un lance del partido. “Ya cállese güey, no me llores. No mames”, exclama una joven. El preferido de las mexicanas es Javier Hernández Balcázar, el número 14, Chicharito.
Cuando Chicharito toca el balón, Mariana saca las maracas.
“Quisiera ser chicharita para entrar por tu ventana, Chicharito”, canta una señora al final de la barra.
Me llega un mensaje. Es la carta que una mujer inmigrante detenida actualmente en el centro de detención T. Don Hutton en Taylor, cerca de Austin, envió manuscrita y en anonimato a la organización de derechos humanos Grassroots Leadership el pasado fin de semana. En la carta, la mujer narra el horror de cómo fue detenida por el ICE (Servicio de Inmigración y Fronteras) y separada de sus hijos tras pasar sin permiso la frontera estadounidense. En la carta se describe cómo a ella y otras mujeres las metieron en “la perrera” sin poder hablar con sus hijos y amenazándolas con entregarlos en adopción.
“Yo estuve 8 días en la perrera”, escribe la mujer de un periodo en el que, asegura, no la dejaron asearse y las “castigaban y no nos daban agua ni comida. Dormíamos tirados en el suelo y nos daban papel de aluminio para taparnos”.
“Mi hijo dice que le pegaron donde lo tuvieron 3 días” y “a la nena la jalaron del pelo solo porque no se levantaba”, se lee en la carta en la que la mujer explica que tardó 21 días en poder hablar con sus hijos.
En la misiva se describe también cómo en el centro de detención hay mujeres con “bebés de tres meses que lloran por hambre y frío”, embarazadas que se desmayan y “hay madres que no aguantan el dolor de no saber de sus hijos”.
El juez federal de California Dana M. Sabraw de la corte del distrito de San Diego emitió ayer una orden a nivel nacional que ordena que todas las familias de inmigrantes separados en la frontera sean reunificados antes de 30 días. La orden establece que los niños menores de 5 años deben ser entregados a sus padres en 14 días y que todos los menores deben poder hablar con sus progenitores en 10 días.
“La desafortunada realidad es que bajo el sistema actual, los niños migrantes no son contabilizados con la misma eficiencia y precisión que la propiedad”, escribió el juez en su orden.
Durante el partido de hoy, la cerveza en The Tap cuesta solo un dólar y regalan tacos y shots de tequila. Pero el segundo tiempo empezó mal, los mexicanos “como que se hicieron chiquitos” y rápidamente llegó el primer “gol de pinche madre”, lamenta mi vecina en la barra. Cuando los suecos marcan el segundo gol, un señor en la esquina bromea: “yo me voy a trabajar”; pero se pide otra cerveza.
El Mundial de Fútbol que se celebra en Rusia se deja sentir en la frontera de Texas.
La semana pasada, en una marcha de protesta en El Paso por la política de “cero tolerancia” a la inmigración irregular de la administración de Donald Trump por la que se ha separado a miles de menores de sus padres, abundaban las camisetas de las selecciones nacionales latinas, especialmente las verdes mexicanas.
El lunes de esta semana las autoridades permitieron a la prensa entrar al centro de detención de Tornillo, a 39 millas de El Paso, donde permanecen bajo custodia 326 menores a los que se les permite jugar al fútbol y ver los partidos del Mundial como principales actividades recreativas, según los reportes.
María está sentada a mi lado vistiendo orgullosa los colores de su país. Hace cinco años que no ve a sus tres hijos, que viven a un tiro de piedra, en la colindante Ciudad Juárez. Ya son mayores, tienen 31, 28 y 19 años. Los crió trabajando con visa en El Paso durante 20 años, pero hace 5 la perdió. Se la quitaron porque no pudo con el papeleo, me cuenta. Cuando le quitaron la visa debía 12,000 dólares de la casa que había comprado en Ciudad Juárez y para no perderla volvió a El Paso a seguir trabajando, esta vez ilegal. “Me cobraron solo 500 dólares para cruzar” la frontera. Quería haber pagado lo que le faltaba de la casa en un año, pero las cosas se complicaron. Tiene dos nietos a los que no conoce en persona. Tiene grabadas sus voces en el celular. Llora. Trabaja de lunes a sábado limpiando casas por 50 dólares al día. Llega a su casa y trata de mantener una rutina. “Hago ejercicio, me baño, pero llega una a su casa y la soledad es horrible… me refugio en esto”, dice mirando alrededor, “pero no en las drogas”.
“Yo vine aquí para sacar a mis hijos adelante. No quiero a un hombre por los papeles. Nunca me he prostituido”, sostiene orgullosa. Cuenta la historia de dos amigas que se casaron con ciudadanos por los papeles. Una acabó en un refugio para mujeres maltratadas y la otra en un cuartucho en la parte de atrás de la casa del marido.
Su hija mayor es criminóloga y la menor acaba de entrar en la Universidad. El varón no le estudió.
Ya ha pagado su casa. “Pero eso es material. Sentimentalmente, nada me va a recompensar todo lo que yo he pasado. Te podría contar y contar”.
Suecia marca el tercer gol. “No mames, no mames, no mames”, lamenta una joven junto a María. “Chicharito quedó chichareao”, dice Mariana. “¿Me pones un galón de cerveza para llevar, por favor, para irme a llorar y estar llórale que llórale?”, exclama otra mujer.
“Mi marido piensa que estoy lava que lava y cocinando”, ríe otra mexicana. La concurrencia canta el Cielito Lindo.
Aurora fue una niña ilegal. Ahora es ciudadana y maestra. Me cuenta que pudo regularizar su situación durante la administración de Bill Clinton. Confiesa que siente que podría haber sido uno de esos miles de niños que hoy permanecen encerrados en circunstancias dudosas, variables, según los centros en los que se encuentren, siempre horribles. “Es inhumano separar a los niños de sus padres” y está injustificado porque los niños no han hecho nada.
Muchos de esos niños que están pasando por esa experiencia traumática ya vienen traumatizados de sus países.
Entre sus alumnos tiene niños inmigrantes que han visto asesinar a su padre o a un hermano o a otro familiar. “Muchos no hablan por miedo a que los deporten”.
A pesar de la derrota de la selección mexicana contra Suecia, en The Tap sigue la fiesta porque como Alemania no ganó a Corea, México sigue en el Mundial. i