“No me siento de aquí, este país no es el mío”

«No me importa un divino la política de Estados Unidos porque no me siento integrado a esta comunidad. Todavía me siento apegado a la vida en Puerto Rico.” Así se expresa un puertorriqueño emigrado a la Florida, según citado por el diario El Nuevo Día del domingo 17 de junio de 2018. La reseña periodística que incluye la cita habla de la “apatía” hacia la política estadounidense entre los puertorriqueños que se han trasladado a vivir a aquel y otros lugares de Estados Unidos.

A diferencia de otros emigrados, por ser ciudadanos de Estados Unidos, los puertorriqueños pueden participar en los procesos políticos de ese país y votar en las elecciones locales y nacionales, tras cumplir breves periodos de residencia. Y como los boricuas, también igual que otros grupos, tienden a concentrarse en determinados vecindarios, se convierten en focos de interés de políticos, particularmente de los que también tienen ascendencia latina.

Además de esos políticos locales, distintos gobiernos de Puerto Rico han tratado de utilizar nuestra diáspora para reforzar su mollero político frente al gobierno de Estados Unidos. En la segunda mitad de la década del 1980 Rafael Hernández Colón hizo un esfuerzo en esa dirección, utilizando las oficinas que, con el propósito de atender a los originales obreros migrantes, el Gobierno de Puerto Rico había establecido en Nueva York y otras ciudades. La actual congresista Nydia Velázquez, puertorriqueña oriunda de Yabucoa, participó en aquel esfuerzo que se disipó tras la derrota del PPD en 1992. Sila Calderón, electa gobernadora en 2000, retomó la campaña, utilizando también recursos del presupuesto de Puerto Rico para tratar de aumentar la participación electoral de los boricuas de la diáspora.

Ahora, con las miras puestas en las elecciones para el Congreso de 2018 y en las presidenciales de 2020, el gobierno de Ricardo Rosselló hace el mismo esfuerzo de sus antecesores Populares. Florida, que tiene para los boricuas el papel que tuvo Nueva York en las décadas del ’50 y ’60, es el teatro de más recientes operaciones. Hacia ese estado se están dirigiendo los recursos que se manejan desde la Fortaleza buscando que los puertorriqueños se inscriban y voten.

Los esfuerzos que se hicieron mientras gobernó Hernández Colón, no tuvieron el esfuerzo que pretendían. Se gastaron millones de dólares, pero fueron pocos los resultados. Lo mismo ocurrió con la campaña que se organizó al comenzar el nuevo milenio, auspiciada por el gobierno de Calderón. Todos chocaron contra una palabra que los organizadores de aquellos esfuerzos pronunciaban con amargura: apatía. Tanto en Nueva York como en New Jersey, muy pocos puertorriqueños se sentían atraídos a participar en las elecciones locales de los lugares donde residían y en las nacionales donde se elige al presidente de aquel país. Por más que les repitieran que eran “ciudadanos americanos” y que como tales podían y debían participar, pocos boricuas lo hacían.

Aun cuando en algunas comunidades donde existen grandes concentraciones de puertorriqueños, como el Bronx y Chicago, la participación de votantes ha influenciado la elección de boricuas al Congreso, la participación nunca se ha acercado al nivel esperado por los organizadores de las campañas de inscripción. Se invierten millones de dólares del menguado presupuesto isleño y sólo se consigue que algunas miles de personas se dispongan a participar.

Lo que sucedió con los esfuerzos que hicieron Hernández Colón y Sila Calderón, le está sucediendo a Ricardo Rosselló. Según relata la prensa de estos días, otra vez la campaña choca contra el muro de la apatía.

La explicación para esa realidad que se manifestó en los años ’80 y se repite ahora, ya casi en la tercera década del nuevo milenio, está en la declaración del emigrado boricua que se cita en el primer párrafo de este artículo: “No me siento integrado a esta comunidad.” Y si no me siento parte de esto, “me importa un divino” la política de aquí.”

Eso dice un boricua en la Florida en 2018 y hace exactamente un siglo, en 1917, el poeta puertorriqueño Virgilio Dávila había puesto similares palabras en boca de otro emigrado a Nueva York: “¡Mamá! ¡Borinquen me llama! Este país no es el mío. Borinquen es pura flama y aquí me muero de frío” Los versos del poeta toabajeño se convirtieron luego en una rumba caliente que interpretaron Ruth Fernández y muchos otros, y que todavía tararean los boricuas cuando sienten el frío de la ausencia. “Este país no es el mío.”

Ha pasado poco más de un siglo entre los versos de Virgilio Dávila y lo que ahora dice el emigrado de la Florida. La explicación para ese reiterado sentimiento de pertenencia a “otro país” está en estas palabras que tomo de la Declaración General del Partido Socialista Puertorriqueño, emitida tras su fundación en noviembre de 1971: “Puerto Rico es una nación latinoamericana con cuatro y medio millones de nacionales, de los cuales 2,700,000 viven en la isla y el resto (más de una tercera parte) se concentra en Estados Unidos… Esa política (la de Estados Unidos) ha trasformado la realidad puertorriqueña. La presente conformación de la estructura económico-social presenta una de las problemáticas nacionales más dramáticas del mundo contemporáneo.”

Desde 1971, cuando el PSP proclamó que Puerto Rico era una “nación dividida”, las proporciones de esa división han variado, pero no su esencia. Los puertorriqueños que emigran, como los de cualquier otra nación, siguen sintiendo que aquel país “no es el mío” porque, igual que entonces, lo que define sus sentimientos y motiva su interés político es su nacionalidad, no su ciudadanía. Esa sencilla realidad es la que no quieren entender los políticos que se turnan, pero a cada instante le sale al paso.

La “problemática nacional” que definió la Declaración General del PSP en 1971, que en ocasiones huele a tragedia, sigue manifestándose y profundizándose. Eso nos lleva a otra conclusión que el PSP reconoció hace más de 40 de años y que, desde entonces, se ha discutido poco: cualquier solución para el drama puertorriqueño tiene que reconocer la realidad de una nación dividida.

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