Especial para En Rojo
Será por el ajetreo del diario vivir o por falta de tiempo. Será, otras veces, ¿por venganza o por rebeldía? Tal vez sea porque se reclama una libertad que rehúye compromisos y ataduras, o porque rebelándonos ante alguna convención social afirmamos el “a mí no me toca, no es mi responsabilidad”; o si no, venga dios a saber por cuántas cosas más es que perdemos la oportunidad de acordarnos de aquella gente que hizo algo, mucho tal vez, por nosotros. También pudiera ser que, ¿simple y llanamente no nos importe? O quizá faltan condiciones. ¿Dinero? ¿Que la vida es una y a mí me toca vivirla ahora? Será…
Cualquiera podría ser una justificación, supongo, para el abandono de los más de 4,300 ancianos a los que han dejado solos, enfermos y necesitando, en hospitales, en sus casas o en los centros de cuido en P.R. durante los pasados siete años. El incremento en estas cifras es otra consecuencia de la crisis económica que ha obligado a que muchos tengan que migrar dejando atrás a sus mayores. Pero lejos de querer juzgar, me interesa intentar comprender, pensar en este abandono, más allá del juicio moral y de la adjudicación de culpas y responsabilidades.
Asumir el cuidado de una persona enferma, encamada, dependiente, no es tarea fácil. Tampoco es fácil ver envejecer a nuestra gente querida. La decrepitud puede generar mucha más repulsión de la que nos gustaría aceptar. A la mente de un cuerpo joven, lleno de vitalidad, saludable, le cuesta procesar su finitud. Es difícil que una persona joven, con buena salud, se identifique con la decadencia del cuerpo envejecido y vulnerable que ya no anda con la misma velocidad, que ya no alcanza a retener como antes las ideas ni controla los esfínteres, que ya no conserva la tersura de la piel ni el tono muscular, que le han crecido las orejas y la nariz y le han salido pelos donde antes no tenía, que se lastima con facilidad y que ha empezado a doler y a padecer cada día un poco más.
Cuidar a alguien en condiciones de decrepitud, a un paciente terminal, o cuidar a un enfermo adolorido, roto literalmente por dentro, o a uno que ha quedado en un absoluto estado de dependencia, es duro, mucho más si se trata de alguien cercano o de alguien a quien queremos. Es una experiencia que te puede cambiar la vida para siempre. Es sacrificado.
Si se cuida a ese enfermo en la casa durante el tiempo que le quede de vida, con poca o ninguna asistencia porque no se cuenta con los medios económicos, o porque simplemente no se desea a nadie ajeno al hogar en ese escenario, la vida en esa casa comenzará a girar en torno a las necesidades del enfermo. Habrá que planificar, ajustar horarios, elaborar estrategias para el cuidado digno, para bañar, para dar de comer, para medicar, para ayudar a evacuar, para curar. Hay que aprender cosas, tomar decisiones y ayudar a tomarlas, actuar. Diría yo que, en general, hay que “amar» mucho o aprender a hacerlo; “amar” a tu gente o “amar” a tu prójimo, “amar” a tu enfermo. Luego, cuando todo termina, hay que desaprender las rutinas establecidas, la forma de vida que adquiriste durante ese tiempo, tratar de redirigir todo ese “amor”, toda esa energía hacia ti, si no quieres morirte tú también por el agotamiento y por la ausencia, esa que puede que nunca dejes de sentir cuando tu enfermo ya no esté. Hay que enfocarse en la gran satisfacción que le puede quedar a uno luego de haber servido de esta manera, entregándole tu vida a otro, demostrándole con ello el valor de la suya propia. Y no se trata de abnegación, sino más bien del quehacer ético que todos, no sólo las mujeres, deberíamos poder asumir.
Sobre esto se ha reflexionado mucho. Artistas e intelectuales han dejado obras sobre el tema, pero aquí no quiero tratarlo desde la distancia enciclopédica. Sería demasiado “frío”, aséptico, demasiado “simple” cuando lo que quiero es recalcar que para cuidar a un enfermo en un entorno familiar, a una mujer o a un hombre enfermos, hay que poner literalmente el cuerpo. Hay que meter las manos, para limpiar, para curar, para palpar, para aliviar; aguzar los ojos, para ver nuevos signos; la nariz, sabuesa, para oler la posible infección de la úlcera. Se requieren todos los sentidos para decidir cómo proceder; para saber a quién llamar, qué decir o qué callar. No es teoría esto, es práctica; es hacer, es estar, es acompañar, es cuidar de la vida de alguien, porque aunque enfermo sigue VIVO.
Asumir este cuidado, repito, no es fácil, y se entiende que, quizá, no todos contemos con la capacidad, la disponibilidad, ni los medios para hacerlo. También se reconoce que hay obstáculos que dificultan la empatía. Puede que incluso sea cada vez menos frecuente en países que de tan civilizados parecen haberse olvidado de que la enfermedad y la muerte son asuntos humanos y que, más allá de los adelantos técnicos y científicos alcanzados, todavía hay que tratar con la precariedad de nuestra condición. Por eso, nunca serán suficientes las legislaciones, la política pública a favor de la vida digna, aun y sobre todo en la enfermedad y la vejez, leyes laboral más humanas que incentiven a las y los cuidadores, para que puedan cuidar y trabajar. Debemos hacernos cargo de nuestra insuficiencia y admitir que a pesar de toda la ciencia, no hemos dejado de necesitar del otro para sobrevivir dignamente. Y casi nunca es cosa que se pueda manejar a distancia, como todo a lo que últimamente nos hemos ido acostumbrando a hacer, de lejitos. Pero se sabe también que existen cosas fuera de nuestro control, ajenas a nuestra voluntad. Sin embargo, no olvidemos que cuando el final parezca cerca, cuando la vida se empiece a vivir con dificultades, desde una cama o en completo estado de vulnerabilidad, cuando no alcancemos a ver el sentido de nuestra existencia, aquella persona que te cuide de cerca te estará demostrando el gran significado que tu vida tiene para ella. Es esa la oportunidad de demostrar que el concepto de familia, el motivo de orgullo de muchos, es un hacer que depende más de esto que de la consanguinidad. Nunca falta este tipo de oportunidades, digo, las de hacer el bien y honrar el sentido de las cosas. No somos objetos con fecha de caducidad, no debería haber gente que deba morir a destiempo por falta de medios, tampoco por falta de “amor”.