Puerto Rico: el baile entre el paraíso y la eterna crisis

 

Especial para En Rojo

Para el extranjero, el Caribe entraña un lugar místico, mágico y exótico. Un destino veraniego, con mujeres bellas y en constante fiesta. Se podría decir que el Caribe ha figurado en la memoria del visitante como lugar codiciado, donde sus deseos se hacen realidad; Puerto Rico no es la excepción. A pesar de estar sumergida en una crisis sin precedentes por motivos que abarcan lo natural, social, político y, por supuesto, lo económico, la menor de las Antillas Mayores parece reverdecer en los ojos y manos del foráneo.

Aun en pandemia, el archipiélago se vio lleno de turistas, cerveza en mano y exceso de protección solar en el cuerpo, mientras sonaba música tropical de fondo. Para los acaudalados, el paraíso viene con botín incluido, pues disfrutan de día al sol en algún hotel cinco estrellas, mientras aprovechan las exenciones contributivas al 0%.

Mientras invitan al visitante por la puerta ancha con medidas que protegen sus intereses e inversiones, para el local todo se encarece. Ha habido habido un proceso privatizaciones y encarecimiento de los servicios esenciales, que incluyen la universidad pública, cuyo costo de matrícula ha aumentado 154% en cuatro años; el servicio de energía eléctrica, que en tres meses subió un 7.6%; y el servicio de agua potable, con incrementos anuales de 2.5%.

No es sorpresa que, como consecuencia del imparable aumento en el costo de vida, un 44.5% de la población se encuentre bajo los niveles de pobreza, según el Negociado del Censo de los Estados Unidos. La paradoja se hace aun más evidente cuando, en la primera mitad del 2021, Puerto Rico ocupó la posición 33 entre los 139 países más caros para vivir, según publicó Nummbeo.

Las colonias han sido por siempre ese lugar donde el colonizador viene, se enriquece y divierte, hace negocios y se va cuando le conviene. Para el nativo, es tierra de lucha, de sobrevivencia y conflicto; jamás de armonía o esperanza. La realidad económica del país y sus habitantes nos obliga a salir por la ventana: ya dos tercios de la población (6 millones) se encuentra en el extranjero, y a los 3,285,874 que quedamos en el suelo que nos vio nacer se nos empuja, en especial a los jóvenes, a la migración.

Otro factor para el desplazo es el mercado de bienes raíces. La tasa de viviendas vacantes en Puerto Rico asciende a un 16.1%, que se combina con un limitado acceso y encarecimiento del mercado debido a la gentrificación, consecuencia del capital ausente.

La decisión de marcharse, para muchos, viene de manera obligada y, para otros, es la decisión que le dicta la lógica. Al parecer, el viejo consejo de educarnos para obtener mejores trabajos y salarios no ha rendido frutos. Porque, aun siendo la población de 25 años en adelante los que contamos con un nivel más alto en educación –un 78.8% se graduó de escuela superior y un 27.2% completó al menos un bachillerato–, ostentamos la tasa más alta de inmigración. Con pocas protecciones laborales y un panorama de crecimiento económico nulo, estamos cansados del baile infinito, que solo pueden disfrutar los que tienen boleto de ida y vuelta.

Sin embargo, los que nos vamos y los que se quedan añoramos en nuestro imaginario un país en donde sean más las bienvenidas con bombos y platillos que las despedidas llorosas de nuestros compatriotas en el aeropuerto internacional Luis Muñoz Marín; uno en donde se pueda nacer, crecer y permanecer. Pero esa añoranza, por sí sola, no provee las herramientas para hacer la permanencia en Puerto Rico una realidad.

Históricamente, la mayoría de quienes estamos con maleta en mano nos trasladamos con especial recurrencia a los países que nos dominado: Estados Unidos y España. Tener el título de la colonia más vieja del mundo se ha cimentado en nuestro ADN. Somos el país sin patria. Caminamos desplazados por el mundo, con una bandera reconocida, incrustada al lado izquierdo de nuestro pecho, pero carecemos de una nación jurídica que la acompañe.

Aunque, como dice la canción de Noel Estrada, soñemos con volver a nuestro Viejo San Juan, que el mar nos rodee a vuelta redonda, es más probable que, con el tiempo, nos convirtamos en ellos: un turista con pinta de local, que disfruta de sus vacaciones de una tierra inherentemente familiar, pero nunca suya.

Artículo anteriorPoesía de Carlos Eduardo Silva
Artículo siguienteLas hermanas Mirabal