Será otra cosa: Campanas gigantes

Sólo hay una cosa en el mundo que no debe ser olvidada.

Rumi, Fihima Fihi #4

Pero el amor es diferente

Llega entero,

Ahí, solo

Como la luna en la ventana

Rumi, Los grados sutiles

Hace muchos años fui a un monasterio en las montañas de Korea. Era una buena subidita desde el parqueo a los templos, en el verde de la montaña. La primera parada era un templo labrado en la roca, flanqueada la entrada por dos guardianes guerreros en bajorrelieve. Una monja de blanco nos indica con un gesto que hay que quitarse los zapatos para entrar al templo. Seguimos camino arriba, a los templos más altos, dominando con su vista al valle. Del lado con la mejor vista había un techo del que colgaba una campana de tamaño de carro chiquito. Y en la esquina de esa estructura, un tronco horizontal balanceado en una soga. Tomabas turno para darle un tirón al tronco de modo que al regresar al balance le diera a la campana. Originalmente lo usaban para anunciar servicios religiosos, porque el tun de la campana llenaba el valle entero. Hoy en día es parte de la atracción. Pero al sonador, le resonaba el alma.

“Tun”. Que cunda la paz en la tierra.

“Tun”. Que perdamos el pesar de la experiencia, pero no lo aprendido.

“Tun”. Que no queden desprotegidos los animales y las plantas.

“Tun”.

Con los años, abandoné la peculiar costumbre de hacer resoluciones de principio de año. Tal vez porque las promesas de perder peso nunca se cumplían. Tal vez por descubrir que eso de querer trabajar más y lograr más no es más que otra forma de glotonería, y además, una burrada, como si igual no fueran éstos los años del burro, como dice mi hermana con coqueta ironía cuando cuenta la historia de que al hombre los dioses le otorgaron todas las vidas de los animales: los años del mono son la infancia, cuando andamos sueltos trepando juguetones. Los del burro, bueno, eso poca explicación requiere.

Pero el ritual de año nuevo es importante; marcar las etapas; honrar la vuelta anual del planeta alrededor del sol. Recordar que no es el universo que gira alrededor de nosotros, sino nosotros los que somos un trompito pequeñito que baila la misma danza cósmica que el resto de las estrellas. “Tun”. Mi ritual de ahora es leer poesía. Como el primero del año anuncia el regreso de la luz, busco lecturas donde la imagen de la luz es clave para elucidar la turbia cartografía del alma y de la vida. En el Caribe uno apenas se da cuenta del paso del solsticio de invierno, pero en el norte el esqueleto y las carnes exigen y presienten el regreso de días largos. Un año el tema de mi lectura de año nuevo fueron los versos gitanos de verde luna del inolvidable Federico García (“Con qué trabajo tan grande deja la luz a Granada”). Otro año me encerré con los versos translúcidos del inolvidable poemario, Actos de Luz, de la joven reclusa que escribió el mundo desde la empalizada de su jardín en Amherst. Este año nuevo, andando un poco sin rumbo, me volví a tropezar con Rumi, poeta y místico persa del siglo XIII. Me llamó la atención que Rumi aclara “se me está olvidando algo”, porque así también me siento yo. Rumi nos pide que recordemos que todo lo que es bello, hermoso y bueno ha sido creado para el ojo de aquel que logra ver (El Mathnawi 1,2383). Resulta que Rumi también había sido refugiado. Cuando los mongoles descendieron sobre el Asia central, en uno de los primeros actos de globalización, muchos habitantes emigraron hacia el poniente. La familia de Rumi paró en Anatolia. Los servicios de migración en Canadá se llenaron este año de otros viajeros del Este a Oeste. El periódico muestra fotos de familias de refugiados. Un niño mira fijo la cámara y me pregunto si éste será el siguiente Rumi y qué nuevos versos de luz germinan detrás de sus ojos.

Más tarde en el día leí en la prensa que en la playa de Rainbow Haven, en Halifax, Nova Scotia, un paseador avistó una ballenita varada en la playa. Ballenita, digo, porque aún chica para ballena, pesaba unos dos mil kilos. Quizás debería decir ballenito, porque era macho, de la familia de las ballenas piloto. No sabemos si andaría también navegando del Este hacia el Oeste. O si tal vez era uno de los que nacieron en la bahía de Samaná, y nadaron hacia el norte. El ballenito se había atascado al bajar la marea, y estaba allí, varado a 20 metros del agua, sufriendo con los vientos frígidos. El hombre que lo vio puso un pedido de ayuda en feisbú, y en un par de horas se presentaron cien voluntarios en la playa, capitaneados con esmero por Andrew Reid, de la sociedad de rescate de animales marinos de Halifax. Los voluntarios izaron tarpas para bloquear la brisa, rodaron al ballenito hasta una tarpa atada a un puente de flotación, y lo levantaron entre muchos. Era tantos los que halaban que entraron marchando al agua. El ballenito comenzó primero a flotar, y se atascó un poquito. Los que tenían traje de buzo siguieron acompañándolo sin soltarlo hasta que logró sumergirse y nadar hacia las aguas profundas.

“Tun.”

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