Los cuentos de la historia

La historia es un cuento. Un cuento que se cuenta, quiero decir. Un cuento que cuenta dos o tres, (cien o mil) cosas. Pero el cuento que cuenta la historia no es, o no debería ser, para creer o ser creído, sino para comprender, al menos para tratar de comprender algo que pasó, o creemos que pasó, si me permiten la confusión. Lo que no debería ser la historia es ser un cuento para creer (o seguir creyendo) algo que creíamos, o nos han hecho creer.

Algo así como que los taínos creían que los españoles eran dioses. Pues los españoles no eran dioses ni mucho menos, vamos que ni españoles eran (castellanos, extremeños o andaluces, en todo caso). Pero tampoco los taínos eran taínos, aunque no sabemos cómo se llamaban ellos a ellos mismos. Es más, esos que no eran taínos, no eran unos seres primitivos, estáticos que apenas sembraban yuca y confeccionaban el casabe. Tampoco eran indios porque no eran de la India. Más bien, una amalgama de pueblos de diferentes procedencias, del Orinoco, de los Andes, de Yucatán y de variados troncos lingüísticos, que transitaban ese mar, luego llamado Caribe, por diversas rutas. Estos variados grupos humanos coincidieron en estas islas, a veces comerciaban entre sí y otras peleaban, y es posible que se reunieran para compartir sus areitos en los bateyes de Caguana o Tibes, por lo menos.

Y si seguimos con los cuentos que nos han hecho creer, habría que descreer el cuento de un tal Diego Salcedo, pues no aparece su nombre en ningún registro que atestigüe su existencia. Entonces es posible que los indios, que no eran de la India o los taínos que ya sabemos que no se llamaban a sí mismos taínos, no ahogaron a un español que no era español (pero como no hay registros de su existencia tampoco sabemos si era castellano o aragonés) en las aguas del río Guaorabo, luego llamado Añasco. Sabemos que si esto ocurrió no fue porque pensaran que eran dioses inmortales pues es muy poco probable que los aborígenes no hubiesen atestiguado la muerte de alguno de los invasores luego de casi 20 años de coexistencia. Pero me gustaría pensar que sí lo ahogaron sin importar cual fuera su nombre, ya no para comprobar inmortalidades, si no para comenzar rebeliones.

 

Tal vez no hubo un Salcedo ahogado, pero sabemos que sí hubo un Juan Ponce que dicen que por pacificar al Higüey, lo premiaron con la posibilidad de continuar pacificando a Boriquén (Borinquén, Buruquen, según el cronista escuchó, o recordó escuchar o le contaron, por eso del cuento), y la oportunidad de administrar la extracción de las riquezas de esta Isla que les dio con llamar San Juan Bautista. Entonces, si tuvo que pacificar a esos que ni eran indios, ni taínos, tampoco borinqueños o boricuas, es porque no eran tan pacíficos como nos contaron el cuento.

También nos contaron que dejaron de existir, que sólo nos dejaron algunos artefactos primitivos y las fantásticas y acomodaticias historias contadas por los cronistas, que por mucho tiempo hemos creído porque nos las han hecho creer. Pero no todos fueron aniquilados por las enfermedades o murieron exhaustos y abusados por las encomiendas. También murieron en los constantes ataques a los invasores europeos, porque no solo se rebelaron una vez, en 1511, si no que hasta finales del siglo XVI estuvieron dando la batalla. Cuentan que se unieron a los indios (que no eran de la India) y que los españoles llamaron caribes, dizque por caníbales. Pero eso era parte del cuento para esclavizarlos sin las inconveniencias de las encomiendas.

Es probable que también haya habido una integración a la nueva sociedad que se fue conformando en esta Isla del mar que se terminó llamando Caribe. Una vez vestidos y cristianizados como los invasores dejaron de ser indios, y finalmente absorbidos genéticamente nos dicen los vestigios mitocondriales de muchos, pero que les dieron a los españoles las herramientas culturales para adaptarse al medioambiente tropical: técnicas de cultivo y preparación de alimentos, o del algodón, conocer a los vientos y saber cuándo y cuánto iba a llover o refugiarse contra las inclemencias huracanadas. Mas ese es el principio de un cuento que apenas empezamos a contar para dejar de creernos el cuento de los buenos y pacíficos taínos que recibieron a, ¿cómo se llamaba?, Cristóbal Colón, o Cristóforo Colombo, ese marino perdido en el medio del mar buscando llegar al lugar de los cuentos de Marco Polo.

En fin, la historia es un cuento que nos cuentan para que nos creamos ese cuento. Pero también es un cuento que se puede contar para ayudarnos a dejar de creer en los cuentos que nos contaron. Yo prefiero los cuentos que nos ayudan a entender por qué nos contaron esos cuentos; y que nos pueden dar las herramientas para no creernos tanto cuento y advenir al conocimiento.

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