Mesa de Lares

Creo no equivocarme, más aún estoy convencido de que existe un consenso en el país de que Puerto Rico es claro ejemplo de una situación colonial que ha hecho crisis. Una crisis se produce cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo aún no acaba de nacer.

Es ley de vida que todo lo que nace muere. Lo terrible sin embargo es ese interludio entre la vida y la muerte, cuando la cosa empieza a deteriorarse, degenerarse, corromperse.

Emmanuel Sieyès lo describe bien: “El viejo caduco no se consuela de morir, por fresco y vigoroso que pueda ser el muchacho que ve dispuesto a reemplazarlo. Los cuerpos políticos, como los cuerpos naturales, se defienden mientras pueden del último momento”.

Decisiones recientes de la judicatura y la legislatura de la metrópoli, que huelga reseñar revirtieron el estatuto político de Puerto Rico a tiempos pretéritos a la Ley Foraker. Nunca fue más cierta aquella expresión del jurista alemán Kirchmann: “Tres palabras rectificadoras del legislador convierten bibliotecas enteras en basura”.

De repente –como en el cuento infantil de Andersen, “El Traje Nuevo del Emperador”– se desnuda a la vista de todos cruda y descarnadamente la miseria colonial.

Más de cinco siglos de coloniaje son mucho tiempo. Sus efectos en generaciones de puertorriqueños son imponderables: falta de autoestima, sentido de inferioridad con el colono, dependencia (antivalor este opuesto a la independencia). Se traducen todos en miedo a la libertad, que a decir de Paul Nizan, no es otra cosa que “el poder real y la voluntad de querer ser uno mismo”. No es de extrañar entonces, la afirmación de Albert Memmi en el sentido de que “la primera tentativa del colonizado es cambiar de condición cambiando de piel”.

Es evidente que revertir el sedimento de siglos de aculturación colonial no es tarea fácil. Pero, por otro lado, desprovista de maquillaje y velos encubridores se palpa con menos dificultad la realidad colonial que se sufre y padece.

Como aquellos procónsules del imperio romano, los miembros de la criatura del congreso de la Metrópolis – PROMESA – solventan sus astronómicos gastos operativos con las rentas de la colonia en bancarrota. Y en no poca medida la tan cacareada ayuda federal a su colonia a raíz de los destrozos de los huracanes Irma y María, recuerdan aquella vieja economía de las haciendas, en las cuales emitían su propia moneda con la cual pagaban el salario a sus trabajadores, y obligaban luego a estos a gastarlos en la tienda de su propiedad, en la hacienda. En efecto, un auténtico ejército de carpetbaggers provenientes del norte son los beneficiarios de los grandes contratos federales. En tanto otros hacen fila para adquirir a precio de ganga todo aquel patrimonio de que el gobierno de Puerto Rico –o peor aún la Junta de Control Fiscal– proponga deshacerse.

En definitiva, este apretadísimo recuento de eventos que cobra más fuerza cada día, es fiel reflejo de la descomposición de la relación de servidumbre colonial que hemos sufrido y padecido por espacio de más de cinco siglos. El diagnóstico es claro. Su remedio no lo es menos. El antónimo de dependencia es independencia.

El discurso estadoísta diagnostica correctamente el mal, pero yerra en el remedio. La desnacionalización que exige la anexión, con su requerimiento E Pluribus Unum es lo opuesto a la descolonización. Su teoría es que todos nuestros males desaparecerán como por abracadabra con la estadidad.

Es como la concubina maltratada a diario por su pareja, que piensa que su maltrato terminara una vez formalizado su matrimonio.

Puerto Rico es una Nación, con lengua, cultura, valores e idiosincrasia diferente a la anglosajona. En la realpolitik hay que distinguir entre la igualdad formal y la igualdad real. En rigor no puede calificarse como descolonización la participación vicaria de una soberanía en la cual la Nación Puertorriqueña seria eterna minoría con dos senadores y cinco congresistas en un universo de ciento dos senadores y cuatrocientos cuarenta y cinco congresistas.

Pero ya hay quien incluso abandona el argumento de la representatividad, sugiriendo tímidamente hacer de Puerto Rico un condado de la Florida en caso de la inviabilidad de la estadidad.

En todo caso, el cambio de piel al cual se refiere Memmi, como metáfora de la asimilación de cuerpo y alma, representaría una opción individual (para la cual bastaría el precio de un pasaje), no el suicidio colectivo de una nación

Llegados a este punto, donde van conjugándose, la situación objetiva y la situación subjetiva, resulta imperativo preguntarnos ¿qué hacer?

No son estos tiempos para emular al convidado de piedra. Irónicamente ha sido el partido anexionista, quien en varias ocasiones ha expuesto que se propone crear una crisis a la relación colonial.

Allá para la década de los años sesenta el independentismo organizó La Mesa de Lares. Este instrumento procuraba tomar consensos mínimos entre la diversidad de las organizaciones independentistas. Los tiempos son propicios para retomar esa iniciativa. El primer punto de consenso debería dejar claro que no es posible considerar la desnacionalización como descolonización.

La mesa está servida.

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